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Authors: Bernard Cornwell

El rey del invierno (42 page)

BOOK: El rey del invierno
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No acudieron naves a rescatarnos. Una mañana divisamos una gran vela en el norte y corrió por la ciudad el rumor de que Arturo había llegado, pero la vela se alejó poco a poco hasta desaparecer en la calina estival. Estábamos solos. Durante la noche, cantábamos y contábamos historias antiguas y por el día observábamos el aumento de las bandas guerreras francas que iban reuniéndose en tierra firme.

Iniciaron el asalto una tarde de verano, al final de la marea baja. Cayeron como un enjambre inmenso de hombres con corazas de cuero, yelmos de hierro y escudos de madera, que sostenían en alto. Cruzaron el terraplén, saltaron y subieron la suave cuesta de arena que llevaba a las puertas de la ciudad. Los que venían en cabeza transportaban un tronco descomunal a modo de ariete, con la cabeza curada al fuego y forrada de cuero, y los que corrían detrás llevaban escalas. Una horda llegó hasta nuestra muralla y fijó varias escalas.

—¡Dejad que suban! —ordenó Culhwch a nuestros soldados. Esperó a que hubiera cinco hombres en una escala y arrojó entonces una gran piedra directamente a los travesaños. Los francos cayeron gritando. Una flecha alcanzó a Culhwch en el yelmo al asomarse a lanzar otra roca; muchas flechas más rascaron los muros o silbaron por encima de nuestras cabezas y una lluvia de jabalinas se estrelló en vano contra la piedra. Los francos formaban una masa oscura que pululaba al pie de la muralla soportando las pedradas y las aguas negras que les arrojábamos. Cavan consiguió levantar una escala entera por encima de la muralla y la rompimos en astillas, que luego lanzamos contra los atacantes. Cuatro mujeres llegaron al muro arrastrando una columna estriada de piedra desde la puerta de la ciudad; la izamos por encima de la muralla y nos regocijamos con los gritos horribles de los hombres que aplastó en su caída.

—¡He aquí que la oscuridad se extiende! —me dijo Galahad a gritos.

Estallaba de júbilo, librando la última batalla y escupiendo a la muerte en la cara. Aguardó a que un franco llegara al final de la escala para rebanarle la cabeza de una estocada tremenda; la cabeza cayó dando tumbos por la arena y el cuerpo quedó aferrado a la escala, impidiendo el paso a los que subían detrás, que de esa forma se convirtieron en blanco fácil de nuestras pedradas. Nuestro arsenal procedía de las paredes de la bodega, que estábamos destruyendo para no quedarnos sin proyectiles, y además estábamos ganando la batalla porque cada vez eran

menos los francos que osaban trepar por las escalas. Terminaron por retirarse del pie de las murallas y nos burlamos de ellos diciéndoles que habían sido derrotados por mujeres, pero que si atacaban de nuevo, despertaríamos a nuestros guerreros y se las verían con ellos. No sé si llegaron a entender nuestras baladronadas, pero se mantuvieron a distancia, temerosos de nuestra defensa. El ataque más feroz no cejaba en la entrada principal, las embestidas del ariete conmovían la bahía entera como sí de un tambor gigantesco se tratara.

El sol alargaba sobre la arena las sombras del cabo occidental de la bahía y pintaba de rosa las nubes, que semejaban rayas en el cielo. Las gaviotas se recogían para pasar la noche. Los dos heridos destinados a vaciar nuestra nave partieron a cumplir su misión —yo albergaba la esperanza de que los francos no se hubieran adentrado tanto en la isla como para descubrir nuestra vía de escape—, aunque dudaba de que fuéramos a necesitarla siquiera. Caía la tarde y la marea subía, de modo que las aguas pronto harían retroceder al enemigo hacia el terraplén, hasta sus campamentos, y nosotros celebraríamos una victoria histórica.

