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Authors: Bernard Cornwell
Se estipularon aún más reglas. Uter dijo que Mordred tendría tres protectores jurados, tres hombres comprometidos por su honor a defender la vida del niño con la suya propia. Si algún mal fuera infligido a Mordred, los juramentados habrían de vengarlo o sacrificar la vida en el intento. Gundleus no se movió durante la redacción del edicto, pero se removió inquieto en el asiento cuando se dijeron los nombres de los protectores. Uno era el rey Tewdric de Gwent, el segundo era Owain, paladín de Dumnonia, y el tercero Merlín, lord de Avalón.
Merlín. Los hombres esperaban oír ese nombre como habían esperado escuchar el de Arturo. Uter no solía tomar decisiones graves sin el consejo de Merlín, mas ahora no estaba presente. Hacia muchos meses que no se veía a Merlín en Dumnonía. Por lo que de él sabían, bien podía estar muerto.
En ese momento Uter miró a Morgana por primera vez. Debió de sentir gran bochorno cuando Uter negó la paternidad de su hermano y por ende la suya propia, pero no había sido convocada al Gran Consejo como hija bastarda de Uter, sino como fiel profetisa de Merlín. Una vez prestado juramento de honor por parte de Tewdric y Owain, Uter miró a la contrahecha mujer tuerta. Se santiguaron entonces los cristianos presentes, que así se guardaban de los malos espíritus.
—¿Bien? —inquirió Uter.
Morgana estaba nerviosa. Le exigían garantía de que Merlín, su compañero de misterios, aceptaría la gran carga que representaba el juramento de honor. No estaba allí como consejera, sino como sacerdotisa, y como tal debía contestar. No lo hizo así, y su respuesta resultó insuficiente.
—Mi señor Merlín se sentirá muy honrado con tal nombramiento, gran señor mio —manifestó.
Nimue dio un grito, tan súbito y lúgubre que todos temblaron y se aferraron a sus lanzas. A los perros de caza se les erizó el pelo del lomo. Cuando el grito se fue apagando, dejó un gran silencio entre los hombres. El humo ascendía en rachas y dibujaba grandes formas iluminadas por las antorchas en lo alto del oscuro techo, donde la lluvia golpeaba las tejas, cuando, por encima de los últimos ecos del grito, resonó un trueno en la distancia, en medio de la noche sacudida por la tormenta.
¡Truenos! Los cristianos volvieron a santiguarse, pero ninguno ignoraba el significado de la señal. Taranis, el dios del trueno, había hablado, prueba de que los dioses habían acudido al Gran Consejo, y lo que es más, habían acudido convocados por una joven que, a pesar del frío que obligaba a los hombres a envolverse en sus capas, no llevaba más vestimenta que una túnica blanca y una correa de esclava.
Nadie se movió, no se oyó una sola palabra ni se produjo gesto alguno. Los cuernos de hidromiel fueron olvidados y los hombres dejaron de rascarse los piojos. Ya no había en el recinto reyes ni guerreros. No había obispos, sacerdotes tonsurados ni ancianos sabios. Éramos sólo una muchedumbre silenciada y asustada que miraba con respeto y temor a una joven que se soltaba el cabello y lo dejaba caer, largo y negro, sobre su esbelta y blanca espalda. Morgana miraba al suelo, Tanaburs estaba boquiabierto y el obispo Bedwin musitaba oraciones mientras Nimue se dirigía a la palestra de los oradores, un espacio vacio detrás del brasero. Levantó los brazos y empezó a girar lentamente en el sentido del sol, de modo que todos le vimos la cara, una cara de horror, con los ojos en blanco y la lengua fuera de la boca, que se torció en una mueca. Dio otra vuelta sobre si misma, y otra más, cada vez más aprisa, y doy fe de que un escalofrío estremeció al mismo tiempo a toda la concurrencia. Nimue empezó a agitarse al tiempo que daba vueltas velozmente, acercándose más y más al ardiente fuego del brasero, a punto de precipitarse entre las llamas, pero entonces saltó en el aire y dejó escapar un chillido antes de caer a plomo sobre los azulejos. Luego, avanzando a cuatro patas como un animal, buscó la forma de volver a su sitio recorriendo de un lado a otro la hilera de escudos, que con anterioridad se había abierto para que el calor del fuego calentara las piernas al rey supremo, y cuando llegó al escudo de Gundleus, con la máscara de zorro, se irguió en actitud rampante, como una serpiente a punto de atacar y escupió una vez.
