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Authors: Bernard Cornwell
Porque esos hijos, dijo, se negaban a escuchar el mensaje divino. Los hijos de Britania seguían reverenciando la madera y la piedra. Aún existían los llamados bosques sagrados y seguían adornando sus santuarios con calaveras de muertos y empapándolos con sangre de sacrificios. Aunque semejantes cosas no se vieran en las ciudades, recalcó Sansum, pues la mayoría estaban habitadas por cristianos, la campiña, advirtió, estaba infestada de paganos. A pesar del reducido número de druidas que quedaba en Britania, en todos los valles y tierras de labor había hombres y mujeres que actuaban como druidas, que sacríficaban seres vivos a la piedra inerte y que recurrían a encantamientos y amuletos para embaucar a las gentes sencillas. Hasta los cristianos, Sansum recrímínó a la congregación, llevaban a los enfermos a las brujas infieles y consultaban sus sueños con profetisas paganas, y mientras esas prácticas malignas continuaran sucediéndose, Dios seguiría maldiciendo a Britania con la violación, el asesinato y la presencia de los sajones. Se detuvo a tomar aliento y yo acaricié la torques que llevaba al cuello porque sabia que ese señor de los ratones que tanto despotricaba era enemigo de mi señor Merlín y de mi amiga Nimue. De pronto, a voz en grito y tambaleándose al borde de la mesa con los brazos abiertos, proclamó que habíamos pecado y que todos teníamos que arrepentimos. Los reyes de Britania, recalcó, tenían la obligación de amar a Cristo y a su bendita madre, y sólo cuando toda la raza britana se uniera en Dios, uniría Dios a toda Britania. Llegados a ese punto, empezaron a producirse señales de respuesta entre la muchedumbre; pedían acuerdo a voces exigiendo la muerte de los druidas y sus seguidores y suplicaban el perdón de su dios. Fue terrorífico.
—Ven —me dijo Nimue en voz baja—, ya he oído bastante.
Bajamos del pedestal y nos abrimos camino entre el gentío que llenaba el vestíbulo, bajo los pilares exteriores del salón. Para mi propia vergüenza, me embocé con la capa hasta la imberbe barbilla ocultando la torques y seguí a Nímue por los peldaños que llevaban a la espaciosa plaza, por doquier iluminada con antorchas. Una fina llovizna caía desde el oeste y hacia relucir las piedras de la plaza a la luz del fuego. Los guardias uniformados de Tewdric permanecían inmóviles en torno a la plaza. Nimue me condujo al mismo centro del amplio espacio, se detuvo y de repente rompió a reír. Primero un simple chasquear de la lengua, luego una risa sardónica que se convirtió en burla feroz, que a su vez pasó a ser un aullido desafiante que rebotó en los tejados de Glevum y elevó su eco a los cielos, para terminar en una carcajada estridente y demencial, salvaje como el grito de muerte de una bestia acorralada. Se giró, al lanzar la carcajada, en el sentido del sol, de norte a este, al sur y al oeste y de nuevo al norte, y ni un soldado movió un solo dedo. Algunos cristianos de los que se apiñaban en el pórtico del gran edificio se volvieron y nos miraron con ira, pero no se inmiscuyeron. También los cristianos reconocían la marca de los dioses y ninguno osó ponerle la mano encima a Nimue.
Cuando se quedó sin aliento, cayó en las piedras del suelo y permaneció en silencio, una figura diminuta arrebujada en el negro manto, un bulto sin forma definida temblando a mis pies.
—¡A y, pequeño! —exclamó al cabo con voz cansada—. ¡Ay, mí pequeño!
—¿Qué sucede? —pregunté.
Confieso que me tentaba más el olor a cerdo asado que llegaba de las habitaciones de Uter que cualquier trance pasajero que dejara a Nimue tan exhausta.
Me tendió la mano de la cicatriz y la ayudé a ponerse en pie.
