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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (20 page)

BOOK: El rey de hierro
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De la gran litera pintada de azul y oro que seguía a la reina se elevó la voz de un niño.

—Hermana mía —dijo Felipe de Poitiers—, ¿habéis traído, pues, de nuevo a nuestro sobrino? ¿No es muy duro para una personita tan joven?

—Me guardaría de dejarlo en Londres sin mí —respondió Isabel.

Felipe de Poitiers y Carlos de Valois le preguntaron por el objeto de su venida. Ella contestó simplemente que quería ver a su padre, y ambos comprendieron que nada más sabrían, por el momento.

Isabel, algo fatigada del viaje descendió de la jaca y se instaló en la gran litera portada por dos mulas con arneses de terciopelo. Ambas escoltas reanudaron la marcha hacia Clermont.

Aprovechando que Poitiers y Valois cabalgaban a la cabeza del cortejo, Roberto de Artois colocó su caballo a la par de la litera.

—Estáis más bella cada vez que os veo, prima mía —dijo.

—No mintáis. No puedo estar más bella, después de una semana de camino y de polvo —respondió la reina.

—Cuando se os ha amado en el recuerdo, durante largas semanas, sólo se ven vuestros ojos y no el polvo.

Isabel se hundió en los cojines. De nuevo se sentía presa de aquella singular flaqueza que la había dominado en Westminster, frente a Roberto. “¿Será verdad que me ama?”, pensaba, “¿o bien me dirige simplemente sus cumplido a como lo hará con cualquier otra mujer?” Por entre las cortinas de la litera veía, al costado del caballo tordillo, la inmensa bota roja y la espuela de oro del conde de Artois. Veía el muslo del gigante cuyos músculos se destacaban bajo la tela, y se preguntaba si cada vez que se hallaba frente a aquel hombre, experimentaría la misma turbación, el mismo deseo de abandono. Hizo un esfuerzo por dominarse. No estaba allí para pensar en sí misma.

—Primo mío —dijo—, aprovechemos el momento en que podemos hablar y ponedme rápidamente al corriente de lo que tenéis que decirme.

En pocas palabras y fingiendo que le comentaba el paisaje, él le contó lo que sabía y lo que había hecho, la vigilancia de que había rodeado a las princesas reales, el asalto cerca de la torre de Nesle.

.¿Quiénes son esos hombres que así deshonran a la corona de Francia? —preguntó Isabel.

—Cabalgan a poca distancia de vos. Forman parte de la escolta que os sigue.

Le informó brevemente sobre los hermanos de Aunay, sobre sus feudos, su parentela y sus alianzas.

—Quiero verlos —dijo Isabel.

Roberto llamó a los hermanos a grandes voces.

—¡La reina se ha fijado en vosotros! —les dijo, haciéndoles un guiño.

Las caras de los Aunay irradiaron orgullo y placer.

El gigante los acercó a la litera como si quisiera hacer la fortuna de ambos, y en tanto que los mozos saludaban con una reverencia. Bajando la cabeza hasta el cuello de sus cabalgaduras, dijo con fingida cordialidad:

—señora, ved aquí a Gualterio y a Felipe de Aunay, los más leales escuderos de vuestro hermano y vuestro tío. Les recomiendo a vuestra benevolencia. E cierto modo son mis protegidos.

Isabel examinó fríamente a los dos hermanos, y se preguntó qué tenían en su cara o en su persona que hubiera podido desviar de su deber a hijas de rey. Eran apuestos, no cabía duda, pero la belleza masculina incomodaba un poco a Isabel. De pronto vio las escaleras en la cintura de Isabel. De pronto vio las escarcelas en la cintura de los dos caballeros y su mirada fue de ellas a los ojos de Roberto. Este le sonrió brevemente. Ya podía volver a la sombra. No necesitaba hacer el desagradable papel de delator ante la corte. “Buen trabajo, Roberto, buen trabajo”, se decía.

