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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El reverso de la medalla (25 page)

BOOK: El reverso de la medalla
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«¿Por qué siento tanto regocijo y tanta satisfacción?», se preguntó Stephen. Estuvo buscando una respuesta convincente durante un rato, pero no encontró ninguna, y entonces se dijo: «Lo cierto es que las siento». Siguió sentado allí mientras los rayos del sol penetraban por entre los árboles y bajaban cada vez más. Los que bajaron más alcanzaron una rama que estaba justo por encima de él e iluminaron una gota de rocío que había sobre una hoja. Enseguida la gota se puso de color carmesí, y cuando Stephen movió ligeramente la cabeza, pudo ver claramente en ella todos los colores del espectro, desde un rojo tan oscuro que era difícil de distinguir hasta el último tono del violeta, y luego todos en el orden contrario. Unos minutos después, el agudo grito de un faisán rompió el silencio y el encanto y Stephen se puso de pie.

En la orilla del bosque se oía mucho más fuerte el canto de los mirlos, a quienes acompañaban ahora las currucas, los zorzales, las alondras, las palomas y muchos otros pájaros que no debían de haber cantado nunca. El camino atravesaba ahora una serie de campos sin cultivar hasta llegar al bosque de Jack, donde los halcones abejeros habían anidado tiempo atrás. Pero esos campos tenían un excelente aspecto, pues los rayos del sol aún en ascenso, que no eran deslumbrantes porque pasaban a través de una especie de velo, hacían los colores más intensos que Stephen había visto nunca, y tanto el verde de la vegetación como el azul claro del cielo parecían recién creados. El día se calentaba poco a poco, y cientos de aromas flotaban en el aire.

«Agradecer algo usando muchas palabras es casi imposible —se dijo, sentándose en una escalera para pasar por encima de una cerca y observando dos liebres que jugaban. Las liebres se ponían a dos patas una frente a otra; luego saltaban y corrían y volvían a saltar—. ¡Qué pocos pueden decir al menos cinco frases que hagan efecto! Y la mayoría de las dedicatorias son insoportables, incluso las mejores —pensó. Luego, recordando todavía la melodía del gloria, dijo para sí—: Tal vez la repetición de alabanzas de una manera formal sea un intento de resolver esto, un intento de expresar gratitud por otros medios. Voy a contarle esta idea a Jack.» Las liebres se alejaron corriendo hasta que se perdieron de vista y él reanudó la marcha cantando con voz grave: «
Quoniam tu solus sanctus, tu solus Dominus, tu solus altissimus
» hasta que oyó a su izquierda cómo un cuco cantaba muy alto y claro. Luego oyó un agudo graznido y después, muy lejos a su derecha, la respuesta mucho más baja.

De repente perdió la alegría y continuó andando con la cabeza baja y las manos cogidas tras la espalda. Ya se encontraba cerca de las tierras de Jack. Sólo tuvo que atravesar un campo más y después un sendero, para llegar a la parte de Ashgrove donde la tierra era muy mala y estaban las malditas minas de plomo con montones de escoria dentro. Luego pasó por los terrenos cultivados de Jack, donde las plantas seguían siendo raquíticas y estaban roídas por los conejos, las liebres, los venados y una gran variedad de orugas, y por fin pudo ver la casa. Ya era de día y habían empezado las tareas de la vida cotidiana. El silencio se había roto hacía tiempo, y no fue necesario que oyera el grito de los cucos, que muchos usaban para burlarse de los cornudos, para que dejara de tener la impresión de que era inminente un milagro. El día era simplemente un día veraniego en primavera.

Se acercó a la casa por la parte trasera y no le pareció que tuviera mejor aspecto. Jack la había comprado cuando era pobre y la había ampliado cuando era rico, y el resultado era una masa sin armonía que tenía pocas de las ventajas de las casas de la ciudad y ninguna de las que una casa de campo podría ofrecer. Sin embargo, al menos tenía magníficos establos. A Jack Aubrey le gustaba la caza del zorro y, además, estaba convencido de que entendía de caballos tanto como cualquiera de los hombres que aparecían en el Boletín Oficial de la Armada, y cuando regresó de la operación Mauricio cargado con un abundante botín, construyó un amplio patio con una cochera para dos coches y a un lado una edificación para el alojamiento de los caballos y los cazadores, al otro una hilera de compartimientos donde pensaba guardar los caballos de carreras de la cuadra que quería empezar a formar, y en las esquinas cobertizos para amarrar los caballos. Todo eso formaba un hermoso rectángulo de ladrillos rosados y piedras de Portland coronado por una torre con un reloj con la esfera azul.

