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Authors: Georges Simenon

El revólver de Maigret (5 page)

BOOK: El revólver de Maigret
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—¿Sigue Lucas ahí?

Maigret había pasado los dos años más grises de su vida en aquella Comisaría de la estación, de la que conocía todos los aspectos. Oyó la voz del inspector, que decía:

—Para ti. Tu jefe.

Lucas contestó:

—¡
Allô
! Me preguntaba si volvería usted por la oficina. He telefoneado también a su casa.

—¿Has encontrado al chófer?

—Un golpe de suerte. Me ha contado que estaba en un bar de la plaza Voltaire cuando un cliente vino a buscarle, uno gordo y alto, con aspecto importante, a quien llevó a la estación del Norte.

—¿Para dejar un baúl en la consigna?

—Eso es. Ha comprendido usted. El baúl sigue aquí.

—¿Lo has abierto?

—No me han dejado.

—¿Quiénes?

—La gente de la estación. Exigen el recibo o bien un mandamiento judicial.

—¿Nada especial?

—Sí. ¡Apesta!

—¿Quieres decir?

—Sí, lo que usted piensa. Si no hay un fiambre, el baúl está repleto de carne averiada. ¿Espero?

—Estaré ahí dentro de media hora.

Maigret se dirigió al despacho del jefe y éste telefoneó al Juzgado de guardia. El procurador se había marchado ya, pero uno de los sustitutos terminó por tomar sobre sí la responsabilidad.

Cuando Maigret volvió a pasar por el despacho de los inspectores, Torrence no había vuelto. Janvier redactaba un informe.

—Lleva a alguien contigo. Vete a la calle Popincourt y vigila el 37 bis; allí vive un tal François Lagrange, en el tercero izquierda, al fondo del patio. No te dejes ver. El tipo es alto y gordo, con aspecto enfermizo. Llévate también la foto del hijo.

—¿Qué hacemos con él?

—Nada. Si por casualidad el hijo entrase y volviese a salir, seguidle discretamente. Está armado. Si el padre sale, lo que me sorprendería, seguidle también.

Minutos más tarde, Maigret rodaba en dirección a la estación del Norte. Recordaba que la hija de Lagrange le había dicho en la terraza de los Champs-Elysées:
«Todo el mundo es capaz de ello, ¿no?»

Algo parecido, en todo caso. Y he aquí que era cuestión de matarlo.

Se deslizó entre el público y encontró a Lucas, que charlaba pacíficamente con un inspector de la Comisaría especial.

—¿Tiene usted el mandamiento, jefe? Ya le advertí hace un momento que el tipo de la consigna es coriáceo y que la Policía no le impresiona.

Era cierto. El hombre leyó cuidadosamente el documento, lo miró del derecho y del revés y se puso las gafas para examinar las firmas y los sellos...

—Puesto que me descargan de mi responsabilidad...

Con gesto resignado, aunque de desaprobación, designó un baúl gris, de modelo antiguo, con la tela rota por algunos sitios, que habían rodeado de cuerdas. Lucas había exagerado al decir que apestaba, pero se desprendía de él un olor indefinido que Maigret conocía muy bien.

—Supongo que no va usted a abrirlo aquí, ¿verdad?

En efecto, era la hora punta. La gente se empujaba ante las taquillas.

—¿Habrá alguien para ayudarnos? —preguntó Maigret al empleado.

—Los mozos. No querrá usted que yo haga de mozo de cuerda, ¿eh?

El baúl no cabía en el cochecito negro de la Policía Judicial. Lucas lo cargó en un taxi. Todo aquello no era muy legal, pero Maigret quería actuar de prisa.

—¿Dónde lo subimos, jefe?

—Al laboratorio. Será lo más práctico. Es probable que Jussieu esté allí todavía.

Se encontró a Torrence en la escalera.

—¿Sabe usted, jefe...?

—¿Lo has encontrado?

—¿A quién?

—Al joven.

—No, pero...

—Entonces, luego, más tarde.

Jussieu, en efecto, se encontraba arriba. Cuatro o cinco estaban alrededor del baúl, retratándolo por todos los costados e intentando varias experiencias antes de abrirlo.

Media hora más tarde, Maigret telefoneó al despacho del jefe.

—El jefe acaba de salir —le contestaron. Llamó a su domicilio y supo que cenaba esa noche en un restaurante de la orilla izquierda del Sena. Todavía no había llegado al restaurante. Hubo que esperar aún diez minutos.

—Perdóneme por molestarle, jefe. Aquí, Maigret. A propósito del asunto de que le hablé, Lucas tenía razón. Creo que debería usted venir porque se trata de alguien importante y hay probabilidades de que haga mucho ruido. Una pausa.

—André Delteil, el diputado... Estoy seguro, si... De acuerdo..., le espero.

Capítulo III
De un personaje tan molesto muerto como vivo y de la noche en vela de Maigret

El prefecto de Policía asistía a una cena dada por la Prensa extranjera en un gran hotel de la avenida Montaigne cuando el director de la Policía Judicial consiguió comunicar con él. En principio sólo soltó una exclamación:

—¡M...!

