El reverso de la medalla (24 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: El reverso de la medalla
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—Esto es penoso, Maturin, realmente penoso —dijo, aprovechando que estaban solos otra vez—. No hay ningún francés que sepa de huesos, aparte de Cuvier.

Volvió a colocar el libro en la estantería con un gesto de desaprobación y continuó:

—Me alegro de haberle visto en la fiesta y también de que el duque de Clarence fuera tan amable. Barrow quedó muy impresionado. Adora a ese príncipe, aunque sabe, como todo el mundo, y quizá mejor que la mayoría, que no está bien considerado en el Almirantazgo; pero parece incapaz de comprender que algunos miembros de la familia real están unidos a ella por vínculos más fuertes que otros, aunque parezca una incongruencia. A consecuencia de ello, si usted vuelve al Almirantazgo, no le tratarán groseramente. ¿Irá mañana?

—Tengo que ir, a menos que envíe el maldito cofre con un mensajero. Probablemente esto sea una invitación —dijo, sosteniendo la carta en el aire, y luego la abrió y añadió—: Sí, lo es. El señor Barrow dice que lamenta infinitamente…, siente mucho que haya habido un malentendido…, le gustaría mucho…, se toma la libertad de sugerir que…, pero a cualquier otra hora que le convenga.

—Sí, es inevitable que vaya —dijo sir Joseph y después de una pausa continuó—: ¡A propósito! Tengo noticias sobre el cofre de latón. Naturalmente, era responsabilidad del Consejo de Ministros, es decir, de FitzMaurice y sus amigos, y la Armada era solamente la portadora y desconocía su contenido. El comentario de que contenía «una enorme suma» fue una suposición de Pocock o una indiscreción del Ministerio de Asuntos Exteriores, y nunca debía hacerse. Estoy seguro de que la mayoría de las personas bien informadas ya han oído hablar de esto, al menos a grandes rasgos. Pido a Dios que nos envíe a algunos funcionarios que sepan lo que es la discreción. Y dígame, Maturin, ¿va a ir a la Royal Society esta noche?

—No. Caminé mucho después de hacer una desagradable visita y no pude comer. Estoy agotado.

—Sin duda, parece usted exhausto. ¿No cree usted que le reanimaría una cena ligera? Por ejemplo, un pollo hervido con salsa de ostras. Me gustaría que conociera a un oficial de caballería amigo mío, un ingeniero sumamente inteligente. He hablado extraoficialmente con él y con otros amigos, como le dije que pensaba hacer, y todos están de acuerdo en que el ratón que he encontrado está empezando a convertirse en una rata.

—Sir Joseph —dijo Stephen—, discúlpeme, pero esta noche no me importaría ni que se hubiera convertido en un rinoceronte con dos cuernos. Por lo que a mí respecta, no me inmutaría si Bonaparte viniera con sus barcos de fondo plano y fuera bien recibido.

—Le convendría cenar conmigo —dijo Blaine—. Comeríamos un pollo hervido con salsa de ostras y nos tomaríamos una botella de buen clarete. Maturin, ¿le es familiar el nombre Ovart?

—¿Ovart? Creo que no lo he oído nunca —contestó Stephen, bostezando de hambre y de cansancio, y luego dio las buenas noches y se fue a su habitación caminando lentamente.

Tampoco estaba más animado la mañana siguiente, aunque un mirlo de Green Park se había posado en el alféizar de su ventana y estuvo cantado con absoluta perfección. Durante el desayuno, un antiguo miembro del club le dijo que hacía una hermosa mañana y que había oído una noticia alentadora: aparentemente, había posibilidades de que muy pronto se firmara la paz.

—Tanto mejor —dijo Stephen—. Con la gente que gobierna el país ahora, no podemos continuar esta guerra mucho más tiempo.

—Tiene razón —dijo el caballero, moviendo la cabeza de un lado a otro.

Preguntó a Stephen si iba a ir a Newgate a ver las ejecuciones. Stephen respondió que no, que iba al Almirantazgo. El caballero inquirió si también colgaban a la gente allí, y cuando Stephen le contestó que no, volvió a mover la cabeza de un lado a otro y dijo que nunca se perdía un ahorcamiento y que hoy, entre la gente corriente, iban a colgar a dos destacados banqueros que habían sido declarados culpables de falsificación. Agregó que el mercado de valores no perdonaba a su padre, ni a su madre, ni a su esposa, ni a su hijo si hacían algo así, y después preguntó a Stephen si recordaba al pastor Dodd. Repitió que nunca se perdía un ahorcamiento y contó que cuando era niño solía ir con sus tías a Tyburn, al que llamaban el Prado de la Muerte, y que iban a pie siguiendo el carro hasta Tyburn pasando por la iglesia de Saint Sepulchre.