A Stephen no le sorprendió ver la mayor parte de aquella construcción cerrada, pues los cazadores y los caballos de carreras habían desaparecido tan pronto como empezaron las desgracias de Jack; pero no se explicaba por qué no había allí ninguna otra criatura, ni el carro, ni el pequeño coche que Sophie usaba para ir a otros lugares. Tampoco se explicaba por qué estaba tan silenciosa la casa, adonde llegó atravesando el jardín que había detrás de la cocina. Jack tenía tres hijos y una suegra, y no era normal que en su casa hubiera silencio; sin embargo, no salía ningún sonido por las puertas ni por las ventanas. Stephen se puso muy nervioso, y su nerviosismo aumentó al notar que todas las puertas y las ventanas estaban abiertas y, además, medio rotas, lo que daba a la casa un aspecto lamentable y desolador. Por otro lado, había un fuerte olor a trementina, que podría haber sido usada como desinfectante. Había visto que en algunas epidemias familias enteras habían resultado afectadas de la noche a la mañana, por ejemplo, en la del cólera morbo.

—¡Dios nos proteja! —susurró.

Un lejano grito de alegría hizo cambiar sus pensamientos, y unos momentos después se oyó el peculiar sonido inglés de un bate golpeando una pelota seguido de otros gritos. Atravesó rápidamente lo que Jack llamaba la rosaleda (
lucus a non lucendo
), luego un terreno cubierto de arbustos y por fin llegó al borde de la cima de la colina y más abajo vio en un amplio prado a unos hombres jugando a críquet. Todos los jugadores del equipo que no bateaba estaban en sus puestos mirando con atención los movimientos del lanzador. Enseguida se oyó el golpe otra vez, y los jugadores que bateaban corrieron entre las porterías y los que estaban alrededor del campo corrieron a coger la pelota y la lanzaron al interior de éste. Entonces todos volvieron a ocupar sus puestos como si ejecutaran una danza solemne, con sus camisas blancas destacándose sobre la verde hierba.

Stephen bajó por la ladera, y cuando ya estaba cerca del campo reconoció a los jugadores, al menos a todos los del equipo que bateaba y a algunos de sus oponentes. Plaice y Bonden estaban dentro del campo y el capitán Babbington, que había servido como guardiamarina a las órdenes de Jack, luego había sido uno de sus tenientes y ahora estaba al mando de la
Tartarus
(una corbeta de dieciocho cañones), lanzaba la pelota a sus antiguos compañeros de tripulación como si quisiera arrancarles las piernas al mismo tiempo que derribar las estacas de las porterías. Plaice sólo daba a todas las pelotas que tenían una trayectoria recta y dejaba las demás, pero Bonden, que miraba las pelotas con mucha atención, le daba a todas con la misma furia y había hecho catorce carreras durante esa fase del juego. En ese momento le lanzaron la última pelota, que tenía poco impulso e iba a pasar fuera de la portería, y él le pegó con toda su fuerza, pero no había calculado bien la elevación del bate y la pelota no pasó rozando las cabezas de los jugadores que estaban alrededor del campo, sino que subió de manera asombrosa, como un mortero o un cohete, y casi llegó a desaparecer.

Tres de los jugadores que estaban alrededor del campo corrieron en la dirección en que caminaba Stephen, todos ellos con los brazos extendidos y mirando hacia arriba, y otros gritaban: «¡Cuidado con las cabezas!» o «¡Apártense!» Stephen tenía el pensamiento lejos de allí y no había oído el golpe ni había visto la pelota, pero una de las pocas cosas que había aprendido en la Armada, dolorosamente, era que el grito «¡Apártense!» generalmente precedía sólo un instante a la caída de un chorro de brea hirviendo, de un pesado motón o de un puntiagudo pasador, así que, muy angustiado, se apartó corriendo de su camino inclinándose hacia delante y protegiéndose la cabeza con las manos, pero, debido a ese desafortunado movimiento, chocó con uno de los jugadores que estaban alrededor del campo y que corría hacia atrás y luego con otro que se había colocado donde iba a caer la pelota. Los tres cayeron amontonados, y le sacaron de allí otros jugadores dando gritos. Unos gritaron «¡Pero si es el doctor!»; otros, «¿Se ha hecho daño, señor?»; otro, mirando al suboficial de la
Tartarus
, que había mantenido sujeta la pelota a pesar de todo y había salido de aquella maraña de brazos y piernas con ella en la mano y con una expresión triunfante, gritó: «¿Por qué no miras por donde vas, torpe bestia?».

—Bueno, Stephen —dijo Jack conduciéndole hasta el carro donde estaban las bebidas, después de arreglarle la ropa y sacudírsela—, así que viniste en la diligencia nocturna. Me alegro de que hayas encontrado asiento. Como no te esperaba hasta mañana, no te dejé ninguna nota. Debes de haberte asombrado mucho al ver la casa vacía. ¿Quieres una cerveza de lata o prefieres un vaso de ponche frío?

—¿No tienes café? Aún no he desayunado.

—¿No has desayunado? ¡Dios mío! Eso es increíble. Vamos a hacer un poco. Todavía hay que derribar cinco travesaños y Plaice y Killick se quedarán ahí pegados como lapas. Tenemos mucho tiempo.

—¿Dónde está Sophie? —preguntó Stephen.

—No está aquí —respondió Jack—. Se fue a Irlanda con los niños y su madre porque Frances iba a tener un hijo. ¿No te parece sorprendente? Te aseguro que me quedé perplejo cuando llegué a casa y no encontré a nadie de mi familia ni al viejo Bray, que estaba en la taberna. Ella ni siquiera sabía que estábamos en este hemisferio, pero dejará allí a los niños y vendrá inmediatamente. Con un poco de suerte, podremos verla el martes, o tal vez el lunes.