—Nos queda una oportunidad —me dijo en voz queda y temerosa—, una sola, y si la perdemos los dioses se alejarán de nosotros, nos abandonarán y quedaremos a merced de los brutos. Y esos locos de ahí dentro, el señor de los ratones y sus seguidores, nos la pisotearán a menos que luchemos contra ellos. Pero ellos son muchos y nosotros muy pocos.
Me miraba a la cara y lloraba con desesperación.
Yo no sabia qué decir, no dominaba el mundo espiritual, aunque fuera acogido de Merlín y niño de Bel.
—Bel nos prestará ayuda, ¿no es así? —pregunté desarmado—. Nos ama, ¿no es cierto?
—¡Nos ama! —Apartó la mano de mi bruscamente—. ¡Nos ama! —repitió con burla—. La tarea de los dioses no es amarnos. ¿Acaso amas tú a los cerdos de Druidan? ¿Por qué, en nombre de Bel, habría de amarnos un dios? ¡Amarnos! ¿Qué sabes tú del amor, Derfel, hijo de sajona?
—Sé que te amo a ti —dije.
Aún ahora me sonrojo cuando pienso en las desesperadas arremetidas de un joven por conseguir el afecto de una mujer. Me costó toda la fuerza del mundo pronunciar esas palabras, hasta la última gota del valor que creía poseer, y tras soltarlas me sonrojé bajo la luz de las llamas y la lluvia y deseé no haber hablado.
—Lo sé —me dijo Nimue con una sonrisa—. Lo sé. Ahora vamos. Hay un festín para cenar.
En estos días, en estos mis últimos días, que paso escribiendo en este monasterio de los montes de Powys, a voces cierro los ojos y veo a Nimue. No a la Nimue en que se convirtió después, sino a la que era entonces, tan fogosa, tan rápida, tan segura de si misma. Sé que he ganado a Cristo, y por su bendición he ganado también el mundo entero, pero lo que perdí, lo que todos perdimos, no es posible calcularlo. Todo lo perdimos.
El festín fue maravilloso.
El Gran Consejo comenzó a media mañana, tras otra ceremonia de los cristianos. Celebraban ceremonias constantemente, me pareció, pues todas las horas del día parecían exigirles una genuflexión ante la cruz, pero el retraso dio tiempo a príncipes y guerreros para recobrarse de la bebida, las juergas y las peleas de la noche anterior. El Gran Consejo tuvo lugar en el mismo salón, que de nuevo estaba iluminado por antorchas, pues aunque el sol de primavera brillaba con esplendor, las escasas ventanas del recinto eran estrechas y estaban situadas en lo alto, más para dejar salir el humo, función que tampoco cumplían bien, que para permitir el paso de la luz del sol.
Uter, rey supremo, se sentó en una plataforma que se elevaba por encima del estrado reservado a reyes, Edlings y príncipes. Tewdric de Gwent, anfitrión del Consejo, ocupó el lugar situado a los pies de Uter; a ambos lados de su trono había otros doce asientos, ocupados en ese día por los reyes o príncipes vasallos que rendían vasallaje a Uter o a Tewdric. Allí se encontraban el príncipe Cadwy de Isca, el rey Melwas de los belgas y el príncipe Gereint, señor de las Piedras, mientras que el distante y salvaje reino de Kernow, en el extremo occidental de Britania, había enviado a su Edling, el príncipe Tristán, que ocupaba, envuelto en piel de lobo, el extremo del estrado donde quedaban vacantes dos sitiales.
En realidad los sitiales no eran sino sillas traídas del salón del festín y hábilmente revestidas con telas; delante de cada silla, colocados en el suelo y apoyados en la tarima, estaban los escudos de los reinos. En otro tiempo se apoyaban allí treinta y tres escudos, pero en ese momento las tribus britanas estaban enfrentadas unas con otras y algunos reinos habían desaparecido de Lloegyr bajo el acero sajón. Entre otras decisiones, en el presente Consejo se pretendía establecer la paz entre los reinos britanos que quedaban, una paz ya amenazada, pues Powys y Siluria no habían acudido al Consejo. Sus sitiales estaban vacíos, como mudos testigos de la sostenida enemistad de esos reinos hacia Gwent y Dumnonia.