En el Almirantazgo había un funcionario esperando al doctor Maturin en la escalera que le condujo al despacho del señor Barrow. Stephen se sorprendió al ver que Wray estaba allí, pero no le importó, pues se contentaba con poder dejar el maldito cofre en manos de alguien responsable.

El señor Barrow le agradeció encarecidamente su presencia. Luego repitió que no encontraba palabras para expresar adecuadamente cuánto lamentaba el reciente malentendido, y le explicó cómo fue posible que Lewis no se enterara de que él prestaba un inestimable servicio voluntaria y gratuitamente.

—Creo que le ofendió gravemente, señor.

—Me ofendió, señor —dijo Stephen—, y se lo hice saber.

—Todavía no ha regresado a la oficina, pero en cuanto se mejore, irá a verle para presentarle sus excusas.

—No, de ninguna manera. No exijo que haga eso. En realidad, actué precipitadamente y él habló por ignorancia.

—Ignoraba qué clase de persona era usted y la naturaleza de los documentos en cuestión. Con respecto a ellos, no podría haberle dicho de qué tipo eran porque oficialmente ni siquiera yo lo sé. Pero, en confianza, doctor, le diré que hemos oído decir que estaban en un cofre de latón y que el Ministerio de Asuntos Exteriores y el de Hacienda estaban muy preocupados porque tenían que «cancelarlos», como dicen los comerciantes.

—Esto pondrá fin a su ignorancia —dijo Stephen, sacando el cofre de un bolsillo interior de la chaqueta y poniéndolo sobre el escritorio.

—¡Qué sello más curioso! —exclamó Barrow en medio del tenso silencio.

—Lo hice con mi llave —dijo Stephen—. El sello original se rompió cuando el cofre se abrió al caerse. Lo sellé otra vez para que se mantuviera cerrado. Como ve —añadió, rompiendo el lacre—, el cierre se abre muy fácilmente.

Barrow era curioso por naturaleza y echó un vistazo a los papeles que había encima. Su expresión cambió, pasó del asombro y a la indignación. Apartó el cofre como si fuera un objeto peligroso y empezó a decir algo en tono irritado, pero enseguida tosió y dijo otras palabras:

—Es una enorme cantidad.

—Eso era lo que había oído —dijo Wray, echando un vistazo a los restantes fajos—. No se preocupe por nada. Leward y yo nos ocuparemos de esto.

—Cuanto antes nos libremos de él, mejor —dijo Barrow—. ¡Qué gran responsabilidad! ¡Qué gran responsabilidad! Por favor, guárdelo bajo llave inmediatamente.

Después de unos momentos se tranquilizó lo suficiente para decir a Stephen:

—Supongo que era una pesada carga para usted y que no podía compartir con nadie su angustia. También supongo que nadie ha visto estos… estos documentos excepto usted.

—Ni un alma —dijo Stephen—. ¿Cree usted que se deben compartir secretos como éste?

Wray regresó, y hubo un largo silencio, interrumpido a veces por exclamaciones, hasta que Barrow dijo con gran nerviosismo:

—Creo que no deberíamos informar «oficialmente» sobre este asunto. Y ahora podemos pasar a la segunda parte de nuestra entrevista. Lo que ocurre, señor, es que nos han sugerido que le convenciéramos para… Señor Wray, por favor, diga al doctor Maturin lo que nos han sugerido.

—Nuestra agente de Lorient, Madame de la Feuillade, a quien usted conoce —empezó Wray—, ha sido arrestada; y como no sólo nos enviaba información de ese lugar sino también la que le mandaba su hermana desde Brest, su ausencia es muy lamentable. Sin embargo, no la han arrestado por cooperar con nosotros sino por evasión de impuestos. Está encarcelada en Nantes, y Hérold, que trajo la noticia, asegura que si se usan los medios adecuados, se puede persuadir al juez que investiga el caso de que lo desestime. Dada la posición de madame de la Feuillade, es obvio que el asunto requiere mucho tacto y habilidad, y una gran cantidad de dinero. Todos esperan que el doctor Maturin pueda aportar las dos primeras cosas y el departamento la última. Hay algunos barcos que transportan coñac y vino de Nantes a Inglaterra con permiso del almirante al mando de la escuadra del Canal, y nosotros usamos regularmente cuatro de ellos en que se puede confiar plenamente; así que las fechas para el viaje de ida y el de vuelta se podrían establecer fácilmente, según su conveniencia.

—Comprendo, comprendo —dijo Stephen, mirándoles con atención y preguntándose qué veía realmente en ellos y qué era simplemente fruto de su imaginación.