Después de lo cual hubo un silencio.

—Espero que los periodistas aún no hayan venteado el asunto —murmuró por fin.

—Hasta ahora, no. Un reportero anda por los pasillos y se da cuenta de que ocurre algo. No podrá ocultársele durante mucho tiempo de lo que se trata.

El periodista, Gérard Lombras, un viejo especialista en atropellos, que se daba todas las noches una vueltecita por el
Quai des Orfèvres
, se había sentado en el último escalón, justamente enfrente del laboratorio, y fumaba pacientemente su pipa.

—Que no se haga nada, que no se diga nada antes que yo dé instrucciones —recomendó el prefecto.

A su vez, desde una de las cabinas del hotel, telefoneó al ministro de la Gobernación. Fue la noche de las cenas interrumpidas; una noche, sin embargo, de una dulzura excepcional, con paseantes lánguidos que llenaban las calles de París. También los había en los paseos y debían de preguntarse por qué, siendo ya tan de noche, había tantos despachos iluminados en el viejo edificio del
Quai des Orfèvres
.

El ministro de la Gobernación, oriundo del Cantal, que conservaba el acento y el hablar rudo de aquella región, exclamó al saber la noticia:

—¡Hasta muerto, ése nos tiene que fastidiar!

Los Delteil vivían en un palacete del bulevar Suchet, a orillas del Bois de Boulogne. Cuando Maigret obtuvo por fin permiso para telefonear allí, un criado contestó que la señora no estaba en París.

—¿No sabe usted cuándo volverá?

—No antes del otoño. Está en Miami. El señor no está aquí tampoco.

Maigret preguntó por preguntar:

—¿No sabe usted dónde se encuentra?

—No.

—¿Estaba ayer en París?

Una vacilación.

—Lo ignoro.

—¿Qué quiere usted decir?

—El señor salió.

—¿Cuándo?

—No sé.

—¿Anteayer por la noche?

—Creo que sí. ¿Quién habla?

—La Policía Judicial.

—No estoy al corriente de nada. El señor no está aquí.

—¿Tiene familia en París?

—Su hermano,
monsieur
Pierre.

—¿Sabe usted sus señas?

—Creo que vive del lado de l'Étoile. Puedo darle su número de teléfono. Un momento... Balzac cincuenta y uno cero dos.

—¿No le ha extrañado no ver regresar a su señor?

—No, señor.

—¿Le había prevenido que no volvería?

—No, señor.

Nuevas siluetas comenzaban a poblar el laboratorio científico. El juez de instrucción, Rateau, a quien había conseguido localizar en casa de unos amigos jugando al
bridge
, acababa de llegar, así como el fiscal, y los dos charlaban en voz baja. El doctor Paul, médico forense, que también estaba cenando en el centro, fue uno de los últimos en presentarse con su eterno cigarrillo en los labios.

—¿Me lo llevo? —preguntó designando el baúl abierto, donde el cadáver continuaba encogido.

—En cuanto haya hecho las primeras comprobaciones.

—Puedo decirle ya que no es de hoy. ¡Anda! ¡Si es Delteil!

—Sí.

Un sí muy elocuente. Diez años antes ninguno de los que se hallaban presentes habría reconocido al muerto. Era entonces un abogado que se hallaba más frecuentemente en el estadio Roland-Garros y en los bares de los Champs-Elysées que en el Palacio de Justicia y que se parecía más a un actor de cine que a un miembro de la abogacía.

Poco después se casó con una americana que poseía una buena fortuna, se instaló en el bulevar Suchet y se había presentado en las elecciones legislativas. Incluso sus adversarios no le habían tomado en serio durante la campaña electoral.

No por ello dejó de salir elegido por una pequeña mayoría y, de la noche a la mañana, comenzó a dar que hablar.

No pertenecía, hablando con propiedad, a ningún partido, pero se había transformado en el terror de todos, interpelando sin descanso, revelando los abusos, los trapicheos, las combinaciones sucias, sin que nadie pudiese saber adonde quería llegar.

Al comienzo de las sesiones importantes se oía a algunos ministros y a algunos diputados preguntar:

—¿Está aquí Delteil?

Y algunos rostros se ponían malhumorados. En efecto, si estaba allí, bronceado como una estrella de Hollywood, con su bigotillo moreno en forma de comas, aquello significaba que habría jaleo.

Maigret tenía su aspecto gruñón. Había llamado al número del hermano, una casa de la calle de Ponthieu, donde le habían aconsejado que llamase al Le Fouquet's. De Le Fouquet's le mandaron al Maxim's.

—¿Está ahí
monsieur
Pierre Delteil?

—¿De parte de quién?

—Dígale que se trata de su hermano.

Por fin le tuvo al aparato. Debieron de darle mal el recado.

—¿Eres tú, André?

—No. Aquí, la Policía Judicial. ¿Quiere usted tomar un taxi y venir hasta aquí?

