El rey del invierno (18 page)

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Authors: Bernard Cornwell

BOOK: El rey del invierno
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Sin embargo, en honor a mí mas estimada y generosa protectora, Ygraine, permitaseme dejar constancia de lo poco que llegué a conocer. Arturo, a pesar de que Uter negara su paternidad en Glevum, era hijo del rey supremo, aunque tal reconocimiento reportara escasas ventajas, ya que Uter había sido padre de tantos hijos bastardos como crías pueda engendrar un gato. La madre de Arturo se llamaba Ygraine, igual que mi más estimada reina. Provenía de Caer Gei, en Gwynedd, y se decía que era hija de Cunedda, rey de Gwynedd y rey supremo antes que Uter, aunque Ygraine no ostentó el rango de princesa puesto que su madre no era esposa de Cunedda, sino de un cacique de Henis Wyren. Lo único que Arturo dijo jamás de Ygraine de Gwynned, que murió poco antes de que él alcanzara la madurez, fue que era la madre más maravillosa, inteligente y bella que un niño pudiera desear, aunque según Cei, que la conocía bien, matizaba su belleza cierta mordacidad rencorosa. Cei es el hijo de Ector ap Ednywain, cacique de Caer Gei, que acogiera en su casa a Ygraine y a sus cuatro hijos bastardos cuando Uter los expulsó. La expulsión tuvo lugar el mismo año en que nació Arturo, e Ygraine jamás perdonó a su hijo. Decía con frecuencia que Arturo había sido un hijo sobrante, que tal vez habría mantenido su lugar como amante de Uter de no haber nacido Arturo.

Arturo fue el cuarto de los hijos de Ygraine que sobrevivió a la infancia. Los otros tres eran mujeres y Uter mostraba claramente su preferencia por las hembras, pues eran menos propensas a exigir derechos sobre el patrimonio al hacerse mayores. Cei y Arturo crecieron juntos y Cei dice, aunque nunca en presencia de Arturo, que tanto él como Arturo temían a Ygraine. Arturo, según me contó Cei, era un niño obediente y trabajador que se esforzaba por ser el mejor en todas las cosas, tanto en la lectura como en el manejo de la espada, pero ninguno de sus logros satisfizo jamás a su madre; siempre la idolatró y la defendió, y la lloró inconsolablemente cuando murió de unas fiebres. Contaba entonces trece años y Ector, su protector, apeló a Uter para ayudar a los cuatro huérfanos que Ygerne había dejado en mala situación económica. Uter los llevó a Caer Cadarn, tal vez con la idea de sacar partido de las tres hijas como peones en el juego de los matrimonios dinásticos. El matrimonio de Morgana con un príncipe de Kernow duró muy poco debido a un incendio, pero Morgause casó con el rey Lot de Leonís, y Ana con el rey Budic ap Camran, en la otra orilla del mar, en Britania Armórica. Estos dos últimos matrimonios no fueron importantes, pues ninguno de los dos reyes residía suficientemente cerca como para enviar refuerzos a Dumnonía en tiempos de guerra, pero ambos cumplían su propósito. Arturo, por ser chico, carecía de esta utilidad, de modo que fue a la corte de Uter y aprendió a manejar la espada y la lanza. También conoció a Merlín, aunque ambos guardaron silencio sobre lo sucedido entre ellos en los meses anteriores a la partida de Arturo a Britania Armórica, con su hermana Ana, agotadas sus esperanzas de ganarse el favor de Uter. Allá, en la tumultuosa Galia, se convirtió en soldado y Ana, muy consciente de que un hermano guerrero era un pariente de gran valor, procuró que sus hazañas llegaran a oídos de Uter, gracias a lo cual Uter lo llamó de nuevo a Britania para la campaña que terminó con la muerte de su hijo. El resto ya es sabido.