Pero entonces se elevaron grandes clamores de guerra y triunfo entre las filas de más allá de las puertas de la ciudad, los francos derrotados echaron a correr para unírse a un asalto lejano y supimos que la ciudad había sido tomada. Más tarde, hablando con los supervivientes, supimos que los francos habían logrado entrar por el muelle de piedra del puerto y que se esparcían ya por la ciudad como un hormiguero arrasador.

Entonces comenzaron los gritos.

Galahad y yo cruzamos la barricada más cercana con veinte hombres. Algunas mujeres corrían hacia nosotros, pero al vernos, intentaron trepar por la colina de granito, presas del pánico. Culhwch se quedó a defender la muralla y a cubrirnos la retirada hasta la embarcación; la primera columna de humo de una ciudad tomada se elevó en el cielo del atardecer.

Pasamos por detrás de los defensores de la entrada principal, bajamos por unas escaleras de piedra y vimos al enemigo desplegándose como ratas en un granero. Lanceros enemigos invadían a cientos la ciudad desde el muelle. Los estandartes de cuernos de toro avanzaban en todas direcciones, sus tambores retumbaban y las mujeres atrapadas en las casas de la ciudad gritaban. A nuestra izquierda, en el lado opuesto del puerto, donde sólo unos pocos atacantes habían ganado posiciones, vimos aparecer de repente a unos cuantos lanceros de manto blanco. Boores, primo de Lanzarote y comandante de la guardia de palacio, dirigía el contraataque; por un momento llegué a creer que en ese instante cambiaría el signo de la jornada y que el enemigo sería obligado a batirse en retirada definitivamente, pero en vez de iniciar el asalto al muelle, Boores llevó a sus hombres por unos escalones hacia una flotilla de pequeñas naves que aguardaba para llevarlos a todos a buen puerto. Vi al príncipe Lanzarote corriendo en medio de la guardia, llevando a su madre de la mano y dirigiendo a un grupo de cortesanos aterrorizados. Los fil abandonaban la ciudad sentenciada. Galahad redujo a dos hombres que trataban de subir por los escalones y en ese momento vi que la calle que teníamos a la espalda se llenaba de francos envueltos en negros mantos.

—¡Atrás! —grité, y me llevé a Galahad a rastras, lejos del callejón.

—¡Dejad de luchar!

Trató de librarse de mi para enfrentarse a los dos hombres que subían ya por los peldaños de piedra.

—¡Dejadlo, insensato! —De un empujón le obligué a ponerse detrás de mí, apunté la lanza a mi izquierda, la levanté y se la clavé a un franco en la cara. Solté el arma, paré la lanza del segundo hombre con el escudo, saqué a Hywelbane y largué una estocada por debajo del escudo que hizo recular al hombre; el franco gritó al caer por los peldaños agarrándose las tripas con las manos, desangrándose—. Vos sabréis sacarnos de la ciudad —le dije a Galahad. No recuperé la lanza pero, de un empujón, alejé a Galahad de los enemigos sedientos de lucha que subían en gran número por los escalones. Al final de la escalinata había una alfarería, y a pesar del sitio el alfarero no había retirado los tenderetes donde exponía la mercancía ni los toldos que los protegían. Derribé una de las mesas, llena de vasijas y jarras, en medio del camino de los atacantes, corté el toldo y se lo arrojé a la cara—. ¡Enseñadnos el camino! —le pedía a gritos.

En Ynvs Trebes había callejones y jardines que sólo sus habitantes conocían, y necesitábamos esos vericuetos para poder escapar.