La saliva alcanzó al zorro.
Gundleus se levantó sobresaltado del sitial, pero Tewdric lo detuvo. También Tanaburs se puso en pie trabajosamente, mas Nimue se volvió hacia él, con los ojos todavía en blanco, y gritó de nuevo. Lo señaló con el dedo mientras el eco del grito todavía resonaba en el espacioso salón romano, y el poder de su magia obligó a Tanaburs a sentarse otra vez en el suelo.
Entonces Nimue tembló, los ojos le giraron en las órbitas y volvimos a ver su pupilas de color castaño. Parpadeó a la vista de todos como sorprendida de encontrarse en aquel lugar y, dando la espalda al rey supremo, se sumió en una inmovilidad total. Esa inmovilidad denotaba que se hallaba poseida por los dioses y que cuando hablara, serían ellos los que hablaran por su boca.
—¿Merlín sigue con vida? —preguntó Tewdric en actitud respetuosa.
—Naturalmente.
Su voz rezumaba burla y no dio tratamiento de rey al monarca que la interrogaba. Estaba en compañía de los dioses y no tenía necesidad de mostrar respeto ante simples mortales.
—¿Dónde se halla?
—Ausente —dijo Nimue, y dio media vuelta para mirar al rey togado que le preguntaba desde el estrado.
—¿Dónde ha ido? —preguntó Tewdric.
—En busca de la sabiduría de Britania —respondió Nimue. Todos prestaron oídos porque finalmente escuchaban auténticas nuevas. Vi que Sansum, el señor de los ratones, se retorcía de ganas de expresar su rechazo ante tamaña irrupción de paganismo en el Gran Consejo, mas no había forma de que un simple sacerdote pudiera interferir en el interrogatorio que el rey Tewdric hacía a la muchacha.
—¿En qué consiste la sabiduría de Britania? —preguntó el rey Uter.
Nimue volvió a girar, una vuelta completa sobre sí misma en el sentido del sol, pero sólo lo hizo para concentrar sus pensamientos y encontrar la respuesta, y cuando la tuvo la anunció con una entonación hipnótica.
—La sabiduría de Britania es el conocimiento de nuestros antecesores, los dones de nuestros dioses, las trece propiedades de los trece tesoros que, una vez reunidos de nuevo, nos devolverán el poder para reclamar nuestra tierra. —Hizo una pausa y, cuando volvimos a oírla, su voz había recuperado el timbre normal—. Merlín trabaja con ahínco para que esta tierra vuelva a ser una, la tierra britana —Nimue dio media vuelta y se quedó mirando a Sansum, directamente a sus brillantes e indignados ojillos—, con los dioses britanos. —Volvió a dirigirse al rey supremo—. Y si lord Merlín fracasa, Uter de Dumnonia, todos pereceremos.
Un murmullo recorrió la sala. Sansum y los cristianos protestaron a voces, pero Tewdric, el rey cristiano, los mandó callar con un gesto de la mano.
—¿Esas palabras son de Merlín? —preguntó a Nimue.
Nimue se encogió de hombros, como si la pregunta no viniera a cuento.
—No son palabras mías —replicó con insolencia.
Uter no dudaba de que Nimue, una niña todavía, una mujer en ciernes, no hablara por sí misma, sino por su señor de modo que inclinó su pesado cuerpo hacia delante y la miró con el ceño fruncido.
—Pregunta a Merlín si acepta el juramento. ¡Pregúntale! ¿Protegerá a mi nieto?
