El revólver de Maigret

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Authors: Georges Simenon

BOOK: El revólver de Maigret
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Una calurosa mañana de junio, mientras el comisario Maigret está en su despacho del Quai des Orfèvres,
madame
Maigret deja entrar en su casa a un joven que desea hablar a toda costa con el comisario. Cuando éste llega a comer, el joven se ha ido... llevándose un revólver que Maigret apreciaba especialmente. Al seguir la pista del joven Maigret descubre, entre otras cosas, el cadáver de un conocido político. Maigret debe ir a Londres. Una vez allí, inmerso en los rígidos hábitos británicos, el comisario verá limitados sus movimientos: ¡hasta para tomarse una cerveza o fumar en pipa ha de ceñirse a los horarios!

Georges Simenon

El revólver de Maigret

(Maigret)

ePUB v1.0

Kytano
22.08.11

Título original: Le revolver de Maigret

Fecha de publicación: 1952

Traducido por Inés Navarro y Antonio Gómez

Capítulo I
En el que Maigret llega tarde para el almuerzo y en el que un invitado falta a la cena

Cuando más tarde Maigret pensase en aquella información, sería siempre como en algo un poco anormal, asociándose en su espíritu con una de esas enfermedades que no se declaran francamente pero que empiezan con un malestar vago, pinchazos, síntomas demasiado benignos para que uno se pare a prestarles atención.

No hubo, al principio, ninguna denuncia a la Policía Judicial, ni llamada a la Policía de Socorro, ni denuncia anónima, sino, para remontarnos a lo más lejos posible, una intrascendente llamada de teléfono de
madame
Maigret.

El reloj de mármol negro, sobre la chimenea del despacho, marcaba las doce menos veinte; recordaba claramente el ángulo de las agujas sobre la esfera. La ventana estaba abierta de par en par. Por ser el mes de junio y estar bajo un cálido sol, París había tomado un olor estival.

—¿Eres tú?

Su mujer había reconocido su voz, evidentemente, pero le preguntaba siempre si era efectivamente él quien estaba al aparato, no por desconfianza, sino porque seguía siendo torpe en el teléfono. En el bulevar Richard-Lenoir también debían de estar abiertas las ventanas.
Madame
Maigret, a aquella hora, había terminado el grueso de la limpieza. Era, pues, extraño que le llamase.

—Te escucho.

—Quería preguntarte si piensas venir a almorzar.

Era aún más extraño que ella le telefonease para hacerle tal pregunta. Frunció las cejas, no descontento, sino sorprendido.

—¿Por qué?

—Por nada. Es decir, aquí hay alguien que te espera.

La notaba violenta, como culpable.

—¿Sí?

—Nadie que tú conozcas. No es nada. Sólo que, si no vas a venir, no le haré esperar.

—¿Un hombre?

—Un joven.

Le había introducido, sin duda, en el salón donde ellos no ponían casi nunca los pies. El teléfono se encontraba en el comedor, donde hacían vida habitualmente y recibían a sus amigos íntimos. Allí Maigret tenía sus pipas, su sillón, y
madame
Maigret su máquina de coser. Por la forma embarazada en que le hablaba, comprendía el comisario que su mujer no se había atrevido a cerrar la puerta entre las dos habitaciones.

—¿Quién es?

—No sé.

—¿Qué quiere?

—No lo sé tampoco. Es un asunto personal.

Maigret no dio a esto ninguna importancia. Si insistía era a causa del estado de violencia de su mujer y también porque le parecía que ya había tomado al visitante bajo su protección.

—Pienso dejar la oficina hacia mediodía —terminó por decir.

No le quedaba por recibir más que a una mujer que había venido ya a verle tres o cuatro veces para hablarle de cartas amenazadoras que le dirigía una vecina. Llamó al ordenanza.

—Hazla pasar.

Encendió la pipa y se recostó resignado en el sillón.

—Entonces, señora, ¿ha recibido usted una nueva carta?