Ante los reyes y príncipes, y tras un pequeño espacio libre para quien hubiera de tomar la palabra, se encontraban los consejeros y primeros magistrados de los reinos. Algunos consejos, como los de Gwent y Dumnonia, eran multitudinarios, mientras que otros sólo reunían a un puñado de hombres. Los magistrados y consejeros se sentaron en el suelo y fue en ese momento cuando caí en la cuenta. La tierra estaba cubierta por miles de piedrecillas de colores que juntas formaban un dibujo de grandes proporciones, del que asomaban fragmentos por entre los traseros aposentados. Los consejeros se habían procurado mantas a modo de cojines, pues sabían que las deliberaciones del Gran Consejo podían alargarse hasta bien entrada la noche. Después de los consejeros, presentes sólo en calidad de observadores, se encontraban los guerreros armados, algunos acompañados de sus perros de caza, bien sujetos a su lado. Me situé entre los guerreros por la sola autoridad que me concedía mi torques de bronce con la cabeza de Cernunnos.
Dos mujeres asistían al Consejo, sólo dos, pero incluso tan modesta representación levantó murmullos de protesta entre los hombres, que, sin embargo, cesaron al primer destello de ira de los ojos de Uter.
Morgana ocupó un puesto justo frente al rey supremo. Los consejeros se situaron alejados de ella, de modo que permaneció aislada en su sitio hasta que Nimue, cruzando la puerta del salón valientemente, se abrió camino entre los hombres sentados para colocarse a su lado. Nimue hizo su entrada con tan serena seguridad que nadie trató de detenerla. Una vez sentada, miró fijamente a Uter como retándole a que la expulsara, pero el rey hizo caso omiso de su presencia. Tampoco Morgana acusó su llegada y continuó sentada, inmóvil y con la espalda muy erguida. Nimue, vestida con su blanca túnica de lino y su fina correa de esclava, parecía leve y frágil entre aquellos hombres de pesadas capas y grises cabellos.
El Gran Consejo se abrió, igual que todos los consejos, con una oración. De haber estado Merlín presente, habría convocado a los dioses; el obispo Bedwin, por el contrario, ofreció una plegaria al dios cristiano. Vi a Sansum sentado entre las filas de consejeros de Gwent y observé la feroz mirada de odio que clavó a las dos mujeres cuando no inclinaron la cabeza durante la oración del obispo. Sansum sabía que las mujeres habían acudido en representación de Merlín.
Tras la plegaria, lanzó el reto Owain, el campeón de Dumnonia, que dos días antes había vencido a los dos mejores hombres de Tewdric. Merlín decía que era un bruto, y realmente parecía un bruto, de pie ante el rey, con las heridas de la pelea aún frescas en la cara, empuñando la espada, con una gruesa capa de lobo sobre los tensos músculos de sus enormes hombros.
—¿Hay algún hombre aquí que dispute a Uter su derecho al trono? —preguntó con voz atronadora.
Nadie respondió. Owain, un tanto decepcionado por no tener ocasion de matar a un adversario, envainó la espada y se sentó a disgusto entre los consejeros. Habría preferido, con diferencia, quedarse de pie entre sus guerreros.
El siguiente paso fue informar de las nuevas de Britania. El obispo Bedwin, hablando en nombre del rey supremo, informó de que había cesado la amenaza sajona en el este de Dumnonia, aunque a un precio tan elevado que superaba toda consideración. El príncipe Mordred, Edling de Dumnonia y guerrero cuya fama había llegado a los confines de la tierra, había muerto en la hora de la victoria. El rostro de Uter no acusó emoción alguna al escuchar el manido relato de la muerte de su hijo. Arturo no fue nombrado, a pesar de haber sido él quien consiguiera la victoria, aun en contra de la torpeza militar de Mordred; todos los presentes lo sabían. Bedwin informó también de que los sajones derrotados habían llegado desde las tierras gobernadas en otro tiempo por la tribu catuveliana y que, si bien no habían sido expulsados del antiguo territorio en su totalidad, habían aceptado pagar un tributo anual al rey supremo en oro, trigo y bueyes. Y quiera el Señor, añadió, que la paz dure.
