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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (30 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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—Pasa, pasa, Stephen —dijo Jack, asomándose a la puerta—. Me alegro de verte. Pensaba que tal vez te habías perdido. Perdóname por no levantarme, pero no puedo confiar esto a nadie —añadió, tostando sobre un hornillo de carbón unas salchichas que sostenía con un tenedor hecho con un alambre retorcido—. Espero que estemos en mejores condiciones el lunes, pero ahora tenemos que hacer las cosas primitivamente.

A Stephen le parecía que ya estaban en buenas condiciones. Ya habían limpiado las dos habitaciones con piedra arenisca y habían colocado en ellas varias taquillas que, obviamente, ahorraban espacio. Además, en una esquina había un entramado de cabos blancos que indicaba que estaban haciendo una silla colgante, uno de los asientos más cómodos que existen, y un conjunto de hamacas atado con siete nudos que lo dividían en partes exactamente iguales y cubierto por una alfombra formaba un elegante sofá. Jack Aubrey había pasado la mayor parte de su vida como marino encerrado en lugares tan pequeños como aquél, y conocía bien las cárceles norteamericanas y francesas y las casas de los alguaciles que servían de prisión en Inglaterra, así que era necesario que su vida en la cárcel fuera realmente dura para que le fuera difícil soportarla.

—Éstas están hechas por un hombre de la vecindad y son famosas —dijo Jack, dando vueltas al tenedor con las salchichas—. También son famosos sus pasteles de cerdo. ¿Quieres un pedazo? Ya está cortado.

—No, gracias —respondió Stephen, mirando atentamente el contenido del pastel—. Comí con un amigo hace poco.

—Dime, Stephen, ¿cómo dejaste al pobre Martin? —dijo Jack en un tono más grave.

—Le dejé calmado y en buenas manos, atendido por su futura esposa, que es una excelente enfermera, y por un boticario inteligente. Pero tengo muchas ganas de recibir noticias suyas. Ambos me prometieron que me mandarían un expreso diariamente.

Hablaron de Martin y de los viajes que habían hecho juntos, mientras Sophie continuaba preparando la tarta de manzana. Sophie no era una gran cocinera, pero la tarta de manzana era uno de los platos que generalmente le quedaban bien, y como Stephen iba a cenar con ellos, la decoró con hojas de trébol hechas con la masa.

—Disculpe, señor —dijo Killick, interrumpiendo la conversación—, pero le espera el joven ayudante de los abogados.

Jack fue a la otra habitación y regresó varios minutos más tarde.

—Vino a comunicarme que han contratado a un tal señor Lawrence —dijo—. El joven anunció esa noticia diciendo que era buenísima, y parecía asombrado de que yo no hubiera dado un grito de alegría al oírla. Aparentemente, el señor Lawrence es un abogado defensor inteligente y supongo que debería alegrarme de ello, pero la verdad es que no veo la necesidad de que yo tenga un abogado defensor. Nosotros nos las arreglamos solos, sin ningún abogado, delante de un consejo de guerra. Por otro lado, cuando se llama al alcázar a los marineros que han cometido faltas y se prepara un enjaretado, no hay ningún abogado presente y, sin embargo, creo que se hace justicia. Este asunto no se parece en nada a esos horribles pleitos relacionados con las minas de plomo de Ashgrove, en los que hay numerosos puntos oscuros que deben ser interpretados por especialistas, sobre todo los que tienen que ver con las condiciones y responsabilidades que aparecen en el contrato en litigio. La verdad es que se parece más a un asunto naval, y lo único que quisiera es tener la oportunidad de hablar de él, como un marinero cuando su capitán le interroga, y de contar al juez y al jurado exactamente lo que ocurrió. Todo el mundo está de acuerdo en que no hay nada más justo que el sistema judicial inglés, y si les digo la pura verdad, estoy seguro de que todos me creerán. Les diré que nunca he conspirado con nadie, que seguí las sugerencias de Palmer de buena fe, como cualquiera podría haber seguido las que alguien le hiciera para la Derby, pero que si cometí un error, estoy dispuesto a cancelar todas mis ofertas de adquisición. Siempre he creído que la mala intención es la parte decisiva de un delito. Y si me obligan a tener un careo con un hombre que niega que digo la verdad, entonces el tribunal tendrá que decidir a cuál de los dos va a creer, o sea, cuál de los dos es más digno de confianza, y a eso no le tengo mucho miedo. Tengo confianza en el sistema judicial de mi país —añadió Jack, y sonrió al oír sus pomposas palabras.

—¿Has asistido a un juicio alguna vez?

—A muchos celebrados por consejos de guerra, pero a ninguno celebrado por un tribunal civil. Todos los relacionados con mis pleitos tuvieron lugar cuando yo estaba navegando.

