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Authors: Bernard Cornwell
—¿Con cuántas lanzas contamos? —pregunté.
Lanzarote había hecho caso omiso de mi presencia hasta el momento. Sabia que no había olvidado nuestro encuentro, dos años antes, y sin embargo mi pregunta le hizo sonreír.
—Contamos con cuatrocientos veinte hombres armados, cada cual con su lanza. ¿Sois capaz de deducir la respuesta?
—Las lanzas se rompen, lord príncipe —dije, devolviéndole su aterciopelada sonrisa—, y para defender las murallas, los hombres arrojan las lanzas como si fueran jabalinas. Cuando hayamos arrojado cuatrocientas veinte lanzas, ¿qué arrojaremos?
—Poetas —gruñó Culhwch en voz tan baja que, por suerte, Ban no lo oyó.
—Tenemos lanzas —contestó Lanzarote con desenvoltura—, y además, utilizaremos las que arrojen los francos.
—Poetas, a fe mía —repitió Culhwch.
—¿Habéis dicho algo, lord Culhwch? —preguntó Lanzarote.
—Un eructo, lord príncipe. Pero, ahora que tan gentilmente me prestáis atención, decidme, ¿tenemos arqueros?
—Algunos.
—¿Cuántos?
—Diez.
—Que los dioses nos asistan —concluyó Culhwch, y se hundió en la silla. Odiaba las sillas.
Después intervino Elaine para recordarnos que en la ínsula se cobijaban mujeres, niños y los más grandes poetas el mundo.
—La vida de los fili depende de vosotros —nos dijo—, y sabéis lo que les pasará si fracasáis.
Le di un puntapié a Culhwch para que se ahorrase el comentario.
Ban se levantó e indicó la biblioteca.
—Ahí hay siete mil ochocientos cuarenta y tres pergaminos —anuncio solemnemente—, el tesoro de la sabiduría humana; si la ciudad cayera, la civilización desaparecería. —Entonces nos relató la historia de un héroe de la antiguedad que entró en un laberinto para matar a un monstruo y fue dejando tras de sí un hilo de lana para encontrar el camino de vuelta en la oscuridad—. Mi biblioteca —añadió, a modo de moraleja de la larga historia— es ese hilo. Si lo perdemos, caballeros, quedaremos sumidos en la oscuridad eternamente. Por eso os lo ruego, ¡os ruego que luchéis! —Hizo una pausa y sonrió—. Además he pedido ayuda. He enviado misivas a Brocelianda y a Arturo, y no creo que esté lejano el día en que nuestro horizonte amanezca cubierto de velas amigas. ¡No olvidéis que Arturo juró por su honor acudir en nuestro auxilio!
—A Arturo —terció Culhwch— le salen sajones por las orejas.
—¡Un juramento es un juramento! —le recriminó Ban.
Galahad preguntó si íbamos a seguir hostigando a los francos de tierra adentro. Adujo que no seria difícil acercarse en las embarcaciones y atracar a la diestra o a la siniestra de las posiciones enemigas; pero Lanzarote rechazó la idea.
—Si abandonamos las murallas, moriremos, así de sencillo.
—¿Y no haremos más incursiones? —preguntó Culhwch indignado.
—Si abandonamos las murallas —repitió Lanzarote—, pereceremos. Las órdenes son bien simples: permaneced intramuros.
Anunció que los mejores guerreros de Benoic, cien veteranos de la guerra en tierra firme, defenderían la entrada principal. A los cincuenta dumnonios sobrevivientes nos destinaron a las
murallas de poniente y la leva de la ciudad, engrosada por fugitivos llegados de tierra firme, defendería el resto de la ínsula. Lanzarote y una companía de la guardia de palacio serian la reserva que seguiría la marcha del combate desde palacio e intervendría donde más falta hiciera.
—Será como llamar a las hadas —comentó Culhwch de mal humor.
—¿Otro eructo? —preguntó Lanzarote.