—Espero que así sea.

—¡Oh, Stephen, deseo ansiosamente que llegue! —exclamó Jack y se rió al pensar en la futura llegada. Mientras caminaban añadió—: Mientras tanto hemos estado aquí nosotros solos, como un aburrido grupo de solteros. Por fortuna, la llegada de la
Tartarus
nos animó, y como hay muchos antiguos tripulantes de la
Surprise
aquí y en
Pompey
[16]
, entre ellos los guardiamarinas y Padeen, tu sirviente, hemos podido formar un equipo para jugar contra sus hombres, aunque Mowett y Pullings se fueron a la ciudad a ver al editor. No los has visto por muy poco, lo cual lamento porque nunca he visto a dos hombres más nerviosos en mi vida y seguramente les habría beneficiado alguna de tus pociones de limo. De todos modos, tenemos un equipo, y nos traerán la comida al campo desde Goat and Compasses. No te imaginas cómo cocinan allí el venado. Les queda tan tierno como la ternera. Mira, Stephen, ¿ves ese extremo del bosque donde hay tantos arbustos? Quiero cortar el terreno allí de manera que la nueva ala tenga una terraza y una amplia franja de hierba, mejor dicho, de césped. Siempre he querido tener un terreno con césped y tal vez tenga más suerte con él que con las plantas.

—Así que vas a construir una nueva ala.

—¡Oh, sí! Vivimos muy apretados, ¿sabes? Con tres niños y una suegra que viene a menudo a pasar temporadas, parece que vivimos en un cúter, codo con codo, como si cada uno sólo tuviera catorce pulgadas para colgar su coy. Y Sophie dice que no puede seguir viviendo sin más armarios. Ahí está Dray, entrando en el patio. ¡Eh, el coche! Le mandé a Portsmouth a buscar los periódicos.

El coche viró y el marinero cojo lo condujo por el sendero de grava y preguntó:

—¿Cómo vamos, señor?

Luego entregó el ejemplar de
The Times
y saludó a Stephen poniéndose la otra mano en la frente.

—Cuarenta y ocho a cinco —respondió Jack—. Con un poco de suerte derrotaremos a los hombres de la
Tartarus
. Vete allá abajo. Yo guardaré el coche.

Dray se amarró su pierna de madera, que se había quitado para conducir, y bajó tan rápido como pudo por la ladera, pues aunque ya no podía jugar, era un crítico apasionado. Era necesario hacer muy poco esfuerzo para guardar el coche, ya que estaba enganchado a un manso caballo sordo, corto de vista y de piernas cortas, cuya edad nadie sabía con exactitud. Lo había escogido Sophie, a quien los caballos no le gustaban y la atemorizaban (lo que era lógico porque había tenido que montar en uno que mordía aunque llevara el freno siendo muy joven, había visto varios cazadores romper las costillas y la clavícula de su esposo y tenía la certeza de que las dotes de sus hijas se habrían gastado en caballos de carreras si no hubieran estado aseguradas legalmente). El caballo, que se llamaba
Moisés
, empezó a caminar despacio hacia el patio, fijando sus maltrechos ojos en Jack, que pasaba las páginas del ejemplar de
The Times
para encontrar la de información financiera. Jack, todavía leyendo, abrió la portezuela de uno de los magníficos compartimientos, y en cuanto Stephen desenganchó el coche,
Moisés
entró, se tumbó en el suelo, dio un suspiro y cerró los ojos.

—Está mejor de lo que pensaba —dijo Jack con el rostro radiante, lo que le hacía parecer diez años más joven—. Espero que hayas sacado provecho de lo que te dije.

—Por supuesto que sí —dijo Stephen sin énfasis—. Seguí tu consejo.

Entonces Jack comprendió que no le iba a contar nada más.

—Tendremos una terraza muy espaciosa y posiblemente con fuentes —dijo Jack—. También sería muy conveniente tener una sala de billar para los días en que llueve mucho.

Condujo a su amigo a la cocina, abrió la puerta del pequeño fogón y echó aire dentro con el fuelle hasta que el carbón se puso casi blanco.

—Disculpa el olor a pintura —dijo, cogiendo el molinillo de café—. Dimos la primera mano ayer… —añadió, y el ruido del molinillo ahogó el resto de sus palabras.

Bebieron la reconfortante infusión fuera, caminando de un lado para otro rodeados de la suave brisa, y Stephen, un hombre sobrio en la comida, se comió dos pequeñas galletas. Cuando terminaron de beberse la cafetera, Jack aguzó el oído y pudo escuchar unos gritos en el campo de críquet.

—Tal vez sea mejor que regresemos allá abajo —dijo.

Cuando se dirigían allí por el estrecho sendero, miró un momento hacia atrás y, con una dulce sonrisa, preguntó:

—¿Te dije que quería comprar la
Surprise
? Puedo amarrarla en un puerto privado en Porchester.

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