Nimue hizo una larga pausa. Creo que intuyó el verdadero destino de Britania antes que cualquiera de nosotros, incluso antes que Merlín, y ciertamente mucho antes que Arturo, si es que Arturo lo intuyó alguna vez, pero el instinto le impidió decir la verdad a ese viejo cabezota que no tardaría en morir.
—Merlín, rey y señor mío —dijo por fin con un tono hastiado, dando a entender que cumplía con un deber necesario pero inútil—, promete en este momento, por la salvación de su espíritu, que jurará proteger la vida de vuestro nieto con la suya propia.
—¡Sólo si...! —Morgana nos sorprendió con su repentina intervención. Se puso en pie con esfuerzo, achaparrada y oscura al lado de Nimue. La luz de las llamas se reflejó en su casco de oro—. ¡Sólo si...! —Volvió a gritar, y entonces se acordó de mecerse hacia delante y hacia atrás entre el humo del brasero como sí su cuerpo estuviera poseido por los dioses—. Sólo si, dice Merlín, Arturo jura conmigo. Arturo y sus hombres deben ser los que protejan a tu nieto. íMerlín ha hablado!
Emitió el discurso con toda la dignidad de quien estaba acostumbrada a ser oráculo y profetisa, pero yo, si no alguno más, eché de menos el estampido de un trueno en la lluviosa noche.
Gundleus protestaba, puesto en pie, contra el pronunciamiento de Morgana. Ya había tenido que aceptar el supeditar su poder a un consejo de seis hombres y a un trío de juramentados, y ahora se le exigía que su nuevo reino sostuviera a una banda guerrera de enemigos en potencia.
—¡No! —dijo, pero Tewdric desoyó su protesta y bajó de la tarima para colocarse junto a Morgana y dirigirse al rey supremo.
Fue entonces cuando la mayoría de los que llenábamos el salón comprendimos que Morgana, aun habiendo hablado con la voz de Merlín, había pronunciado las palabras que Tewdric quería que dijera. El rey Tewdric de Gwent era buen cristiano, pero aún mejor político y sabía exactamente cuándo recurrir al apoyo de los dioses antiguos para reforzar sus propuestas.
—Arturo ap Neb, con sus guerreros —dijo Tewdric al rey—, es, como garante de la vida de vuestro nieto, muy superior a cualquier juramento que pueda prestar mi persona, aunque bien sabe Dios que mi voto es solemne.
El príncipe Gereint, sobrino de Uter y segundo señor de la guerra después de Owain, habría podido oponerse al nombramiento de Arturo, pero el señor de las Piedras era hombre honesto y de ambición limitada, y no confiaba en su capacidad para comandar las tropas de Dumnonía; por lo tanto, se alineó con Tewdric y apoyó su propuesta. Owain,. caudillo de la guardia real de Uter y paladín del rey, parecía poco satisfecho con el nombramiento de un rival, pero al cabo también apoyó a Tewdric y dio su consentimiento con un gruñido.
Uter continuaba indeciso. El tres era número de buena suerte, y tres juramentados eran suficientes; añadir un cuarto podría desagradar a los dioses. Sin embargo, le debía un favor a Tewdric, pues ya había rechazado su proposición de que Arturo contrajera matrimonio con Norwenna. Entonces el rey pagó su deuda.
—Arturo jurará —consintió por fin, y sólo los dioses saben cuán difícil le resultó otorgar tal nombramiento al hombre al que hacia responsable de la muerte de su amado hijo.
No obstante, se lo otorgó y el salón estalló en un clamor general. Sólo los guerreros de Gundleus guardaron silencio mientras las conteras de las lanzas rompían los azulejos del suelo y los vivas de los soldados resonaban en la cavernosa y ahumada oscuridad.
Y de este modo, al final del Consejo, Arturo, hijo de nadie, fue nombrado, junto con otros tres, protector de Mordred por su honor.