—Dos, señor comisario. Las he traído. En una, como va usted a ver, confiesa que es ella quien ha envenenado a mi gato y anuncia que, si no me mudo, me llegará pronto el turno.

Las agujas avanzaban despacio sobre la esfera. Había que hacer como que se tomaba el asunto en serio. Aquello duró poco menos que un cuarto de hora. Y después, en el momento en que se levantaba para ir a buscar su sombrero en el armario, llamaron a la puerta.

—¿Está usted ocupado?

—¿Qué haces tú en París?

Era Lourtie, uno de sus antiguos inspectores, que había sido trasladado a la Brigada Móvil de Niza.

—Sólo de paso. He sentido deseos de respirar el aire de la casa y estrecharle la mano. ¿Tenemos tiempo para tomar un
pastis
en la Brasserie Dauphine?

—Sin sentarnos, entonces.

Apreciaba mucho a Lourtie, un mozo huesudo que tenía voz de sochantre de iglesia. En la Brasserie, donde permanecieron en pie ante el mostrador, había otros inspectores. Se habló de esto y de lo otro. El gusto del
pastis
era exactamente lo que hacía falta en un día como aquél. Bebieron uno, luego un segundo y después un tercero.

—Es hora de que me marche. Me esperan en casa.

—¿Le acompaño un poco?

Atravesaron el Pont-Neuf juntos y luego fueron hasta la calle de Rivoli, donde Maigret tardó cinco buenos minutos en encontrar un taxi. Era la una menos diez cuando por fin subió los tres pisos de la casa del bulevar Richard-Lenoir y, como de costumbre, la puerta de su piso se había abierto ya antes de que él tuviese tiempo de sacar la llave del bolsillo.

En seguida notó el aire inquieto de su mujer. Hablando bajo a causa de las puertas abiertas, preguntó él:

—¿Sigue esperando?

—Se ha marchado.

—¿No sabes lo que quería?

—No me lo ha dicho.

Si no hubiera sido por la actitud de
madame
Maigret, se habría encogido de hombros, gruñendo:

—¡Bendito de Dios vaya!

Pero, en lugar de entrar en la cocina y servir el almuerzo, ella le siguió al comedor con cara de quien necesita que le perdonen.

—¿Has entrado en el salón esta mañana? —preguntó por fin.

—¿Yo? No. ¿Por qué?

¿Por qué, en efecto, antes de marcharse a su oficina, habría de entrar en el salón que detestaba?

—Ya me lo parecía.

—¿Por qué?

—Por nada. Intentaba recordar. He mirado en el cajón.

—¿Qué cajón?

—Donde guardas tu revólver de América.

Solamente entonces empezó a sospechar la verdad. Cuando fue a pasar unas semanas en los Estados Unidos, por invitación del F. B. I., habían hablado mucho de armas. Los americanos, al marcharse él, le habían ofrecido un automático del que estaban muy orgullosos. Un «Smith & Wesson» 45 especial, de cañón corto, cuyo gatillo era extremadamente sensible. Su nombre estaba grabado en él.

To J. J. Maigret

from his F. B. I. friends
[1]

No lo había utilizado nunca. Pero, justamente la víspera, lo había sacado del cajón para mostrárselo a un amigo, mejor dicho, a un compañero, que había invitado a tomar una copa de licor. Había recibido a aquel compañero en el salón.

¿Por qué J. J. Maigret?

Él mismo hizo esa pregunta cuando le ofrecieron el arma durante el curso de un cóctel de honor. Los americanos, que acostumbran usar dos nombres, se habían informado de los suyos. De los dos primeros, felizmente: Jules-Joseph. En realidad, había un tercero: Anthelme.

—¿Quieres decir que mi revólver ha desaparecido?

—Voy a explicarte.

Antes de dejarla hablar, penetró en el salón que olía aún a tabaco de cigarrillo y echó una ojeada a la chimenea, donde recordaba haber puesto el arma la víspera por la noche. Faltaba de allí. Y estaba seguro de que no la había vuelto a poner en su sitio.