—Desgraciadamente, he asistido a algunos —dijo Stephen—. Y puedo asegurarte, amigo mío, que son infinitamente más complejos que los que tienen lugar bajo la jurisdicción naval, por lo que respecta a las reglas del juego, lo que constituye una prueba, las entradas y salidas, a quién se autoriza a hablar, cuándo se le autoriza y qué se le permite decir. Son parte de un juego que se juega desde hace cientos y cientos de años y que se ha vuelto más tortuoso de generación en generación. Las reglas se han multiplicado, los precedentes se han acumulado, la justicia ha tenido interferencias, los decretos han aumentado y ahora el juego es tan confuso y complicado que los profanos no pueden entenderlo. Te ruego que prestes atención a ese destacado consejero y sigas sus recomendaciones.

—Hazlo, cariño, por favor —dijo Sophie.

—Muy bien —dijo Jack—. Quizás en este caso necesite uno, lo mismo que un barco necesita a veces un piloto en un puerto por el que parece muy fácil navegar.

El señor Lawrence tenía precisamente esa opinión. Era un hombre alto y moreno que tenía buen aspecto, hablaba muy bien ante los tribunales y tenía fama de ser un defensor de sus clientes tan enérgico y tenaz que podía compararse a los médicos que luchan con todas sus fuerzas por salvar a un enfermo; que consideraba sus casos algo personal. Como no alardeaba de tener una alta categoría ni le gustaban las formalidades, después de la primera entrevista en su despacho con los abogados que preparaban el caso de Jack, se reunió informalmente con Stephen con frecuencia, sobre todo porque ambos simpatizaron enseguida. Los dos habían asistido al Trinity College de Dublín y, aunque apenas se conocían, tenían muchos amigos comunes. Tanto el uno como el otro eran acérrimos defensores de la emancipación de los católicos y detestaban a lord Liverpool y a sus colegas del Consejo de Ministros.

—No creo que el asunto haya sido ideado por el Consejo de Ministros —dijo Lawrence—. Eso sería tan grave como los actos cometidos por los secuaces de Sidmouth. Sin embargo, estoy seguro de que ellos desean beneficiarse lo más posible de la situación existente, y quiero que sepa que si ese Palmer no aparece, es decir, si no aparece físicamente ni es identificado como el hombre que iba en el coche, tanto si niega todo lo ocurrido como si no, temo por su amigo.

—Como le conté, Pratt está buscándole desde hace algún tiempo, y ahora le buscan varias personas más —contó Stephen—. El lunes por la mañana, un hombre que había perdido jugando a las cartas conmigo hace mucho tiempo y me debía dinero me mandó un pagaré respaldado por su banco, lo que me alegró mucho. Justamente el lunes por la tarde recibí un expreso del interior del país en que me contaban que un amigo, un queridísimo amigo a quien operé, se ha recuperado y está fuera de peligro, para agradecerlo ofrecí a esas personas la inesperada suma como recompensa por encontrar al hombre que iba en el coche.

—Debe de ser una considerable suma, pues ha hecho usted referencia a varios hombres.

—Me avergüenza decirle a cuánto asciende. Jugamos en Malta todos los días, y en ese período la regla de probabilidades dejó de cumplirse y el juego siempre estaba a mi favor. Generalmente, si él tenía quinta, yo tenía sexta, y eso se repitió durante Dios sabe cuántas tediosas sesiones. El pobre hombre no podía ganar. Pero no tuve escrúpulos en aceptar su pagaré, que, en mi opinión, permitirá a esas personas concentrarse más en la búsqueda. Voy a ver a Pratt esta tarde.

—Espero que tenga buenas noticias. El afán con que la fiscalía lleva el caso, su constante negativa a admitir una fianza y su deseo de celebrar el juicio pronto para que sea un furioso
tory
(que además pertenece al Consejo de Ministros), quien presida el tribunal, es algo que rara vez he visto en mis años de experiencia. A menos que tengamos una prueba contundente, es difícil encontrar una estrategia de defensa que pueda resistir sus ataques.

Stephen estaba en Fladong's bebiendo el café que solía tomar después de la comida cuando vio entrar a Pratt. El hombre estaba pálido y parecía cansado y desanimado.

—Aquí tiene una silla, señor Pratt —dijo Stephen—. ¿Qué desea tomar?

—Me encantaría tomar un vaso de ginebra con agua fría. Creo que hemos encontrado al hombre que buscamos.

Pero ni su tono ni su expresión eran alegres ni su mirada era triunfal. Stephen pidió la ginebra y luego preguntó:

—¿Le importaría continuar ahora, señor Pratt?

—Lo encontró Josiah, el amigo de Bill Hemmings. Cuando estaba examinando varios cadáveres con el ayudante del funcionario que investiga las muertes violentas en Southwark, vio uno con muchas características que correspondían a la descripción que tenemos: la edad, la altura, la constitución, el pelo y la ropa elegante. Además, el cadáver estaba en el agua desde hacía menos de doce mareas. Pero lo que le llamó la atención a Josiah fue que el ayudante de ese funcionario, cuyo nombre es William Body y cuya esposa trabaja en Guy's, tenía un pequeño papel escrito a mano, que había circulado por hospitales y estaciones de policía, en el que se pedía información sobre un caballero con esa descripción llamado Paul Ogle que podría encontrarse enfermo. En él también se rogaba a quien conociera su paradero que lo comunicara a N. Bartlet, que vivía en el apartamento número 3 del último patio del antiguo colegio mayor Lyon's, y se le ofrecía una recompensa por las molestias. En el Lyon's, señor.