Los hermanos Aunay, con la cabeza llena de ensueños, regresaron a su puesto en la comitiva.

Con las campanas al vuelo de todas las iglesias de Clermont, de todas las capillas, de todos los conventos, subían de la pequeña villa llena de alegría, prolongados clamores de bienvenida dirigidos a la hermosa reina de veintidós años, que traía a la corte de Francia la más inesperada desdicha.

VII.- De tal padre, tal hija

Un candelabro de plata esmaltada, rematado por un grueso cirio rodeado de una corona de velas, alumbraba la mesa repleta de pergaminos que el rey acababa de examinar. Al otro lado de los ventanales se hundía el parque en el crepúsculo; e Isabel, de cara a la noche, observaba cómo las sombras iban cubriendo los árboles.

Desde la época de Blanca de Castilla, Maubuisson, en las cercanías de Pontoise, era morada real. Felipe lo había convertido en uno de sus lugares habituales. Tenía afición a ese señorío, encerrado entre altas murallas, por su parque y su abadía, donde unas monjas benedictinas llevaban una vida apacible, entregadas a los oficios. El castillo era grande, pero Felipe el Hermoso apreciaba su tranquilidad.

—Allí me aconsejo a mí mismo —había declarado cierto día a sus familiares.

Isabel había llegado después del mediodía, al término de su viaje. Se había enfrentado a sus tres cuñadas. Margarita, Juana y Blanca con rostro risueño, y había respondido con voz de circunstancias a sus palabras de bienvenida.

La cena había sido breve. Y ahora Isabel se hallaba encerrada con su padre en la sala donde a él le gustaba aislarse. El rey Felipe la miraba con helada expresión que dedicaba a cualquier criatura humana, así fuera su propio hijo. Aguardaba a que ella hablara, mas Isabel no osaba hacerlo. “Le haré tanto daño”, pensaba. Y de pronto, de resultas de estar enfrente a su padre, de aquel parque, de aquellos árboles, de aquel silencio, Isabel se sintió invadida de un ramalazo de recuerdos de la infancia, y una amarga compasión de sí misma apretó su garganta.

—Padre mío —dijo—, padre mío, soy desdichada. ¡Ah! ¡Cuán lejana me parece Francia desde que soy reina de Inglaterra! ¡Cómo hecho de menos los días que se fueron!

Estaba luchando contra la tentación de las lágrimas.

—¿Acaso habéis emprendido este viaje para comunicarme esto? —dijo el rey serenamente.

—¿A quién sino a mi padre puedo confesar que no soy feliz?

El rey miró hacia la ventana, ahora oscura, cuyos cristales hacía vibrar el viento, luego a las velas y por fin al fuego.

—Ser feliz… —dijo lentamente—. ¿Y qué es la felicidad, hija mía?, sino ajustarse al propio destino.

Estaban sentados frente a frente en sitiales de roble.

—Soy reina, es verdad —dio Isabel en voz baja—, pero, ¿acaso se me treta como tal?

—¿Os han causado algún daño?

Su pregunta no implicaba ignorancia: sabía demasiado lo que ella respondería.

—¿Ignoráis, acaso, con quién me casasteis? —dijo ella—. Acaso es marido aquél que deserta de mi lecho desde el primer día? ¿Lo es aquél que a quien ni los cuidados, ni las deferencias, ni las sonrisas que provienen de mí, arrancan una sola palabra? ¿Aquel que huye de mí como si estuviera leprosa y distribuye, no entre favoritas sino entre hombres, padre mío, ¡entre hombres!, los favores que a mí me niega?

Felipe el Hermoso estaba enterado de todo ello desde hacía mucho tiempo y desde hacía mucho tiempo tenía preparada su respuesta.