Entonces, lleno de asombro, volvió a sentir el mismo entusiasmo de antes, aunque esa mañana había pensado que el servicio secreto le era ya indiferente.

—Creo que el asunto requiere hacer algunas reflexiones. Me voy al campo mañana, y allí tendré paz y tranquilidad para meditar sobre él. Por lo que sé de madame de la Feuillade, estoy seguro de que el interrogatorio que le harán por una acusación como ésa no será muy duro y de que el encarcelamiento no le resultará penoso.

CAPÍTULO 6

Los componentes de la diligencia nocturna de Portsmouth tenía una estrecha relación con la Armada, salvo los caballos y una pasajera que iba dentro, una señora mayor. El cochero había servido a las órdenes de lord Rodney, el guardián era un antiguo infante de marina y los restantes pasajeros ocupaban algún puesto en la Armada.

Cuando las estrellas empezaron a palidecer por el este, la diligencia pasó rápidamente por delante de un grupo de oscuras casas y de una iglesia que estaban a la derecha del camino, y la señora mayor dijo:

—Llegaremos a Petersfield dentro de unos minutos. Espero no haber olvidado nada —dijo, contando otra vez sus paquetes, y luego, volviéndose hacia Stephen, añadió—: Así que no debo comprar, señor. ¿Es ésa definitivamente su opinión?

—Señora —respondió Stephen—, le repito que no sé nada de la bolsa, que en ella soy como una persona que no puede distinguir fácilmente un toro de un oso. Lo único que digo es que si sus amigos le dieron ese consejo sólo porque tienen el convencimiento de que se firmará la paz dentro de pocos días, puede usted pensar que tal vez estén equivocados.

—Sin embargo, son caballeros muy bien informados. Además, señor, también usted podría estar equivocado, ¿no es así?

—¡Por supuesto, señora! Puedo equivocarme como cualquier otra persona, o incluso más.

El guardián dio un fuerte pitido, que imitaron la mayoría de los jóvenes pasajeros que iban fuera, para los cuales pasar una noche de primavera inglesa en el techo de un coche no era nada en comparación con pasar una noche entre las grandes olas frente a Brest.

—Entonces, está decidido —dijo la señora—. No compraré. Me alegro de haber pedido su opinión. Gracias, señor.

La diligencia entró en el patio del Crown para cambiar los caballos. Los pasajeros estiraron las piernas durante el cambio y luego volvieron a subir a ella. Entonces Stephen se acercó al cochero y dijo:

—Seguramente no se olvidará usted de dejarme en Buriton, pero si me dejara en la taberna en vez de en el cruce me ahorraría una fatigosa caminata. Aquí tiene una moneda de tres chelines.

—Gracias, milord —dijo el cochero—. Le dejaré en la taberna.

—Estoy convencido de que hizo bien aconsejando a la señora que no comprara-dijo uno de los pasajeros que iban dentro, un contable del astillero, cuando dejaron atrás Petersfield—. Me parece que actualmente no hay posibilidades de que se firme la paz.

—Creo que no —dijo un desgarbado guardiamarina que había pasado gran parte de la noche dando patadas a los otros pasajeros, aunque no por maldad ni por falta de consideración sino porque cada vez que se quedaba dormido contraía y distendía involuntariamente sus largas piernas repetidas veces—. Creo que no. Apenas hace una semana que aprobé el examen de teniente, y sería una injusticia que se firmara la paz ahora. Eso significaría…

En ese momento se dio cuenta de que estaba hablando a personas mayores, algo que en la Armada se consideraba inapropiado, y se quedó en silencio y fingió que ponía su atención en las primeras vetas rojas del amanecer que se veían a lo lejos.

—Hace dos años, sí —dijo el contable, sin hacerle caso—; pero no ahora, porque los aliados del continente se están desmoronando y hemos gastado mucho tiempo y dinero en la guerra contra Norteamérica. Creo que el rumor que han oído los amigos de esa dama es un engaño que han ideado algunos hombres de mala voluntad que desean beneficiarse de la subida.

Luego explicó por qué pensaba que Napoleón no quería negociar la paz en ese momento. Todavía estaba hablando cuando la diligencia se detuvo y el guardián gritó:

—¡Todos los que quieran ir a la taberna Jericho, caballeros, por favor! Buena comida para los hombres y los animales. Excelente coñac traído de contrabando directamente de Nantes y excelente agua del pozo, que nunca se mezclan, salvo por accidente. ¡Ja, ja, ja!