Los invasores entraban ya por la puerta principal y quedamos apartados de Culhwch y sus hombres. Galahad nos llevó colina arriba, torció a la izquierda, hacia un túnel que se abría a un templo, luego cruzamos un jardín y subimos hasta el muro de una cisterna de agua de lluvia. A nuestros pies, la ciudad se estremecía de horror. Los francos victoriosos tiraban abajo las puertas para vengar a sus compañeros muertos en la arena. Los gemidos de los niños eran ahogados por la espada. Vi a un guerrero franco, un hombre enorme de gran estatura con cuernos en el casco, que cortaba por la mitad a cuatro defensores con el hacha. El humo salía de las casas. Aunque la ciudad estuviera construida con piedras, había muebles, brea para embarcaciones y tejados de paja suficientes para incendiar sin tino. En el mar, la marea ya subía inundando los bancos de arena; vi brillar el casco alado de Lanzarote en una de las tres naves que huían mientras sobre mi cabeza, rosado bajo el sol poniente, eí hermoso palacio esperaba sus últimos momentos. La brisa del crepúsculo esparció el humo gris y agitó suavemente la cortina blanca de una de las ventanas de palacio.

—¡Por allí! —dijo Galahad, señalando hacia un estrecho sendero—. ¡Seguid el camino hasta nuestra nave! —Nuestros hombres corrieron para salvar la vida—. ¡Vamos, Derfel! —me dijo.

Pero no me moví; me quedé mirando la empinada subida.

—¡Vamos, Derfel! —insistió Galahad.

Pero yo estaba escuchando una voz interior, la voz de un viejo, una voz seca, sardónica y antipática, una voz que no me dejaba mover.

—¡Vamos, D erfel! —gritó Galahad una vez mas.

En tus manos encomiendo mi vida, fueron las palabras del viejo, y súbitamente, le oi otra vez. Mi vida pesa sobre tu conciencia, Derfel de Dumnonía.

—¿Cómo llego a palacio? —pregunté a Galahad.

—¿A palacio?

—¡Decidme! —grité furioso.

—¡Por aquí, por aquí!

Y subimos.

10

Los bardos cantan al amor, celebran las matanzas, ensalzan a los reyes y halagan a las reinas, pero si yo fuera poeta, escribiría loas a la amistad.

He sido afortunado con los amigos. Arturo, por ejemplo, pero de entre todos mis amigos no hubo jamás otro como Galahad. A veces nos entendíamos sin necesidad de palabras y otras hablábamos incesantemente durante horas. Todo lo compartíamos, salvo las mujeres. Fueron incontables los momentos en que estuvimos hombro con hombro en la línea de combate, y las ocasiones en que compartimos el último mendrugo de pan. Nos tomaban por hermanos y así nos considerábamos nosotros también.

Y aquella aciaga tarde, cuando la ciudad sucumbía al fuego a nuestros pies, Galahad comprendió que no podría obligarme a ir a la nave que nos aguardaba. Supo que me retenía algún imperativo, algún mensaje de los dioses que me empujó a ascender desesperadamente hacia la serena ciudadela de la cumbre de Ynys Trebes. El horror iba ascendiendo también a nuestro alrededor, pero aún manteníamos cierta distancia. Cruzamos el tejado de una iglesia corriendo como desesperados, saltamos a un callejón y nos abrimos paso a contracorriente entre una multitud de fugitivos que creían que la iglesia les ofrecería cobijo; después, subiendo unos escalones de piedra, alcanzamos la calle principal que circundaba Ynys Trebes. Un grupo de francos nos venía a la zaga, compitiendo por ver quién sería el primero en llegar al palacio de Ban, pero les llevábamos aún bastante distancia, nosotros y el lastimoso puñado de gente que había escapado a la matanza de la zona baja de la ciudad y que pretendía vanamente refugiarse en la morada de la cima.

No había guardia en el patio de armas. Las puertas de palacio estaban abiertas y dentro las mujeres se encogían atemorizadas, los niños lloraban, el noble mobiliario esperaba a los conquistadores y el viento agitaba las cortinas. Crucé las elegantes estancias, la cámara de los espejos, pasé de largo ante el arpa abandonada de Leanor y me precipité en el gran aposento donde Ban me recibiera la primera vez. El rey aún se encontraba allí, ataviado con su toga, sentado a la mesa con la pluma en la mano.