Transcurridas dos semanas de la clausura del Gran Consejo, Norwenna y Gundleus contrajeron matrimonio. La ceremonia tuvo lugar en una capilla cristiana de Abona, ciudad portuaria de nuestras costas norteñas del mar Severn situada frente a Siluria, y con toda seguridad no fue una ocasión feliz para Norwenna, pues esa misma tarde regresó a Ynys Wydryn. Nadie del Tor asistió a la ceremonia; la princesa acudió acompañada de un grupo de monjes con sus respectivas esposas. Volvió a casa como reina Norwenna de Siluria, si bien tal titulo no supuso más guardias ni ayudantes a su servicio. Gundleus volvió en barco a su país donde, según nos hicieron saber, se habían producido escaramuzas con los Ui Liatháin, los irlandeses Escudos Negros que habían colonizado el antiguo reino britano de Dyef, al que ahora denominaban Demetía.
Nuestra vida apenas cambió por el hecho de tener a una reina entre nosotros. Aunque los que morábamos en el Tor pareciéramos ociosos comparados con los villanos de la colina, teníamos deberes que cumplir. Cortábamos el heno y lo tendíamos a secar en hileras, esquilábamos las ovejas y sumergíamos el lino recién cosechado en las malolientes cubas de enriado para extraer la fibra. Las mujeres de Ynys Wydryn andaban con las ruecas y los husos de acá para allá hilando la lana recién trasquilada y sólo la reina, Morgana y Nimue quedaban dispensadas de esa interminable tarea. Druidan castraba a los cerdos, Pelinor mandaba ejércitos imaginarios y Hywel, el administrador, preparaba sus largos palillos para contar las rentas del verano. Merlín no regreso a casa, a Avalón, ni recibimos noticia alguna de su parte. Uter descansaba en su castillo de Durnovaría mientras Mordred, su heredero, crecía al cuidado de Morgana y Gwendolin.
Arturo continuaba en Armórica. Algún día volvería a Dumnonia, decían, pero sólo cuando hubiera cumplido su deber para con Ban, cuyo reino de Benoic lindaba con Brocelianda, reino del rey Budic, el cual estaba casado con Ana, hermana de Arturo. Esos reinos de Britania Armórica eran un misterio para nosotros, moradores de Ynys Wydryn, pues jamas habíamos cruzado el mar para explorar las tierras donde tantos britanos, empujados por los sajones, habían buscado refugio. Sabíamos que Arturo comandaba el ejército de Ban y que había saqueado el país situado al oeste de Benoic para mantener a raya a los francos, pues nuestras noches de invierno eran amenizadas con cuentos de viajeros sobre las proezas de Arturo que, por demás, nos hacían babear de envidia en lo relativo al rey Ban. El rey de Benoic estaba casado con una reina llamada Elaine, y entre los dos habían fundado un reino maravilloso donde se aplicaba la justicia equilibrada y puntualmente, donde hasta el más mísero de los siervos recibía alimento durante el invierno a expensas de las reservas reales. Todo parecía hermoso en exceso para ser verdad, si bien, andando el tiempo, llegué a visitar el reino de Ban y descubrí que los relatos no exageraban. Ban había establecido su capital en una isla—fortaleza, Ynys Trebes, famosa por sus poetas. Se mostraba pródigo el rey en afecto y dineros con una ciudad que había ganado fama de ser más bella que la misma Roma. Se decía que Ban había canalizado y embalsado las fuentes de Ynys Trebes de modo que cada cual tuviera agua fresca a disposición al pie de su casa. Allí se comprobaba la exactitud de las balanzas de los mercaderes, el palacio del rey permanecía abierto día y noche a los que desearan ser resarcidos de sus agravios, y las diversas religiones tenían orden de convivir en paz o reducir sus templos a polvo. Ynys Trebes era un paraíso de paz, siempre y cuando los soldados de Ban consiguieran mantener al enemigo fuera de sus murallas, motivo por el cual, el rey Ban se mostraba reacio a consentir el regreso de Arturo a Britania. Y tal vez tampoco estuviera en el ánimo de Arturo regresar a Dumnonía en tanto Uter siguiera con vida.