—¿De quién se trata?

—Siéntate primero. Déjame servirte, porque si no el asado estará demasiado hecho. No estés de mal humor.

Lo estaba.

—Encuentro un poco fuerte que dejes a un desconocido introducirse aquí y...

Madame
Maigret salió de la habitación y regresó con un plato.

—Si le hubieras visto...

—¿Qué edad?

—Muy joven. Diecinueve años. Veinte, quizá.

—¿Qué quería?

—Llamó a la puerta. Yo estaba en la cocina. Creía que era el empleado del gas. Fui a abrir. Me preguntó si era la casa del comisario Maigret. Comprendí, por su forma de comportarse, que me tomaba por la muchacha. Estaba nervioso y tenía aire como de asustado.

—¿Y le hiciste entrar en el salón?

—Porque me dijo que tenía absoluta necesidad de verte para pedirte consejo. Yo le indiqué que fuese a tu despacho. Parece ser que era demasiado personal lo que le traía.

Maigret conservaba su aspecto gruñón, pero comenzaba a tener ganas de sonreír. Se imaginaba al muchacho asustado del que
madame
Maigret había sentido lástima en seguida.

—¿Qué tipo?

—Un muchacho bien. No sé cómo explicarlo. No rico, sino alguien como es debido. Estoy segura de que había llorado. Sacó cigarrillos del bolsillo e inmediatamente me pidió perdón por ello. Entonces le dije: «Puede usted fumar, estoy acostumbrada.» Después le prometí telefonearte para asegurarme de que ibas a venir.

—¿El revólver seguía en la chimenea?

—Estoy segura. No lo vi en aquel momento, pero recuerdo que estaba cuando limpié el polvo, hacia las nueve de la mañana, y no ha venido nadie más.

Si ella no volvió a meter el revólver en el cajón fue porque, Maigret lo sabía, no había podido acostumbrarse nunca a las armas de fuego. A pesar de saber que el automático no estaba cargado, no lo habría tocado por nada del mundo.

Se imaginaba la escena. Su mujer que pasaba al comedor, le hablaba a media voz por teléfono y volvía para anunciar: «Estará aquí dentro de media hora todo lo más.»

Maigret preguntó:

—¿Le dejaste solo?

—Tenía que ocuparme del almuerzo.

—¿Cuándo se marchó?

—Es justamente lo que ignoro. En un momento dado tuve que freír cebolla y cerré la puerta de la cocina para que el olor no se extendiese. Pasé después al dormitorio para asearme un poco. Creía que seguía aquí. Quizás estaba todavía. Evitaba molestarle entrando en el salón. Sólo un poco antes de las doce y media, quise ir a decirle que tuviese paciencia, y fue cuando me di cuenta de que ya no estaba allí. ¿Me guardas rencor?

¿Guardarle rencor? ¿Por qué?

—¿De qué crees tú que se trata? ¡Tenía tan poco aspecto de ladrón!

¡No lo era, pardiez! ¿Cómo habría podido adivinar un ladrón que aquella mañana precisamente había un automático sobre la chimenea del salón de Maigret?

—Pareces preocupado. ¿Estaba cargado?

—No.

—¿Entonces?

La pregunta era estúpida. Alguien que se toma la molestia de apoderarse de un revólver tiene más o menos la intención de utilizarlo. Maigret, limpiándose la boca, se levantó y fue a echar una ojeada al cajón, donde encontró los cartuchos en su sitio. Antes de volver a sentarse telefoneó a su despacho.

—¿Eres tú, Torrence? ¿Quieres telefonear a todos los armeros de la ciudad...? ¡
Allô
! Los armeros, sí... Pregúntales si han ido a comprar cartuchos para un «Smith & Wesson» 45 especial... ¿Cómo...? 45 especial... En caso de que no hubieran ido todavía, si se presentan esta tarde o mañana, que se las arreglen para retener al comprador un momento y dar aviso al puesto de Policía más próximo... Sí... Eso es todo... Estaré en la oficina como de costumbre.

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