Read El rey del invierno Online
Authors: Bernard Cornwell
Mucho me sorprendió que Owain, el amante de las batallas, lejos de ir a Durocobrivis o a Gwent, se quedara a realizar una tarea tan vulgar como recaudar impuestos. A mí me parecía trabajo de ínfima categoría, pero entonces yo no era más que un muchacho de barba incipiente que nada entendía de los designios de Owain.
Los impuestos, para Owain, eran más importantes que los sajones. Los impuestos, tal como aprendería más adelante, eran la mayor fuente de riqueza para los hombres que no estaban dispuestos a trabajar, y la época de recaudación, ahora que Uter había pasado a mejor vida, era la oportunidad de Owain. Emplazamiento tras emplazamiento, aceptaba informes de mala cosecha y gravaba así impuestos bajos, mientras que al mismo tiempo iba llenándose las alforjas de oro, que percibía a cambio de informes falsos. No obstante, procedía cándidamente.
—Uter no me lo habría permitido jamás —me dijo un día mientras paseábamos por las costas sureñas hacia la ciudad romana de Isca. Hablaba con cariño del rey difunto—. Uter era más vivo que el hambre y siempre tenía una idea bastante aproximada de lo que debían pagarle, pero Mordred nada sabe.
Miró hacia la izquierda. Estábamos cruzando un brezal desnudo que coronaba un monte; hacia el sur se extendía el mar, brillante y vacío, sobre el que soplaba un viento fuerte que rizaba de espuma blanca la cresta de las grises olas. Lejos, hacia el este, donde terminaba una amplia orilla de guijarros, se elevaba un farellón imponente donde las olas rompían con gran estrépito y abundante espuma. Era casi una isla, unida a tierra firme por un estrecho brazo de piedra y guijarros.
—¿Sabes qué es eso? —me preguntó Owain, señalando con la barbilla hacia el cabo.
—No, señor.
—La isla de los Muertos —dijo, y escupió para ahuyentar la mala suerte.
Me detuve a mirar aquel lugar estremecedor, cuna de pesadillas para los dumnonios. El farallón era la isla de los locos, el lugar donde tendría que estar Pelinor, junto con todos los demás locos peligrosos a quienes se daba por muertos tan pronto como cruzaban el puesto de vigilancia del brazo de tierra. La isla estaba protegida por Crom Dubh, el oscuro dios contrahecho, y algunos decían que la cueva de Cruachan, la boca del otro mundo, se abría en el extremo opuesto de la isla. Me quedé mirando atemorizado hasta que Owain me dio un manotazo en la espalda.
—Tú nunca tendrás que preocuparte por la isla de los Muertos, muchacho —me dijo—. Tienes una cabeza privilegiada sobre los hombros. —Siguió avanzando hacia el oeste—. ¿Dónde dormimos esta noche? —preguntó a Lwellwyn, el contable del tesoro cuya mula acarreaba las declaraciones falsas sobre las cosechas del año.
—Con el príncipe Cadwy de Isca —contestó Lwellwyn.
—¡Ah, Cadwy! Me gusta Cadwy. ¿Qué le sacamos a ese feo bribón el año pasado?
Lwellwyn no tuvo necesidad de consultar los palos de las cuentas para comprobar las muescas correspondientes, recitó de memoria una lista de pieles, vellones, esclavos, lingotes de estaño, pescado en salazón, sal y grano molido.
—Aunque pagó casi todo en oro —añadió.
—Pues entonces me gusta más todavía —dijo Owain—. ¿Qué oferta aceptaría, Lwellwyn?