—¡Quiera el Señor —intervino el rey Tewdric— que los sajones sean expulsados de esas tierras!
Los soldados, alineados al fondo y a los lados del salón, reaccionaron a estas palabras golpeando la contera de la lanza contra el suelo; al menos una agujereó los pequeños azulejos del mosaico. Los perros ladraron.
Acallado el rudo aplauso, Bedwin prosiguió con calma y anunció que la paz se mantenía gracias al acertado y oportuno tratado de amistad vigente entre el rey supremo y el noble rey Tewdric. En el oeste, y aquí Bedwin hizo una pausa para dedicar una sonrisa al bello y joven príncipe Tristán, también reinaba la paz.
—El reino de Kernow —manifestó Bedwin— sabe guardarse bien. Tenemos entendido que el rey Mark ha tomado nueva esposa y deseamos que, al igual que sus ilustres antecesoras, mantenga a su señor completamente ocupado. —El comentario provoco un risueño murmullo.
—¿Qué esposa es ésa? —inquirió Uter súbitamente—. ¿La cuarta o la quinta?
—Creo que hasta mi padre ha perdido la cuenta, gran señor mío —respondió Tristán, y el salón estalló en carcajadas.
Las conteras de las lanzas rompieron unos cuantos azulejos más y un pequeño fragmento saltó y fue a chocar con mi pie.
Después habló Agrícola, de nombre romano y apegado a las costumbres romanas. Agrícola, comandante de Tewdric y ya anciano entonces, era, sin embargo, temido todavía por su habilidad en la batalla. Su alta figura no se encorvaba bajo el peso de los años, aunque sus cortos cabellos se habían tornado blancos como el filo de una espada. Tenía cicatrices en la cara y se presentó perfectamente vestido de uniforme romano, mucho más suntuoso que el de sus hombres. La túnica era escarlata, la cota y las grebas, de plata, y bajo el brazo llevaba el casco también de plata, emplumado con crin de caballo teñida y cortada en forma de hirsuto cepillo de color rojo vivo. En su informe anunció que los sajones también habían sufrido derrota en la frontera oriental del reino de su señor, pero las nuevas sobre las tierras perdidas de Lloegyr eran turbadoras, pues al parecer habían desembarcado más naves llegadas de tierras sajonas por el mar germano, y con el tiempo, advirtió, el aumento de naves en las costas sajonas significaría mayor número de guerreros presionando en dirección oeste para adentrarse en Britania. Agrícola nos advirtió asimismo de la existencia de un nuevo jefe saón llamado Aelle, que luchaba por la supremacía entre los sais. Fue entonces cuando oí el nombre de Aelle por vez primera, y sólo los dioses sabían en ese momento hasta qué punto llegaría a obsesionarnos durante los años venideros.
Según Agrícola, aunque los sajones se mantuvieran tranquilos de momento, no se había restablecido la paz en el reino de Gwent. Bandas guerreras de britanos habían llegado al sur desde Powys y otras avanzaban sobre el oeste desde Síluría para atacar las tierras de Tewdric. Habían sido enviados mensajeros a ambos reinos invitando a los monarcas a acudir al Consejo, pero por desgracia, y aquí Agrícola señaló hacia las dos sillas vacias de la tarima real, ni Gorfyddyd de Powys ni Gundleus de Siluria habían acudido. Tewdric no podía ocultar la decepción, pues alimentaba abiertamente la esperanza de que Gwent y Dumnonia acordaran la paz con los dos vecinos del norte. Supuse que esa misma esperanza era la que había impulsado a Uter a invitar a Gundleus a visitar a Norwenna en primavera; pero los sitiales vacíos sólo podían significar la prolongación de las enemistades. Agrícola advirtió severamente que si no se lograba la paz, el rey de Gwent no tendría más alternativa que declarar la guerra a Gorfyddyd de Powys y a su aliado, Gundleus de Siluria. Uter aprobó la sentencia con un gesto de asentimiento.