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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (19 page)

BOOK: El rey de hierro
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¿Qué torres eran aquellas que se veían hacia el sur, en el límite del paisaje, destacándose en medio de las ondulaciones verdes? María tuvo que hacer un esfuerzo para responder que eran las torres de Monfort-l’Amauri.

Experimentaba una mezcla de angustia y felicidad que le impedía hablar y pensar. ¿Adónde conducía aquel sendero? No lo sabía. ¿Hacia qué la llevaba aquel caballero? Tampoco lo sabía. Obedecía a algo que aún no tenía nombre, más fuerte que el temor de lo desconocido, más fuerte que los preceptos de la familia y las recomendaciones del confesor. Se sentía a merced de una voluntad extraña. Sus manos se crispaban un poco más sobre aquella capa, sobre la espalda de aquel hombre que en aquel momento, representaba, en medio de su zozobra, lo único cierto del universo.

El caballo, que iba a rienda suelta, se detuvo por propia cuenta para comer un retoño.

Guccio se apeó, tendió los brazos a María y la depositó en tierra. Pero no la soltó, y dejó las manos en torno a su cintura, que se asombró de encontrar tan estrecha y delgada. La jovencita permaneció inmóvil, prisionera, inquieta, entre las manos que la aferraban. Guccio comprendió que le era preciso hablar, pero sólo acudieron a sus labios las palabras italianas para expresar el amor:


Ti voglio bene, ti voglio tanto bene
.

A María le bastó oír el tono de su voz para comprender el significado de lo que decía.

Bajo el sol, y viéndola de tan cerca, Guccio notó que las pestañas no eran doradas como le pareció a la víspera. María era castaña con reflejos rojizos, con tez de rubia y grandes ojos azules oscuros de amplio dibujo bajo el arco de las cejas. ¿De dónde provenía, pues, aquel brillo dorado que emanaba de ella? A cada instante, María se volvía a los ojos de Guccio más exacta, más real, y esa realidad mostraba su belleza cada vez con mayor perfección. La apretó más estrechamente entre sus brazos, y deslizó su mano, despacio, lentamente, a lo largo de la cadera, luego del corpiño, para seguir descubriendo la verdad de aquel cuerpo.

—No… —murmuró ella, apartándole la mano.

Pero como temiera decepcionarlo, volvió un poco el rostro hacia el suyo. Había entreabierto las labios y sus ojos estaban cerrados… Guccio se inclinó sobre aquella boca, sobre aquel fruto que tanto codiciaba. Permanecieron así largo rato, unidos uno al otro, en medio del piar de los pájaros, los ladridos lejanos de los perros y el gran latido de la naturaleza que parecía levantar la tierra bajo sus pies.

Cuando sus labios se separaron, Guccio observó el tronco negro y retorcido de un negro manzano que crecía cerca de allí y el árbol le pareció hermoso y lleno de vida, como no había visto otro hasta aquel día. Una urraca saltaba por la cebada naciente; el mozo de la ciudad estaba sorprendido de aquel beso en pleno campo.

—Habéis venido; por fin habéis venido —murmuraba María.

Quizo él volver a besarla, pero ella lo apartó.

—No, es preciso regresar —dijo.

Tenía la certeza de que el amor había entrado en su vida y por el momento se sentía colmada. No deseaba nada más.

Cuando de nuevo se halló en la grupa del caballo, detrás de Guccio, pasó el brazo en torno al pecho del joven sienés, posó la cabeza sobre el hombro y se abandonó de este modo al ritmo de la cabalgadura, unida al hombre que Dios le había enviado.

Paladeaba el milagro y sentía lo absoluto. Ni por un momento pensó que Guccio podía estar en un estado de ánimo diferente del suyo, ni que el beso que habían cambiado pudiera tener para él un significado distinto del que ella le atribuía.

Sólo se enderezó y adoptó la postura conveniente, cuando los techos de Cressay aparecieron en el valle.

Los dos hermanos habían regresado de la caza. A doña Eliabel no le satisfizo ver aparecer a María en compañía de Guccio. Aunque se esforzaran en no dejarlo traslucir, ambos jóvenes mostraban un semblante de felicidad que despechó a la gruesa castellana y le inspiró duros pensamientos sobre su hija. Pero no osó hacer ninguna observación en presencia del joven banquero.

—Encontré a vuestra hija María y le rogué que me hiciera conocer los contornos de vuestra heredad —dijo Guccio—. Poseéis una tierra rica.

Luego agregó:

—He ordenado que posterguen vuestro crédito hasta el año próximo. Espero que mi tío lo apruebe. ¡No se puede rehusar nada a tan noble dama!

Doña Eliabel cloqueó un poco y adoptó un aire de discreto triunfo.

Renovaron a Guccio sus muestras de gratitud, mas cuando anunció su intención de partir, nada hicieron por retenerlo. El joven lombardo era un caballero encantador y les había prestado un gran servicio… Pero, al fin y al cabo, no lo conocían. El crédito había sido prolongado y esto era esencial. Doña Eliabel no tendría que hacer gran esfuerzo para convencerse de que sus encantos personales habían ayudado a ello.