Lwellwyn calculó una cantidad equivalente a la mitad de lo que Cadwy había pagado el año anterior, y fue exactamente la cantidad que convinieron antes de la cena en el castillo del príncipe Cadwy. Era un lugar grandioso, edificado por los romanos, con un pórtico de columnas situado frente a un extenso valle boscoso que bajaba hacia la desembocadura del río Exe. Cadwy era príncipe de los dumnonios, tribu de la que provenía el nombre de nuestro país; el título de príncipe que Cadwy ostentaba le confería un rango de segundo grado en el reino. Los reyes formaban el rango supremo, y tras ellos venían los príncipes, como Gereint y Cadwy, y los príncipes vasallos como Melwas de los belgas; en tercer lugan los caciques como Merlín, aunque Merlín de Avalón, por su condición de druida, quedaba fuera de toda jerarquía. Cadwy era príncipe y cacique y gobernaba sobre la dispersa tribu que habitaba las tierras entre Isca y la frontera con Kernow. En otro tiempo las tribus de Britania estaban separadas, de modo que los miembros de la tribu catuveliana se distinguían perfectamente de los belgas, pero los romanos habían limado las diferencias. Sólo algunas tribus, como la de Cadwy, conservaban todavía sus rasgos distintivos. Como tribu, se creían superiores a los demás britanos, y para dejar patente constancia de ello, se tatuaban en el rostro los símbolos de su tribu y linaje. Cada linaje, formado por no más de doce familias, por lo general habitaba un valle. Existían rivalidades virulentas entre los diversos linajes, pero nada comparable al antagonismo que sostenía la tribu de Cadwy con respecto al resto de Britania. La capital tribal era Isca, la ciudad romana, con elegantes murallas y monumentos comparables a los de Glevum, aunque Cadwy prefería vivir fuera de la ciudad, en sus propiedades. La mayoría de los habitantes de la ciudad habían adoptado costumbres romanas y evitaban los tatuajes, pero extramuros, en los valles de las tierras de Cadwy donde ios romanos nunca lograron asentarse completamente, hombres, mujeres y niños, todos sin excepción, llevaban tatuajes azules en las mejillas. Era una zona próspera, por demás, pero el príncipe Cadwy tenía intención de mejorarla aún más.
—¿Habéis visitado los páramos últimamente? —le preguntó a Owain esa noche.
Hacía un tiempo cálido y agradable, por lo que la cena había sido servida en el pórtico abierto que dominaba la propiedad de Cadwy.
—Jamás —dijo Owaín.
Cadwy resopló. Lo había visto en el Gran Consejo de Uter pero ésa fue la primera ocasión que tuve de observar de cerca al hombre responsable de defender Dumnonia de los ataques de Kernow o de la lejana Irlanda. El príncipe era un hombre de edad mediana, bajo de estatura, calvo, corpulento, con tatuajes tribales en las mejillas, los brazos y las piernas. Vestía a la usanza britana, aunque prefería la villa romana, empedrada, con columnas y dotada de canalización de agua, que corría por unos abrevaderos que atravesaban el patio central y salía hasta el pórtico, donde se remansaba en un pilón antes de caer por un dique de mármol y unirse al río más abajo, en el valle. Me dio la impresión de que Cadwy vivía bien. Recogía buenas cosechas, sus vacas y ovejas engordaban en paz y sus muchas mujeres estaban contentas. Además, la amenaza sajona era remota; mas, con todo, no se sentía satisfecho.
—Hay dinero en los páramos —le dijo a Owain—. Estaño.
—¿Estaño? —dijo Owain en tono sarcastíco.
Cadwy asintió con solemnidad. Estaba bastante borracho, igual que la mayoría de los hombres reunidos alrededor de la mesa baja donde se había servido la cena. Todos eran guerreros, tanto los hombres de Cadwy como los de Owain, aunque yo, por ser menor, tuve que quedarme detrás del asiento de Owain en calidad de escudero.
—Estaño —repitió Cadwy—, y es posible que también oro, pero mucho estaño.
Era una conversación privada, pues la cena había concluido prácticamente y Cadwy había entregado esclavas a los guerreros. Nadie prestaba atención a los dos jefes, excepto yo mismo y el escudero de Cadwy, un chico amodorrado que seguía las travesuras de las esclavas con la boca abierta y los ojos adormilados. Yo escuchaba a los dos jefes en actitud tan discreta que, a fe mía, olvidaron mi presencia.