—No te case con un hombre —dijo—, sino con un rey. No os sacrifiqué por error. ¿Tengo que enseñaros, Isabel, que nos debemos a nuestro estado y que no hemos nacido para abandonarnos a nuestros dolores humanos? No vivimos nuestras propias vidas sino la de nuestros reinos, y sólo en esto podemos buscar nuestra satisfacción… en ajustarnos a nuestro destino.

Al hablar, se había acercado al candelabro y la luz hacía resaltar los marfileños relieves de su rostro.

“Sólo hubiera podido amar a un hombre como él”, pensó Isabel, “y jamás amaré porque no encontraré otro igual”. Y luego, en voz alta, exclamó:

—No he venido a Francia a llorar por mi desgracia, padre mío; pero os agradezco que me hayáis recordado ese respeto de sí mismo que conviene a las personas reales; y que, para nosotros, nada ha de contar la felicidad. Ojalá que a vuestro alrededor todos pensaran igual que vos.

—¿Por qué habéis venido?

Ella tomó aliento.

—Porque mis hermanos se han casado con tres zorras, padre mío, porque li he sabido y soy tan ávida como vos de defender el honor.

Felipe el Hermoso suspiró.

—Sé que no amáis a vuestras cuñadas, pero lo que os separa…

—Lo que me separa, padre mío, es la honestidad.

Sé ciertas cosas que os han ocultado. Escuchadme, pues no traigo solamente palabras. ¿Conocéis al joven Gualterio de Aunay?

—Son dos hermanos a quienes siempre confundo. Su padre estuvo conmigo en Flandes. Ese de quien me habláis casó con Inés de Montmorercy, ¿no es cierto?, y está con mi hijo Poitiers, en calidad de escudero…

—Está también con vuestra nuera, Blanca, pero en otro menester. Su hermano menor, Felipe, que está al servicio de mi tío Valois…

—Sí —dijo el rey—, ya sé…

Un ligero pliegue horizontal marcaba su frente desprovista ordinariamente de toda arruga.

—¡Pues bien! Este está con Margarita, a quien elegisteis para que sea un día reina de Francia. En cuanto a Juana, no se le conoce amante; pero por lo menos se sabe que encubre los placeres de su hermana y de su prima, protege las visitas de los galanes a la torre de Nesle y cumple a maravilla un oficio que tiene un nombre muy antiguo… Y sabed que toda la corte habla de esto, excepto vos.

Felipe el Hermoso alzó la mano.

—¿Vuestras pruebas, Isabel?

—Las hallaréis al cinto de los hermanos de Aunay. Allí veréis, colgando, las limosneras que envié el mes pasado a mis cuñadas, las cuales reconocí ayer sobre esos gentiles hombres, en la escolta que me acompañó aquí. No me ofende el poco aprecio que vuestras nueras hacen de mis obsequios. Pero tales joyas entregadas a escuderos no pueden ser sino pago de un servicio. Imaginad vos cuál. Si necesitáis otros hechos creo poder suministrároslos fácilmente.

Felipe el Hermoso miró a su hija.

Había lanzado su acusación sin vacilar, sin flaquear, con algo de determinado e irreductible en sus pupilas, en lo que se reconoció a él mismo. En verdad, era hija suya.

El rey se levantó y permaneció largo rato en pie ante la ventana.

—Venid —dijo al fin—. Vamos a sus habitaciones.

Abrió la puerta, atravesó una habitación oscura y empujó otra puerta que daba al camino de ronda. De golpe, el viento de la noche los envolvió, y agitó e hizo flotar tras ellos sus amplios ropajes. Las ráfagas sacudían las pizarras de la techumbre. De abajo subía olor a tierra húmeda. Al paso del rey y de su hija se levantaban los soldados a lo largo de las almenas.

Las habitaciones de las tres nueras estaban en la otra ala del castillo. Cuando se halló frente a la puerta de las princesas, Felipe el Hermoso se detuvo un instante. Escuchó. Risas y chillidos de alegría llegaban a él a través de la hoja de roble. Miró a Isabel.