—Se ha hecho tarde —dijo al verme entrar apresuradamente con la espada desenvainada—. Arturo no ha cumplido su palabra.

Resonaban gritos en los corredores de palacio. El humo nublaba la vista desde las ventanas arqueadas.

—¡Venid con nosotros, padre! —dijo Galahad.

—Tengo quehaceres —replicó Ban quejumbrosamente. Mojó la pluma en tinta y empezó a escribir—. ¿No veis que estoy ocupado?

Pasé a la antecámara que llevaba a la biblioteca; estaba vacía; abrí de un empujón las puertas de la biblioteca y vi al sacerdote jorobado de pie junto a un estante de pergaminos. Había muchos manuscritos desperdigados por el suelo.

—Vuestra vida es mía —grité furioso, resentido porque un hombre tan feo me hubiera cargado con semejante responsabilidad, habiendo además tantas otras vidas que salvar en la ciudad—. ¡Seguidme al punto! —añadí. El sacerdote no me hizo el menor caso. Sacaba pergaminos de las estanterías frenéticamente, cortaba la cinta y el sello, leía las primeras lineas y los arrojaba al suelo con los otros—. ¡Vámonos! —insistí.

—¡Un momento! —dijo Celwin, y sacó otro pergamino, lo tiró y abrió el siguiente—. ¡Todavía no!

Un estruendo resonó en el palacio, seguido por clamores de victoria que enseguida quedaron ahogados por gemidos. Galahad se encontraba en la puerta de la biblioteca, rogando a su padre que se uniera a nosotros, pero Ban lo despidió con un gesto de la mano como si sus palabras le molestaran. Entonces la puerta se abrió y tres francos sudorosos se precipitaron en la estancia. Galahad corrió a su encuentro pero no llegó a tiempo de salvar la vida de su padre, y Ban no intentó defenderse síquiera. El primer franco lo cosió a estocadas, aunque en mi opinión el rey de Benoic ya había muerto de pesadumbre antes de recibir el primer tajo. El franco iba a cortarle la cabeza, pero cayó atravesado por la lanza de Galahad, mientras yo, Hywelbane en ristre, acometía contra el segundo guerrero y, con un amplio movimiento, lo arrojaba contra el tercero obstruyéndole el paso. Al franco moribundo le olía el aliento a cerveza, como a los sajones. Más allá de la puerta había humo. Galahad ya estaba a mi lado, enfrentándose al tercer franco con la lanza, cuando llegó un tropel de invasores corriendo por el pasillo. Recuperé a Hywelbane y retrocedí hasta la antecámara.

—¡Vamos, viejo loco! —grité al obstinado sacerdote sin girarme del todo.

—Viejo si, Derfel, pero ¿loco? Jamás.

El sacerdote soltó una carcajada; una cierta amargura en esa risa me hizo volverme hacia él, y vi, como en sueños, que la joroba desaparecía y el sacerdote, al enderezar la espalda, alcanzaba una altura considerable. No me pareció feo en absoluto, sino maravilloso y majestuoso y tan imbuido de sabiduría que, a pesar de encontrarme en un palacio de muerte, empapado de sangre y vibrante de gritos de agonía, me sentí más seguro que nunca en mi vida. El sacerdote seguía riéndose de mí, muy complacido por haberme engañado durante tanto tiempo.

—¡Merlin! —exclamé con lágrimas en los ojos, lo confieso.

—Dame unos minutos —dijo—, entreténmelos. —Seguía sacando pergaminos y tirándolos al suelo con una mirada de desprecio. Se había retirado el parche del ojo, que no era sino parte del disfraz—. Entreténmelos —repitió, al tiempo que se acercaba a otro estante de pergaminos sin abrir—. Tengo entendido que sabes defenderte muy bien, así que ahora, esfuérzate.

Galahad puso el arpa y el atril de la arpista en la puerta y nos apostamos los dos a la entrada a defender el paso con lanzas, espadas y escudos.

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