—Tal vez no os interese el estaño —dijo Cadwy a Owain—, pero interesa a otros muchos. No se puede fabricar bronce sin estaño, y en Armórica lo pagan a buen precio, por no hablar del norte del país. —Lanzó al aire un puñetazo despectivo refiriéndose al resto de Dumnonia y soltó un eructo que, al parecer, le sorprendió a él mismo. Apaciguó la mala digestión con un trago de buen vino y arrugó el entrecejo como sí no se acordara de lo que estaban hablando—. Estaño —dijo al cabo, acordándose.
—Hablad, pues —le instó Owain, observando a uno de sus hombres, que había desnudado a una muchacha y le estaba untando el vientre de mantequilla.
—Ese estaño no me pertenece —dijo Cadwy con convíccion.
—Pero de alguien será —repuso Owain—. ¿Queréis que pregunte a Lwellwyn? Es un perro inteligente en lo que se refiere a dinero y propiedades.
El soldado golpeó con fuerza el vientre de la muchacha y la mantequilla salpicó la mesa baja provocando un estallido de carcajadas. La muchacha se quejó, pero el hombre le dijo que callara y empezó a ponerle mantequilla y grasa de cerdo a cucharadas por todo el cuerpo.
—El problema es —prosiguió Cadwy enérgicamente, para desviar la atención de Owain de la chica desnuda— que Uter introdujo a un grupo de hombres de Kernow. Vinieron a trabajar en las viejas minas romanas, pues nuestro pueblo ignoraba la forma de hacerlo. Esos perros, tomad cumplida nota, tienen obligación de enviar sus rentas al tesoro, pero los muy cabrones mandan el metal a Kernow. Me consta sin lugar a dudas.
Owain había levantado las orejas.
—¿A Kernow?
—Están ganando dinero a costa de nuestra tierra, si, si. ¡De nuestra tierra! —subrayó Cadwy indignado.
Kernow era un reino aparte, un lugar misterioso de la península occidental de los confines de Dumnonia al que los romanos nunca llegaron. Solían estar en paz con nosotros, pero de vez en cuando el rey Mark salía del lecho de su última esposa y mandaba a una horda de guerreros a la otra orilla del río Tamar.
—¿Qué hacen aquí los hombres de Kernow? —inquirió Owain, tan henchido de indignación como su anfitrión.
—Ya os lo he dicho, nos despojan de nuestra riqueza. Y no termina ahí la cosa, pues descubro que me faltan vacas, ovejas y algunos esclavos de vez en cuando. Esos mineros se propasan y no os pagan como debieran. Pero jamás podríais probarlo, jamás. Ni siquiera vuestro astuto Lwellwyn podría, asomándose al páramo por un agujero, decirnos cuánto estaño se puede extraer en un año. —Cadwy intentó matar una polilla de un golpe y luego sacudió la cabeza malhumoradamente—. Creen estar por encima de la ley, ésa es la cuestión. Sólo porque estaban bajo la protección de Uter se creen exentos de obligaciones.
Owain se encogió de hombros. De nuevo estaba pendiente de la muchacha enmantequillada, a la que ahora perseguían media docena de hombres ebrios por la terraza inferior. La grasa esparcida por todo su cuerpo dificultaba la caza, la grotesca escena hacia retorcerse de risa a unos cuantos que miraban. A mi me estaba costando un gran esfuerzo contenerme. Owain volvió la vista a Cadwy.
—Pues subid allá y matad a unos cuantos de esos perros, lord príncipe —dijo, como si fuera lo más sencillo del mundo.
—No puedo —replicó Cadwy.
—¿Por qué no?
—Uter les garantizó protección. Si la emprendo contra ellos, lo harán saber al consejo y al rey Mark y me obligarán a pagar el sarhaed.
Sarhaed era el precio que la ley imponía por delitos de sangre. El sarbaed de un rey era impagable, el de un esclavo era barato, pero el de un buen minero incluso a un príncipe rico como Cadwy le resultaría elevado.
—¿Cómo habrían de saber que erais vos el responsable de la matanza? —inquirió Owain socarronamente.