—Por comer tanto pescado, lord príncipe —replicó Culhwch.
El rey Ban nos invitó a inspeccionar la biblioteca antes de partir, con la intención, tal vez, de que el valor de lo que habíamos de defender nos prestara coraje. La mayoría de los asistentes al consejo de guerra entraron con desánimo, contemplaron boquiabiertos los pergaminos encasillados y después salieron a mirar a la arpista del torso desnudo que tocaba en la antecámara de la biblioteca. Galahad y yo nos retrasamos un poco mirando unos libros cerca de la mesa donde se encontraba el jorobado padre Celwin, que seguía trabajando y tratando al mismo tiempo de que el gato no jugara con su pluma.
—¿Seguís investigando la envergadura de las alas de los ángeles, padre? —le pregunte.
—Alguien tiene que hacerlo —contestó; se volvió y me miro atravesadamente con su único ojo—. ¿Quién eres?
—Derfel, padre, de Dumnonia. Nos conocimos hace dos años. Me sorprende que aún estéis aquí.
—Me es indiferente que te sorprendas o no, Derfel de Dumnonía. Además, has de saber que me ausenté una temporada. Fui a Roma, una ciudad harto sucia. Pensaba que los vándalos la habrían limpiado, pero aquello sigue lleno de sacerdotes con sus muchachos gordezuelos, y por eso volví. Las arpistas de Ban son mucho más bonitas que los niños catamites de Roma. —Me miro de mala manera—. ¿Te preocupa mi vida, Derfel de Dumnonia?
No podía decirle que no, aunque ganas tuve.
—Mi tarea consiste en proteger vidas —contesté pretenciosamente—, incluida la vuestra, padre.
—En ese caso, en tus manos encomiendo mi vida, Derfel de Dumnonía —dijo; volvió su feo rostro hacia la mesa y apartó al gato de la pluma—. Mi vida pesa sobre tu conciencia, Derfel de Dumnonía, y ahora, ve a luchar y déjame hacer algo útil.
Quise preguntar al sacerdote acerca de Roma, pero me despachó con un gesto y volví entonces al almacén de las murallas de poniente, que sería nuestro hogar durante el sitio. Galahad, que ya se consideraba dumnonio honorífico, estaba con nosotros; intentamos calcular el número de francos que se retiraban al empezar a subir la marea, después de haber intentado una vez más encontrar el camino entre la arena. Los bardos que cantan el sitio de Ynys Trebes dicen que el enemigo era más numeroso que los granos de arena de la bahía. No había tantos, pero de todos modos eran muchísimos. Todas las bandas francas del lado occidental de la Galia habían aunado sus fuerzas para conquistar Ynys Trebes, la joya de Armórica, pues se creía que estaba atestada de tesoros procedentes de la caída del imperio romano. Galahad calculó que había tres mil francos, yo, que dos mil, y Lanzarote nos aseguró que eran diez mil. Pero, fueran cuantos fuesen, nos rodeaban en número ingente.
Los primeros ataques fueron desastrosos para los francos. Hallaron un camino en el arenal y asaltaron la puerta principal, donde fueron rechazados sangrientamente; al día siguiente atacaron la sección de las murallas defendida por nosotros y recibieron el mismo trato, y además, como se demoraron mucho más, gran parte de sus hombres quedaron aislados a causa de la subida de la marea. Unos cuantos perecieron bajo las aguas al tratar de alcanzar tierra firme, otros se refugiaron en el estrecho brazo de tierra que rodeaba nuestras murallas y que se reducía por momentos, y allí fueron exterminados por un grupo de lanceros emboscados al mando de Bleiddig, el jefe que me llevara a Benoic y que comandaba entonces el grupo de veteranos de Benoic. La incursión de Bleiddig en la arena desobedecía radicalmente las órdenes de Lanzarote de permanecer intramuros, pero fueron tantos los muertos que Lanzarote fingió haber ordenado el ataque y más adelante, después que Bleiddig hubiera muerto, aseguró haber comandado la incursión él mismo. Los fili compusieron un cantar sobre el dique que Lanzarote había levantado en la bahía con los cadáveres de los francos abatidos, cuando en realidad el príncipe había permanecido en palacio durante la ofensiva de Bleiddig. Los cadáveres de los guerreros francos quedaron flotando alrededor de la isla durante muchos días, traídos y llevados por las olas y sirviendo de pasto a las gaviotas carroñeras.