—Es preciso —dijo.

Isabel inclinó la cabeza en silencio y el rey abrió la puerta.

Margarita, Juana y Blanca lanzaron un grito de sorpresa, y su risa se cortó en seco.

Se entretenían jugando con unos títeres con los que reconstruían una escena inventada por ellas. La cual arreglada por un titiritero las divirtió mucho; pero irritó al rey.

Los títeres reproducían a los principales personajes de la corte. El pequeño escenario representaba la cámara del monarca donde estaba acostado en un lecho bajo dosel de oro. Monseñor de Valois llamaba a la puerta y pedía hablar con su hermano. Hugo de Bouville el chambelán, respondía que el rey no podía verlo y que había prohibido que lo molestaran. Monseñor de Valois se alejaba furioso. Acudían luego las figuras de Luis de Navarra y de su hermano Carlos. Bouville daba respuesta a los hijos del rey. Por último, precedido de tres guardias con sendos mazos, se presentaba Enguerrando de Marigny. Al instante se le abría la puerta de par en par, diciéndole: “Sed bien venido, monseñor, el rey tiene grandes deseos de veros.”

Esta sátira de las costumbres de la corte había irritado grandemente a Felipe el Hermoso, quien prohibió que se repitiera; pero las jóvenes princesas lo desobedecían en secreto y se divertían mucho más sabiendo que estaba prohibido.

Variaban el texto y lo enriquecían con innovaciones y burlas, sobre todo cuando manejaban las figuras que representaban a sus respectivos maridos.

Al entrar el rey e Isabel, se sintieron como escolares cogidos en falta.

Rápidamente, Margarita cogió una sobrevesta que yacía sobre una silla y se la tiró encima para cubrir su escote demasiado amplio. Blanca echo para atrás su cabellera, desprendida al simular el enojo del tío Valois.

Juana, que era la que conservaba más la calma, dijo con viveza:

—Hemos terminado,
Sire
, hemos terminado. Lo habáis podido oír todo sin sentiros ofendido. En seguida arreglaremos las cosas.

Y dio unas palmadas.

—¡Hola! Comminges, Beaumont…

—Es inútil que llaméis a vuestras damas —dijo secamente el rey.

Apenas había mirado el juego; las miraba a ellas. La más joven, Blanca, tenía dieciocho años; las otras dos, veintiuno. Las había visto crecer, embellecerse, desde que llegaron a la corte a los doce o trece años para casarse con sus hijos. Pero no parecían haber adquirido más sensatez de la que tenían entonces. Jugaban aún con muñecas. ¿Sería verdad lo que había dicho Isabel? ¿Podía albergarse tan gran malicia femenina en aquellos seres que le seguían pareciendo criaturas? “Tal vez no conozco a la mujeres”, se dijo.

—¿Dónde están vuestros esposos? —preguntó.

—En la sala de armas,
Sire
—dijo Juana.

—Ya veis, no he venido solo —dijo el rey—. A menudo decís que vuestra cuñada no os quiere. Sin embargo, me he enterado de que os ha hecho a cada una de vosotras un muy hermoso presente…

Isabel vio extinguirse la luz de los ojos de Margarita y de Blanca.

—¿Queréis mostrarme esas limosneras que habéis recibido de Inglaterra? —prosiguió diciendo Felipe el Hermoso lentamente.

El silencio que siguió abrió un profundo abismo. De un lado estaban Felipe el Hermoso, Isabel, la corte, los barones, el reino; del otro, tres mujeres culpables y descubiertas para las cuales empezaba una espantosa pesadilla.

—¿Y bien hijas mías! —dijo el rey—. ¿Por qué ese silencio?

Continuaba mirándolas fijamente, con aquellos ojos inmensos cuyos párpados jamás se encontraban.

Por fin habló Juana:

—Dejé la mía en París.

—Yo también, yo también —dijeron las otras dos, al instante.

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