Cadwy se dio unos golpecitos en la mejilla por toda respuesta. Parecía insinuar que los tatuajes azules delatarían a sus hombres. Owain asintió. La muchacha embadurnada había caído al fin en manos de sus perseguidores, la habían tirado al suelo entre unos arbustos que crecían en la terraza inferior. Owain redujo a migas un poco de pan y miró a Cadwy de nuevo.
—¿Y bien?
—Pues —dijo Cadwy maliciosamente— algo podría hacer si encontrara a un puñado de hombres capaces de diezmar a esos perros. Los obligaría a pedirme protección, ¿comprendéis? A cambio, les exigiría el estaño que envían a Mark. Y a vos os pagaría... —Hizo una pausa para comprobar que Owain no se dejaba impresionar por la desmañada proposición— consistiría en la mitad de ese estaño.
—¿Cuánto? —preguntó Owain al punto.
Ambos hablaban en voz baja y tuve que aguzar mucho el oído para entender sus palabras en medio de la algazara y las voces de los guerreros.
—¿Qué os parece cincuenta piezas de oro al año? Como éstas —dijo, y tomando un lingote de oro del tamaño de la empuñadura de una espada lo hizo resbalar por sobre la mesa.
—¿Tanto? —Owain, quedó impresionado.
—El páramo es rico —comentó Cadwy sin cejar en su empeño—, muy rico.
Owain tendió la mirada sobre el valle, hacia un punto donde la luna se reflejaba en el río, plana y plateada como la hoja de una espada.
—¿Cuántos mineros hay? —preguntó por fin al príncipe.
—En la aldea más cercana —contestó Cadwy— viven unos setenta u ochenta hombres, con un nutrido grupo de mujeres y esclavos, claro está.
—¿Cuántas aldeas tienen?
—Tres, pero las otras dos se encuentran más lejos. Sólo me preocupa la más próxima.
—Sólo somos veinte —comentó Owain con cautela.
—¿Por la noche? —propuso Cadwy—. Además, nunca han sido atacados, por tanto no deben de montar guardia.
Owain bebió vino de su cuerno.
—Setenta piezas de oro —se limitó a decir—, no cincuenta.
El príncipe Cadwy hizo un gesto de asentimiento tras meditar un momento.
—¿Por qué no, eh? —dijo Owain con una sonrisa. Tocó el lingote de oro y entonces se volvió hacia mí, rápido como una serpiente. Yo no me moví ni aparté los ojos de una de las chicas, que
se acurrucaba desnuda entre los brazos de un tatuado soldado de Cadwy—. ¿Estás despierto, Derfel? —me dijo de pronto.
Simulé sobresalto.
—¿Señor? —dije, como sí mis pensamientos hubieran estado ocupados en otra cosa durante los últimos minutos.
—Buen chico —dijo Owain, satisfecho de que no hubiera oído nada—. Quieres una de esas chicas, ¿verdad?
—No, señor —dije sonrojado.
Owain se echó a reír.
—Acaba de hacerse con una linda muchachita irlandesa —le dijo a Cadwy— y quiere serle fiel. Pero ya aprenderá. Cuando te vayas al otro mundo, muchacho —me dijo dándome la espalda—, no lamentarás los hombres que no mataste, pero te arrepentirás de cuantas mujeres dejaras pasar de largo. —Habló con amabilidad. Durante los primeros días a su servicio me inspiraba miedo, pero por algún motivo le caía en gracia y me dispensaba buen trato. Volvió a dirigirse a Cadwy—. Mañana por la noche.
Salir del Tor de Merlín e ir a parar a la banda de Owain fue como saltar de un mundo a otro. Me quedé mirando la luna, pensando en los greñudos hombres de Gundleus cuando masacraban a los guardias del Tor; las gentes del páramo tendrían que enfrentarse a una salvajada semejante la noche siguiente; yo lo sabia, mas nada podría hacer por evitarlo, aunque me daba cuenta de que aquello no podía consentirse. Pero el destino, como siempre nos enseñaba Merlín, es inexorable. La vida es una broma de los dioses, solía decir Merlín, y la justicia no existe. Hay que aprender a reír, me dijo en una ocasión, de lo contrario llorarás hasta la muerte.