La única persona que deseaba de verdad que Guccio se quedara no podía ni osaba decirlo.

Para disipar la vaga tirantez que se produjo, obligaron a Guccio a llevarse un cuarto de cabrito muerto por los hermanos, y le hicieron prometer que volvería. El lo aseguró mirando a María.

—Volveré por el crédito, estad seguros de ello —dijo con voz jovial que quería disimular sus sentimientos.

Una vez atado su equipaje a la montura, trepó de nuevo a su caballo.

Viéndolo alejarse bajando hacia el Mauldre, la señora de Cressay lanzó un hondo suspiro y dijo a sus hijos, menos para ellos que para dejas volar sus ilusiones.

—Hijos míos, vuestra madre sabe aún cómo hablar a los jóvenes. Con éste realicé una buena faena. Si no llego a hablarle a solas, hubierais visto cuán áspero de volvía.

María había entrado ya en la casa por temor a traicionarse.

Galopando por la ruta de París, Guccio se consideraba un irresistible seductor a quien le bastaba presentarse en los castillos para cosechar corazones. Tenía grabada en su mente la imagen de María en el campo de manzanos, cerca de la ribera. Y se proponía regresar a Neauphle muy pronto, tal vez dentro de pocos días.

Llegó a la calle de los Lombardos a la hora de cenar, y habló con su tía Tolomei hasta hora avanzada. Este aceptó, sin más, las explicaciones que Guccio le dio respecto al crédito. Tenía otras preocupaciones en la mente pero pareció interesarse mucho por los manejos del preboste Portefruit.

Durante toda la noche, en sueños, Guccio tuvo la sensación de que sólo podía pensar en María. A la mañana siguiente ya pensaba en ella poco menos.

Conocía en París a dos esposas de mercaderes, lindas burguesitas de veinte años, que no se mostraban esquivas con él. Al cabo de días había olvidado su conquista de Neauphle.

Pero los destinos se forjan lentamente y nadie sabe cuál de sus actos sembrados al azar ha de germinar para desarrollarse como un árbol. Nadie podía imaginar que el beso cambiado a orillas del Mauldre conduciría a la bella María hasta la cuna de un rey.

En Cressay, María empezaba a esperar.

VI.- La ruta de Clermont

Veinte días después. La pequeña villa de Clermont-de-l’Oise era centro de una extraordinaria animación. Desde el castillo hasta las puertas de la ciudad, desde la iglesia al presbostazgo, la gente se empujaba por las calles y tabernas con alegre rumor. Todas las ventanas lucían las colgaduras de las procesiones. Porque los pregoneros habían anunciado toda la mañana, que monseñor Felipe, conde de Poitiers, segundo hijo del rey, y su tío, monseñor de Valois, vendrían para recibir, en nombre del soberano, a su hermana y sobrina la reina Isabel de Inglaterra.

Esta, que había desembarcado tres días antes en tierra de Francia, hacía su camino a través de Picardía. Había salido de Amiens aquella mañana y, si todo andaba bien llegaría a Clermont hacia media tarde. Dormiría allí y al día siguiente, sumada su escolta de Inglaterra a la de Francia, iría a Pontoise, donde su padre, Felipe el Hermoso, la aguardaba en el castillo de Maubuisson.

Poco antes de vísperas, prevenidos de la pronta llegada de los príncipes franceses, el preboste y el capitán de la villa salieron por la Puerta de París para presentarles las llaves. Felipe de Poitiers y Carlos de Valois, cabalgando a la cabeza de la comitiva, recibieron la bienvenida y entraron en Clermont.

Tras ellos avanzaban más de cien gentileshombres, escuderos, lacayos y soldados, cuyos caballos levantaban una gran polvareda.

Una cabeza descollaba sobre todas las demás: la del colosal Roberto de Artois. A caballero gigante, cabalgadura gigante. Este colosal señor, montado sobre un enorme percherón tordillo, con sus botas y capa rojas y cota de malla de seda roja atraía poderosamente las miradas. En tanto que muchos caballeros mostraban huellas de fatiga, él se mantenía erguido en su silla de montar, como si acabara de emprender la marcha.

En realidad, desde la salida de Pontoise, Roberto de Artois se sostenía fresco y lozano gracias a la aguda sensación de venganza. Era el único que conocía el verdadero motivo del viaje de la reina de Inglaterra; el único que sabía el futuro desarrollo de los acontecimientos. Y de ello extraía, por adelantado, un placer violento y secreto.

Durante todo el trayecto no había cesado de vigilar a Gualterio y a Felipe de Aunay, que formaban parte del cortejo, el primero como escudero de la casa de Poitiers, el otro como escudero de Carlos deValois. Los dos jóvenes estaban encantados con el viaje y con la pompa real. En su afán de brillar, habían colgado da la cintura de sus atavíos de gala, con toda inocencia y vanidad, las bellas escarcelas, obsequio de sus amantes. Cada vez que miraba esas limosneras, Roberto de Artois sentía en su pecho los embates de una alegría cruel; y apenas podía contener su risa. “Vamos, hermosos patitos, mis queridos majaderos”, se decía, “sonreíd pensando en los hermosos senos de vuestras queridas, no dejéis de pensar en ellos, pues a buen seguro que no volveréis a tocarlos. Respirad el aira de este día, pues no creo que gocéis de muchos más”.