Ya he contado a Ygraine todo lo que sé sobre la infancia de Arturo, y sin duda alguna ella embellecerá la historia con las leyendas que ya circulan sobre Arturo entre el pueblo llano. Ygraine se lleva estas pieles una a una y las manda traducir a la lengua de Britania a Dafydd ap Gruffud, el administrador de justicia que habla la lengua sajona; no confío en que él o Ygraine respeten estas palabras escrupulosamente, antes bien temo que las hinchen con otras de su preferencia. A veces desearía atreverme a escribir la crónica de esta historia en lengua britana, pero el obispo Sansum, a quien Dios bendiga por sobre todos los santos, sigue recelando de lo que escribo. En algunas ocasiones ha tratado de impedir que completara la tarea, o bien ha ordenado a los diablillos de Satán que me la dificulten. Un día desaparecieron todas mis plumas, otro encontré orína en el tintero, pero entonces Ygraine vuelve a proporcionarme lo necesario y Sansum, a menos que aprenda a leer y consiga dominar la lengua sajona, no podrá confirmar sus sospechas de que esta labor no es, en realidad, el Evangelio en lengua sajona.

Ygraine me pide que escriba más y más deprisa, me ruega que cuente la verdad sobre Arturo pero se queja cuando la verdad no coincide con los cuentos de hadas que ha escuchado en la cocina de Caer o en su vestidor. Quiere bestias fantásticas que cambien de forma, pero no puedo inventar lo que no he visto. Cierto es, y que Dios me perdone, que he cambiado algunas cosas, pero ninguna importante. Por ejemplo, cuando Arturo nos salvó en la batalla a las puertas de Caer Cadarn, tuve noticia de que estaba en camino mucho antes de verlo aparecer, pues Owain y sus hombres sabían desde el principio que Arturo y sus caballeros, recién llegados de Britania Armórica, permanecían escondidos en los bosques al norte de Caer Cadarn, de la misma forma que sabían que la tropa guerrera de Gundleus se aproximaba. Gundleus cometió el error de incendiar el Tor, pues la columna de humo sirvió de aviso a todo el sur del país; de modo que los vigías de Owain habían estado observando a los hombres de Gundleus desde el mediodía. Owain, tras ayudar a Agrícola a vencer la invasión de Gorfyddyd, regresó con presteza al sur para recibir a Arturo, no por amistad, antes bien para estar presente en el momento de la llegada al país de un rival en lides de guerra, y fue una gran suerte para nosotros que Owain regresara tan pronto. No obstante, habría sido imposible que la batalla se desarrollara tal como la he contado. De no haber sabido Owain que Arturo se hallaba cerca, habría confiado al pequeño Mordred a su jinete más veloz para que lo pusiera a salvo, aunque todos los demás hubiéramos perecido bajo las lanzas de Gundleus. Habría podido dejar constancia de esa verdad, naturalmente, pero de los bardos aprendí a dar forma a las historias, de modo que los que escuchan se mantengan atentos hasta llegar a la parte que más les interesa; a fe mía que el relato mejora dejando la noticia de la llegada de Arturo para el último instante. No es sino un pecadillo venial, esto de perfilar una historia, aunque bien sabe Dios que Sansum no me lo perdonaría jamás.

Aún dura el invierno, aquí en Dinnewrac, y la crudeza del frío, pero el rey Brochvael ordenó a Sansum que encendiera las hogueras después de que el hermano Aron fuera hallado muerto por congelación en su celda. El santo varón se resistió, hasta que el rey envió leña desde su Caer, y así tenemos ahora las hogueras encendidas, aunque no muchas ni nunca generosas. Sea como fuere, una fogata pequeña también facilita la tarea de escribir y últimamente el bendito Sansum se muestra menos entrometido. Han llegado dos novicios a nuestra pequeña comunidad, niños aún de voces cristalinas, y Sansum se ha propuesto iniciarlos personalmente en los caminos de nuestro Excelso Salvador. Tal es el interés del santo por sus tiernas almas inmortales que incluso insiste en que los muchachos compartan la celda con él y parece ahora más feliz, en su compañía. Bendito sea Dios por ello, y por la gracia del fuego y por la fuerza para continuar con este relato de Arturo, el Rey Que No Fue, Enemigo de Dios y nuestro Señor de las Batallas.