Después los francos comenzaron a construir un terraplén más seguro. Cortaron cientos de árboles, los colocaron en la arena y los aseguraron con piedras que los esclavos transportaron hasta la costa. Las mareas eran formidables en la bahía de Ynys Trebes, a veces subían hasta cuarenta pies y las corrientes destrozaban el nuevo terraplén, de forma que al bajar la marea la arena quedaba cubierta de troncos a la deriva, pero los francos no cejaban, transportaban más árboles cortados y más piedras y rellenaban los huecos. Contaban con miles de esclavos y no les importaba sacrificarlos a cientos en la construcción del terraplén. A medida que la obra avanzaba, disminuían nuestras provisiones. Las pocas embarcaciones que nos quedaban salían a pescar y a buscar grano en Brocelianda, pero los francos botaron sus propias embarcaciones y, cuando capturaron a dos de las nuestras y destriparon a la tripulación, los patronos decidieron no hacerse a la mar de nuevo. Los poetas de la cima, que utilizaban las lanzas como ornamento, vivían de las bien provistas despensas de palacio, pero los guerreros arrancábamos lapas de las rocas, comíamos mejillones y navajas o guisábamos las ratas que quedaban atrapadas en nuestra bodega, llena todavía de pellejos, sal y barriles de clavos. No nos moríamos de hambre. Diariamente tendíamos al pie de las rocas redes confeccionadas con ramas de sauce, y siempre nos proporcionaban algo de pesca menuda, aunque cuando bajaba la marea, los francos nos las destrozaban.
Con la pleamar, las naves francas navegaban alrededor de la isla para recoger las redes tendidas más allá de la costa de la ciudad. La bahía era poco profunda y el enemigo descubría las redes fácilmente, de forma que podía romperlas enseguida con las lanzas. Una de esas naves embarrancó al volver a tierra firme y allí quedó, perdida a un cuarto de milla de la ciudad cuando bajó la marea. Culhwch ordenó un ataque rápido y treinta de nosotros bajamos a recoger las redes suspendidas de la pared rocosa. Los doce hombres de la tripulación de la nave huyeron tan pronto nos acercamos; en la nave abandonada encontramos un barril de pescado en salazón y dos hogazas de pan seco, que nos llevamos triunfantes a nuestra posición. Cuando subió la marea, trasladamos la embarcación a la ciudad y la amarramos a la sombra de nuestras murallas. Lanzarote vio nuestra desobediencia desde lejos, y aunque no nos hizo llegar su recriminación, la reina Elaine exigió saber qué provisiones habíamos encontrado en la nave. Le hicimos llegar pescado seco, lo cual fue tomado como un insulto. Entonces Lanzarote nos acusó de habernos apoderado de la embarcación para abandonar Ynys Trebes y ordenó que la amarrásemos en el pequeño puerto de la bahía. En respuesta, subí hasta palacio y le exigí que defendiera con la espada tal acusación de cobardía. Le lancé el reto desde el patio de armas, a voz en grito, pero el príncipe y sus poetas permanecieron tras las puertas cerradas. Escupí en el umbral y me marché.