—Así es, señor Pratt.

—Fui corriendo al apartamento número 3 y volví a fracasar. N. Bartlet se había ido y nadie sabía adonde. Era una prostituta, señor, y trabajaba mucho. Era una mujer corriente que ya había dejado atrás su juventud. Llevaba poco tiempo viviendo allí, pero como era sencilla y reservada, todos simpatizaban con ella. Aparentemente, el señor Ogle era su novio y ella estaba muy preocupada por él.

—¿Qué posibilidades hay de encontrarla?

Pratt negó con la cabeza y respondió:

—Aunque la encontráramos, negaría todo y no accedería a hablar, porque sabe que si lo hace, la eliminarán, como a Ogle.

—Eso es cierto —afirmó Stephen—. Nunca admitiría que le conoce ante un tribunal. Pero no pasará lo mismo con los cocheros ni con el personal del hostal de Sittingbourne. La joven que trabaja allí vio muy bien la cara de ese hombre y podría identificarle, lo que al menos serviría de algo. Me parece que usted comentó que no ha estado mucho tiempo en el agua.

—No ha estado durante más de doce mareas —dijo Pratt—. Pero no tiene cara.

—Comprendo —dijo Stephen—. Pero está usted seguro de su identidad, ¿verdad?

—Sí, señor —respondió Pratt—. Fui allí enseguida y sin que me dijeran cuál era el cadáver, lo escogí entre tres docenas de ellos. Uno adquiere habilidad para esta clase de cosas con la práctica. Pero la joven del hostal no podría hacer lo mismo, y su declaración no sería válida ante un tribunal.

—Bueno, iré a ver el cadáver —dijo Stephen—. Soy médico y tal vez pueda encontrar algunas características físicas peculiares que sean de utilidad.

—Aunque soy médico —confesó Stephen a Lawrence—, pocas veces he visto algo más horrible que el sótano donde guardan los muertos que aparecen en el río. Dicen que a veces encuentran veinte a la semana, y como ahora está ausente el funcionario que investiga las muertes violentas… El encargado del lugar fue muy amable y pude examinar el cadáver, pero hasta que no le di la vuelta no le vi ninguna señal por la que un hombre pudiera ser reconocido. No obstante, en la espalda tenía marcas que indicaban que se flagelaba habitualmente, y me parecen pruebas convincentes.

—Indudablemente —dijo Lawrence—. Eso, sin duda, corrobora nuestra convicción, pero me temo que si lo presentamos como prueba, en caso de que sea admitida como tal, puede resultar inútil o incluso perjudicial. Si hubiéramos podido encontrar al hombre vivo y conocer sus antecedentes, tendríamos un valioso testigo, aunque fuera hostil; sin embargo, un cadáver sin cara identificado por alguien que sólo le conoce de oídas, no sirve de nada. Tendré que pensar en otras estrategias de defensa. Como tiene usted mucha influencia sobre él, Maturin, ¿no podría convencerle de que incriminara al general, aunque fuera en una pequeña parte del asunto?

—No.

—Me temía que contestaría eso. Cuando le hablé de la cuestión en Marshalsea, no le pareció bien. Creo que no soy un cobarde, pero me sentí muy mal cuando le vi de pie frente a mí, con sus casi siete pies de altura, lleno de rabia. Y sin embargo, es casi seguro que ese viejo avaro y esos agiotistas amigos suyos, que compraron y compraron sin medida y difundieron el rumor de que se había firmado la paz, fueron quienes agotaron los mejores valores del mercado, no el capitán Aubrey, que realizó operaciones insignificantes comparadas con las suyas. Seguramente la mayoría de las transacciones las hicieron a través de intermediarios que no están bajo el control del Comité de la Bolsa y no hay ni rastro de ellas, pero algunos hombres inteligentes que trabajan en la City me han dicho que probablemente gastaron más de un millón sólo en bonos del Estado. El capitán Aubrey, en cambio, hizo la mayoría de las operaciones a través de intermediarios autorizados por el comité y éste conoce todos los detalles.

—En asuntos como éste, a él no le gusta que le guíen —dijo Stephen—. Además, tiene una excelente opinión del sistema judicial inglés y está convencido de que si dice simple y llanamente la verdad, el jurado le absolverá. Venera a los jueces porque forman parte del sistema judicial establecido, al que da tanto valor como a la Armada Real, la Guardia Real y la Iglesia anglicana.

—Pero seguramente habrá tenido contacto con la justicia.

—Sólo en los interminables casos tramitados ante la Cancillería que usted conoce, y para él no son representativos de la justicia real, sino simples batallas técnicas entre abogados insignificantes. Para él la justicia es algo más sencillo y más directo, y está representada por un juez sensato e imparcial, un grupo de hombres juiciosos y decentes y tal vez algunos abogados que hablan por los que no pueden expresarse bien y hacen preguntas con el fin de que se conozca toda la verdad, unas preguntas a las que él respondería con mucho gusto.

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