Pocos minutos más tarde, Stephen estaba a un lado del camino con su equipaje y la diligencia se alejaba envuelta en una nube de polvo que ella misma creaba. Entonces una bandada de grajos pasó por encima de su cabeza, y poco después se abrió la puerta de la taberna y apareció una mujer desarreglada, que tenía el pelo recogido en bucles como una
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y se cerraba la bata sujetándola con una mano a la altura del cuello.

—Buenos días, señora Comfort —dijo Stephen—. Por favor, en cuanto pueda, diga al mozo que guarde estas cosas detrás de la barra hasta que mande a alguien a buscarlas. Quiero ir a Ashgrove caminando por el campo.

—Encontrará allí al capitán, a algunos impertinentes marineros y al terrible Killick. Pero ¿no quiere entrar y tomar algo, señor? Ha pasado la noche en la diligencia y aún tiene que recorrer un largo camino.

Stephen sabía que en el Jericho sólo podrían darle té o cerveza con un bajo porcentaje de alcohol, y las dos cosas le parecían repugnantes por la mañana. Dio las gracias a la mujer y le dijo que prefería esperar a que se le abriera el apetito con la caminata, y cuando ella preguntó si era Killick quien vendría en el carro a recoger sus maletas, Stephen respondió que pediría al capitán que le enviara a él.

La primera milla del trayecto la recorrió por un camino flanqueado por altos muros y setos, que tenía bosques a la izquierda y campos sembrados de trigo y heno a la derecha. Los muros estaban salpicados de prímulas y en los setos había montones de pajarillos madrugadores que cantaban, principalmente jilgueros con el plumaje muy brillante. Un poco más allá de donde terminaba el tramo de terreno llano y empezaba otro con altibajos, el camino se dividía en dos ramales, uno que bordeaba un inmenso prado de unos cincuenta o sesenta acres donde había varios potros y otro que pasaba por entre los árboles y del cual se veía una pequeñísima parte. Stephen tomó el segundo, que era empinado y tenía muchas zarzas y helechos muertos en la orilla próxima al bosque. Un poco más adelante había ramas caídas y dos o tres árboles muertos, y al final estaba la cabaña de un guardabosques, situada en un trozo de terreno llano cubierto de hierba que los conejos —que huyeron cuando él se aproximó— mantenían corta. La cabaña había perdido el techo desde hacía tiempo y estaba llena de lilas, aunque todavía no habían florecido, y la caseta que estaba detrás estaba llena de ortigas y saúcos. Todavía había un banco de piedra junto a la puerta, y Stephen se sentó en él y se recostó contra la pared. En el valle la noche todavía no había desaparecido y se veía una luz de color verde oscuro. Los árboles del bosque eran muy antiguos, del período primario, pues la cuesta era muy empinada y el terreno demasiado accidentado para que alguien fuera a cortarlos e incluso a cuidarlos. Eran enormes robles sin forma definida y generalmente huecos, cuya madera no era aprovechable, y extendían casi hasta la mitad del claro sus ramas con nuevas hojas de color verde brillante, que ni siquiera tenían un ligero movimiento porque allí el aire estaba tan quieto que ni las telarañas se movían. El aire estaba quieto y reinaba la calma, una calma llena de vida, a pesar de que se oía el canto de los mirlos en la lejana orilla del bosque y el murmullo del arroyo que descendía hasta el valle. En una de las riberas del arrollo estaba la madriguera de un tejón. Varios años atrás Stephen había visto un grupo de cachorros de zorro jugando allí, pero ahora le parecía que los tejones habían regresado, pues desde el banco veía montones de tierra recién sacados de ella e incluso distinguía un camino muy transitado. «Tal vez pueda ver uno», se dijo, y al cabo de un rato siguió mentalmente la melodía de un gloria que él y Jack habían escuchado en Londres, un gloria muy elaborado compuesto por Frescobaldi. «Pero quizá sea demasiado tarde», pensó después, cuando el gloria terminó y la luz ya era más intensa y de un color verde más brillante, casi como la del alba. Sin embargo, apenas esas palabras se formaron en su mente, oyó unos crujidos y unos golpes y vio aparecer al otro lado del arroyo un tejón con una hermosa cola rayada que caminaba hacia atrás con un montón de paja bajo la barbilla. Era un tejón viejo y gordo que no paraba de refunfuñar y maldecir. Le fue muy difícil recorrer el último tramo del camino, porque era empinado y la carga se enganchaba en los avellanos y los espinos de las orillas, dejando briznas en ellos. Levantó la cabeza cuando estaba justo frente a la entrada de la madriguera y miró alrededor como si quisiera decir: «Esto es horrible». Entonces inspiró, volvió a coger la carga y después de maldecir por última vez entró de espaldas en la madriguera.

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