—Tengo mi coche a la puerta. ¿De qué se trata?

—De su hermano.

—¿Le ha ocurrido algo?

—No hable de nada antes de haber hablado conmigo.

—Pero...

Maigret colgó, miró con aire fastidiado los grupos que se estaban formando en la amplia habitación y, como no le necesitaban de momento, bajó a su despacho. Lombras, el periodista, ajustó su paso al de Maigret.

—¿No me olvida usted, comisario?

—No.

—Dentro de una hora será demasiado tarde para mi edición.

—Le veré a usted antes.

—¿Quién es? Un pez gordo, ¿no?

—Sí.

Torrence le esperaba; pero antes de hablar con él, Maigret telefoneó a su mujer.

—No me esperes a cenar ni, probablemente, en toda la noche.

—Me lo figuraba al ver que tardabas.

Un silencio. Maigret se figuraba en qué, o, mejor dicho, en quién estaba pensando.

—¿Es él?

—En todo caso, aún no se ha suicidado.

—¿Ha disparado?

—No lo sé.

No les había dicho todo allá arriba. No sentía deseos de decírselo todo. Todavía le molestarían durante quizás una hora los jefazos, después de lo cual podría reanudar con tranquilidad su investigación.

Se volvió hacia Torrence:

—¿Has encontrado al muchacho?

—No. He visto a su antiguo patrón y a sus compañeros. Sólo hace tres semanas que los dejó.

—¿Por qué?

—Le echaron.

—¿Algo punible?

—No. Parece ser que es honrado, pero en los últimos tiempos fallaba continuamente. Al principio no lo tomaron a mal. Todo el mundo le encontraba simpático; pero como cada vez aparecía menos por la oficina...

—¿No te has enterado de quién frecuentaba? ¿Ninguna novia?

—No hablaba nunca de sus asuntos personales.

—¿Ningún amorcillo entre las mecanógrafas?

—Una de ellas, que no es bonita, se ruboriza al hablar de él; pero tengo la impresión de que no se ocupaba de ella.

Maigret marcó un número en el teléfono.

—¡
Allô
! ¿
Madame
Pardon? Aquí, Maigret. ¿Está en casa su marido? ¿Mucho trabajo? Haga el favor de decirle que se ponga un momento al teléfono.

Se preguntaba si, por casualidad, el doctor habría vuelto a última hora a la calle Popincourt.

—¿Pardon? No sabe cuánto siento molestarle. ¿Tiene usted que visitar a algún enfermo esta noche? Escuche. Ocurren cosas graves respecto a su amigo Lagrange... Sí..., le he visto... Se han producido novedades desde que estuve en casa de él. Necesito su ayuda... Eso es... Preferiría que viniera a buscarme aquí...

Cuando volvió a subir, siempre seguido de Lombras, vio en la escalera a Pierre Delteil, a quien reconoció a causa de su parecido con su hermano.

—¿Es usted quien me ha hecho venir?

—¡Calle!

Le señaló al periodista.

—Sígame.

Se lo llevó arriba, empujó la puerta en el momento en que el doctor Paul, que acababa de proceder a un primer examen del cadáver, se enderezaba.

—¿Le reconoce usted?

Todo el mundo callaba. La escena se tornaba más penosa por el parecido de los dos hombres.

—¿Quién ha hecho eso?

—¿Es su hermano?

No hubo lágrimas, sino puños y mandíbulas apretados, ojos que se volvían fijos y duros.

—¿Quién ha hecho eso? —repitió Fierre Delteil, que era tres o cuatro años más joven que el diputado.

—Aún no lo sabemos.

El doctor Paul explicaba:

—La bala ha entrado por el ojo izquierdo y se ha alojado en el cráneo. No ha vuelto a salir. Por lo que he podido ver es una bala de pequeño calibre.

* * *

En uno de los teléfonos, el director de la Policía Judicial hablaba con el prefecto. Cuando se unió de nuevo al grupo, transmitió las instrucciones llegadas del Ministerio.

—Un simple comunicado a la Prensa anunciando que el diputado André Delteil ha sido hallado muerto en un baúl depositado en la consigna de la estación del Norte. La menor cantidad posible de detalles. Ya habrá ocasión mañana.

El juez Rateau se llevó a Maigret a un rincón.

—¿Cree usted que es un crimen político?

—No.

—¿Una historia de faldas?

—No sé.

—¿Tiene usted algún sospechoso?

—Eso lo sabré mañana.

—Cuento con usted para que me tenga al corriente. Telefonéeme, incluso de noche, si hay alguna novedad. Estaré en mi despacho mañana a partir de las nueve.

Maigret afirmó vagamente con la cabeza y fue a cambiar algunas palabras con el doctor Paul.

—De acuerdo, chico.

Paul se iba al laboratorio para proceder a la autopsia.

Todo aquello había llevado tiempo. Eran las diez de la noche cuando varias siluetas oscuras empezaron, una tras otra, a bajar la escalera mal alumbrada. El periodista no soltaba al comisario.

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