Al mismo tiempo, jugueteando con su presa como un tigre feroz que escondiera sus uñas, saludaba a los hermanos Aunay con gesto cordial y les dirigía sus chanzas en alta voz. Desde que los había salvado del falso asalto de la torre de Nesle, los dos le demostraban amistad, pues se consideraban sus deudores.

Cuando el cortejo se detuvo, invitaron a Roberto a beber en su compañía una jarra de vino en la bodega de una posada.

.Por vuestros amores —brindó, levantando su cubilete—, y conservad bien el sabor de este vinillo.

Por la calle principal circulaba una densa multitud que dificultaba el avance de los caballos. La brisa agitaba suavemente las multicolores colgaduras que adornaban las ventanas. Un mensajero, llegado al galope, anunció que el cortejo de la reina de Inglaterra estaba a la vista; en seguida se produjo un gran alboroto.

.Reunid a nuestra gente —ordenó Felipe de Poitiers a Gualterio de Aunay.

Luego, volviéndose a Carlos de Valois:

—Hemos llegado a tiempo, tío mío —le dijo.

Carlos de Valois, vestido completamente de azul, un tanto congestionado por la fatiga, se contentó con inclinar la cabeza. De buena gana hubiera renunciado a aquella cabalgadura, que le había puesto de mal humor.

El cortejo avanzaba por la ruta de Amiens.

Roberto de Artois se adelantó y se puso a la altura de Valois. Aunque desposeído de su patrimonio de Artois, no dejaba de ser primo del rey y su lugar estaba en el rango de las primeras coronas de Francia. Mirando la mano de Felipe de Poitiers cerrada sobre las riendas de su negro caballo, Roberto pensaba: “Por ti, mi flaco primo, para darte el Franco-Condado, me quitaron mi Artois. Pero antes de que concluya el día de mañana recibirás una herida de la cual no se recobra fácilmente el honor ni la fortuna de un hombre”.

Felipe, conde de Poitiers y marido de Juana de Borgoña, tenía veintiún años. Por su físico y por su manera de ser se diferenciaba del resto de la familia real. No era hermoso y dominador como su padre, no obeso e impetuoso como su tío. Salió a su madre: delgado de cuerpo y de rostro, de alta talla y miembros extrañamente largos, tenía gestos siempre mesurados, voz precisa, un tanto seca; todo en él, la sencillez de los vestidos, la medida cortesía de sus frases, indicaba una naturaleza reflexiva, decidida, en la que la cabeza triunfaba sobre los impulsos del corazón. Representaba en el reino una fuerza con la cual era preciso contar.

Ambos cortejos se encontraron a una legua de Clermont. Cuatro heraldos de la casa de Francia agrupados en medio del camino elevaron sus largas trompetas, y lanzaron graves sonidos. Los ingleses respondieron con otros instrumentos parecidos, pero de una tonalidad más aguda. Se adelantaron los príncipes, y la reina Isabel, menuda y erguida sobre su jaca blanca, recibió la breve bienvenida de boca de su hermano, Felipe de Poitiers. Después, Carlos de Valois vino a besar la mano de su sobrina. Cuando le llegó el turno al conde de Artois, éste saludó a su prima con gran inclinación de cabeza y con una mirada supo darle a entender que no había obstáculos en el desarrollo de sus maquinaciones.

Mientras intercambiaban cumplidos, preguntas y noticias, las dos escoltas aguardaban y se observaban. Los caballeros franceses juzgaban los trajes de los ingleses; estos, inmóviles y dignos y con el sol dándoles en los ojos, llevaban orgullosamente sobre la pechera las armas de Inglaterra. Aunque la mayoría franceses de origen y de nombre, se les veía preocupados por hacer un buen papel en tierra extraña.
(Desde finales del siglo XI, con el establecimiento de la dinastía normanda, la nobleza de Inglaterra era, en su mayor parte, de origen francés. Constituida en un principio por los barones normandos compañeros de Guillermo el Conquistador, y renovada después por los Angevinos y Aquitanios de los Plantagenet, esta aristocracia conservó la lengua y costumbres de origen.

En el siglo XIV, el francés seguía siendo el idioma habitual de la corte, así lo atestigua el :
Honni soit qui mal y pense
pronunciado por el rey Eduardo III en Calais, al atar la liga de la condesa de Salsbury; dicho que se convirtió en la divisa de lo orden de la Jarretera.

La correspondencia de los reyes se redactaba en francés, y muchos señores ingleses tenían entonces, feudos en los dos países.

Hacemos notar, en este punto de nuestro relato, que el rey Eduardo II vino a Francia dos veces en sus primeros dos años de vida. En el primer viaje, el año 1313, estuvo a punto de morir asfixiado en la cuna por el humo de un incendio que se produjo en Maubuisson. Nosotros relatamos aquí el segundo, efectuado sólo con su madre.)

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