No deseo cansaros con los detalles de la batalla a las puertas de Caer Cadarn. Fue una derrota aplastante, no una batalla, y sólo un puñado de silurios lograron escapar. Ligessac, el traidor, se

contó entre ellos, pero casi todos los hombres de Gundleus cayeron prisioneros. Murieron muchos enemigos, entre ellos los dos desnudos, que cayeron bajo la espada de Owain. Gundleus, Ladwys y Tanaburs fueron apresados vivos. Yo no maté a nadie, ni siquiera mellé el filo de la espada.

Tampoco recuerdo gran número de detalles, pues lo único que deseaba era contemplar a Arturo.

Montaba a Llamrei, su yegua, una gran bestia negra de enmarañadas cernejas y herraduras de hierro planas, fijadas a los cascos con tiras de cuero. Todos los hombres de Arturo cabalgaban en monturas semejantes, a las cuales hendían los ollares para ensanchárselos, facilitándoles así la respiración. Los corceles parecían aún más temibles gracias a unos extraordinarios protectores de cuero duro que les colgaban al pecho a modo de escudo contra las lanzas. Dichos protectores eran tan gruesos y engorrosos que los animales no podían bajar la cabeza para pastar, y al final de la batalla Arturo ordenó a un mozo que quitara el tal artefacto a Llamrei para que triscara por la hierba. Cada caballo necesitaba dos mozos de cuadras; uno se cuidaba del protector del caballo, de la manta y de la silla y el otro lo llevaba por la brida, mientras que un tercer criado se llevaba la lanza y el escudo del guerrero. La larga y pesada lanza de Arturo se llamaba Rhongomyniad y su escudo, de nombre Wynebgwrthucher, estaba hecho de tablas de sauce cubiertas por una placa de plata batida, tan abrillantada que deslumbraba. A la cadera llevaba el cuchillo llamado Carnwenhau y la famosa espada Excalibur, enfundada en su negra vaina con la cruz de hilos de oro.

Al principio no podía verle la cara porque llevaba un yelmo con tan grandes protectores de mejillas que se la tapaban casi por completo. El yelmo, con la ranura para los ojos y el oscuro agujero para la boca, era de hierro pulido con ondulantes filigranas de plata y un alto penacho de plumas blancas de ganso; parecía una calavera temible y daba al que lo llevaba un aspecto tétrico, cadavérico, como si fuera un muerto viviente. También su manto era blanco, como el penacho, y Arturo exigía que siempre estuviera limpio; le colgaba de los hombros para proteger del sol la larga cota mallada de su armadura. Yo nunca había visto cotas malladas hasta entonces, aunque Hywel me las había descrito, y al ver la de Arturo sentí un inmenso deseo de poseer una igual. Era una cota romana hecha de cientos de escamas metálicas no mayores que la huella de un dedo, cosidas en filas superpuestas a una cota de cuero que llegaba hasta la rodilla. Las escamas eran cuadradas en la parte superior, con dos orificios por donde pasar el hilo para coserlas, y puntiagudas en la parte inferior, y se superponían de tal guisa que una punta de lanza tropezaría siempre con dos capas de hierro antes de alcanzar el resistente cuero sobre el que iban cosidos. La rígida armadura tintineaba cada vez que Arturo se movía, y no era sólo el ruido del hierro lo que se oía, pues los herreros habían añadido una hilera de placas doradas alrededor del cuello y varias escamas de plata repartidas entre las de hierro, de modo que la cota entera destellaba como a ondas. Era necesario limpiarla a diario para evitar que el hierro se oxidara, tarea que requería varias horas y, después de cada batalla siempre se perdían unas cuantas escamas que había que reemplazar. Pocos eran los herreros capaces de confeccionar semejantes cotas, y pocos también los hombres con posibilidades de pagarse una, pero la de Arturo procedía de un cacique franco al que había matado en Armórica. Además del yelmo, el manto y la cota de escamas, calzaba botas de cuero y usaba guantes de piel y cinturón de cuero, del que pendía Excalibur, envainada en la funda con la cruz bordada en hilos de oro, que, según se decía, protegía a su dueño de todo mal.

Deslumbrado por su aparición, se me antojó un dios blanco y resplandeciente descendido a la tierra. No podía apartar de él la mirada.