Cuanto más desesperada se hacía la situación, mayor contento mostraba Galahad. Debíase su alegría en parte a la presencia de Leanor, la arpista que me saludara al llegar dos años antes, la misma que despertaba el deseo carnal de Galahad, según me confesó él mismo, es decir, la que Lanzarote tomara contra su voluntad. Galahad y ella cohabitaban en un rincón de la bodega. Teníamos mujeres con nosotros. Nuestra situación era tan desesperada que la propia desesperanza modificaba la conducta normal, de modo que vivíamos lo más intensamente posible, antes de morir, aquellas horas que dábamos por últimas. Las mujeres montaban guardia con nosotros y apedreaban a los francos cuando trataban de romper nuestras redes. Hacia tiempo que nos habíamos quedado sin lanzas, sólo teníamos las que habíamos traído a Benoic con nosotros, pues las reservábamos para el combate postrero. El puñado de arqueros no contaba sino con las flechas que los francos disparaban a la ciudad, arsenal que aumentó cuando el nuevo terraplén permitió al enemigo sítuarse a tiro de arco de la puerta principal de la ciudad. Al final del terraplén levantaron una barricada de paja desde la que los arqueros disparaban contra los defensores de las puertas. Los francos detuvieron en ese punto la construcción del terraplén, pues su única intención era salvar la distancia hasta el lugar apropiado para comenzar el asalto. Así pues, sabíamos que el ataque no tardaría en llegar.
Cuando detuvieron las obras del terraplén era principios de verano. La luna estaba llena y provocaba mareas colosales. El terraplén estaba casi siempre anegado, pero cuando las aguas bajaban, una extensa playa se abría alrededor de Ynys Trebes, y los francos, que aprendían día a día los secretos de los arenales, se esparcían por todas partes a nuestro alrededor. Sus tambores eran nuestra música a todas horas y oíamos sus amenazas constantemente. Un día en que celebraron una festividad propia de sus tribus, en vez de atacarnos, encendieron grandes hogueras en la playa e hicieron desfilar una columna de esclavos hasta el final del terraplén; allí los decapitaron uno a uno. Eran esclavos britones en su mayoría, y algunos tenían parientes que hubieron de contemplar su muerte desde la muralla de la ciudad, de suerte que algunos defensores de Ynys Trebes, espoleados por tan bárbara carnicería, precipitáronse por las puertas de la ciudad en un vano intento de rescatar a los desgraciados niños y mujeres. Los francos esperaban el ataque y formaron en línea de batalla sobre la arena de la playa, pero los hombres de Ynys Trebes, enloquecidos por la ira y el hambre, cargaron. Bleiddig fue uno de ellos. Murió ese día, atravesado por una lanza franca. Los dumnonios permanecimos observando la retirada de los escasos supervivientes. No habríamos podido sino añadir nuestros propios cadáveres al montón de muertos. El cuerpo de Bleiddig fue desollado, destripado y empalado al final del terraplén, de modo que hubimos de contemplarlo hasta la siguiente pleamar. El cuerpo quedó en la estaca aunque las aguas lo cubrieron por completo, y al día siguiente, al alba gris, las gaviotas se cebaron en la carne bañada en sal.
—Teníamos que haber cargado con Bleiddig —me dijo Galahad apesadumbrado.
—No.
—Más hubiera valido morir como hombres frente al enemigo que de hambre aquí dentro.
—Tendréis ocasión de enfrentaros al enemigo —le prometí, aunque tomé las medidas necesarias para ayudar a los míos en la derrota.
Levantamos barricadas en los senderos que llevaban a nuestro sector para mantener a los francos a raya, si acaso entraban en la ciudad, mientras las mujeres escapaban por un sendero estrecho y rocoso que serpenteaba por un costado de la peña de granito hasta llegar a una pequeña hendidura de la costa noroccidental de la ínsula, donde habíamos escondido la nave capturada al enemigo. La hendidura no servía de amarradero, así que, para no dejar la embarcación a merced de las olas y el viento, que la habrían estrellado contra los riscos, la anclamos llenándola de piedras, de modo que quedaba bajo las aguas dos veces al día. Supuse que el enemigo atacaría durante la bajamar y di órdenes a dos de nuestros heridos de que la vaciaran y dejaran a flote tan pronto como comenzara el asalto. La idea de escapar en la nave era desesperada, pero infundió coraje a nuestra gente.