Abrazó a Owain y oí reír a los dos hombres. Owain era alto, pero Arturo lo miraba a los ojos directamente, aunque no era tan robusto como el paladín, todo musculatura y corpulencia, sino delgado y fibroso. Owain palmeó a Arturo en la espalda y Arturo le devolvió el afectuoso saludo antes de encamínarse juntos, asidos por los hombros, hacia donde Ralla se encontraba con Mordred en brazos.

Arturo se postró de hinojos ante su rey y, con una delicadeza sorprendente en un hombre ataviado con una rígida armadura, levantó la enguantada mano y tomó la túnica del niño por una

punta. Levantó los protectores de las mejillas del yelmo y besó la tela. Mordred reaccionó con llantos y manotazos.

Arturo se levantó y tendió los brazos a Morgana. Ella era mayor que su hermano, que por entonces tenía sólo veinticinco o veintiséis años, pero cuando se dispuso a abrazarla, ella comenzó a llorar tras la máscara de oro, que chocó ligeramente con el yelmo de Arturo al acercarse uno a otro. La abrazó estrechamente y le dio unas palmadas en la espalda.

—Querida Morgana —le oí decir—, querida y dulce Morgana.

Nunca había sospechado la soledad de Morgana hasta que la vi llorar en brazos de su hermano.

Se separó del estrecho abrazo suavemente y se llevó ambas manos a la cabeza para retirarse el yelmo plateado.

—Tengo un presente para ti —le dijo a Morgana—, a menos que Hygwydd lo haya robado. ¿Dónde estás, Hygwydd?

El criado llamado Hygwydd se adelantó presurosamente y recibió el yelmo del penacho blanco a cambio de un collar de colmillos de jabalí engarzados en oro y ensartados en una cadena de oro también, que Arturo colocó a su hermana en el cuello.

—Un bello ornamento para mi encantadora hermana —dijo. Y luego quiso saber quién era Ralla, y cuando supo de la muerte de su hijo, tanto sufrimiento y comprensión se reflejaron en su rostro que Ralla comenzó a sollozar y Arturo, impulsivamente, la abrazó y a punto estuvo de aplastar al rey contra su acorazado pecho.

Luego le fue presentado Gwlyddyn; le contó a Arturo que yo había dado muerte a un silurio para proteger a Mordred, y entonces fue cuando Arturo se volvió hacia mi para darme las gracias.

Y por primera vez, le vi el rostro abiertamente.

Era un rostro amable, ésa fue la primera impresión. No, eso es lo que Ygraine quiere que escriba. En realidad, lo primero que percibí fue el sudor en abundancia, producido por la armadura en tan caluroso día de verano, pero después del sudor aprecié la bondad que reflejaba su expresión. Arturo inspiraba confianza a primera vista. Por eso siempre gustó a las mujeres, y no por su belleza, pues no era excesivamente bello, pero su mirada transmitía verdadero interés y total benevolencia. Tenía el rostro fuerte, huesudo y rebosante de entusiasmo, la cabeza grande y el cabello castaño; en esos momentos el pelo se le pegaba al cráneo a causa del sudor y del casco de cuero que llevaba bajo el yelmo. Tenía los ojos castaños también, la nariz larga y la mandíbula rotunda y rasurada, aunque el rasgo más sobresaliente era la boca, mucho más grande de lo común y con la dentadura intacta. Estaba orgulloso de sus dientes y se los limpiaba a diario con sal, siempre que la tuviera a mano, o con agua sola si no la tenía. A pesar de su rostro grande y fuerte, lo que más me impresionó fue la bondad que reflejaba y el humor pícaro que le asomaba a los ojos. Todo él respiraba alegría, su cara irradiaba una felicidad que envolvía en su aura cuanto le rodeaba. Ya entonces, y para siempre, me di cuenta de que hombres y mujeres parecían más animados en compañía de Arturo. Tornábanse todos más optimistas, se oían más risas y, cuando él partía, todo parecía apagarse, aunque no poseyera Arturo gran ingenio ni gracia para relatar historias; era simplemente Arturo, un hombre bueno de confianza contagiosa, voluntad impaciente y resolución de hierro. Esa férrea voluntad pasaba desapercibida en un primer momento, incluso el propio Arturo se conducía como si no la poseyera, pero ahí estaba. Un montón de muertos de guerra así lo atestiguaba.

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