El río de los muertos (4 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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—¿Qué has dicho? —inquirió Palin con un respingo—. ¿Draconianos?

—Oh, sí. ¿A que suena divertido? Cabalgan a lomos de los dragones y luego saltan y... Mira, ahí los tienes. ¿Ves cómo extienden las alas para frenar la caída? ¿No sería maravilloso, Palin? Poder planear en el aire como...

—¡Por eso Beryl no ha dejado que los dragones reduzcan a cenizas la Ciudadela! —exclamó el mago, abrumado por la repentina revelación—. Planea utilizar a los draconianos para encontrar el artilugio mágico. ¡Para encontrarnos a nosotros!

Inteligentes, fuertes, nacidos y criados para la batalla, los draconianos eran las tropas más temidas de los grandes señores dragones. Creados durante la Guerra de la Lanza, mediante la manipulación de los huevos robados a los dragones de colores metálicos con hechizos perversos, los draconianos eran seres con aspecto de enormes lagartos que caminaban erguidos como los humanos. Tenían alas, pero eran cortas y no soportaban el peso de sus corpachones musculosos en un vuelo prolongado, pero sí les permitían planear en el aire, como hacían en ese momento, capacitándolos para hacer un aterrizaje suave y sin riesgos.

En el momento en que los draconianos tocaron tierra firme, empezaron a colocarse en formación siguiendo las órdenes de sus oficiales.

Las filas de draconianos se desplegaron, apresando a todos los que podían atrapar.

Un grupo rodeó a los guardias de la Ciudadela y les ordenó que se rindieran. Superados en número, los guardias tiraron sus armas, y los draconianos los obligaron a ponerse de rodillas, tras lo cual les lanzaron encantamientos que los envolvieron en telarañas o los hicieron dormir. Palin tomó nota de que los draconianos podían realizar conjuros sin aparente dificultad mientras que cualquier mago de Ansalon apenas reunía magia para hervir agua. El hecho le pareció ominoso, y le habría gustado disponer de tiempo para reflexionar sobre ello, pero no parecía probable que se le presentara esa oportunidad.

Los draconianos no estaban matando a sus prisioneros. Todavía. Hasta que se los sometiese a interrogatorio. Los dejaron donde habían caído, envueltos en las mágicas telarañas, y siguieron adelante mientras otros grupos de draconianos se encargaban de meter a los prisioneros en el abandonado Liceo.

Un Dragón Rojo volvió a pasar por encima, hendiendo el aire con sus inmensas alas. Tropas draconianas saltaron de su lomo; su objetivo fue entonces obvio para Palin: iban a tomar la Ciudadela de la Luz para utilizarla como base de operaciones. Una vez conseguido tal objetivo, se desplegarían por la isla y acorralarían a todos los civiles. Sin duda, otra fuerza estaría atacando a los Caballeros de Solamnia para retenerlos en la fortaleza.

«¿Tendrán una descripción de Tas y de mí? —se preguntó Palin—. ¿O les habrán ordenado que prendan a todos los magos y kenders que encuentren? Tanto da —comprendió con amargura—. En cualquier caso, volveré a estar prisionero muy pronto. Me torturarán y me encadenarán en la oscuridad para que me pudra con mis propias inmundicias. No tengo medios para combatirlos. Si intento usar mi magia, los muertos la absorberán para quedársela, sea lo que fuere para lo que les sirva.»

Permaneció en las sombras de la pared de cristal, sumido en un tumulto de emociones, el miedo bullendo en su interior, revolviéndole hasta el punto de pensar que lo mataría. No temía a la muerte. Morir era la parte fácil. Vivir como prisionero... no se sentía capaz de afrontar eso. Otra vez no.

—Palin —susurró con urgencia Tas—. Creo que nos han visto.

Efectivamente, un oficial draconiano los había descubierto; señaló hacia ellos e impartió órdenes. Sus tropas se encaminaron hacia los dos. Palin se preguntó dónde estaría lady Camilla y se le ocurrió la absurda idea de gritar pidiendo auxilio, pero la descartó al punto. Estuviera donde estuviese, la dama guerrera tenía bastante con ocuparse de su propia seguridad.

—¿Vamos a luchar contra ellos? —inquirió el kender, entusiasmado—. Tengo mi daga especial,
Mataconejos. —
Se puso a rebuscar en sus saquillos, tirando cubiertos, cordones de botas, un calcetín viejo—. Caramon le puso ese nombre porque decía que sólo serviría para matar conejos peligrosos. Nunca me he topado con un conejo peligroso, pero funciona bastante bien contra draconianos. Sólo tengo que acordarme dónde la puse...

«Correré al interior del edificio —pensó el mago, presa del pánico—. Encontraré un sitio donde esconderme, cualquier sitio.»

Se imaginó a los draconianos descubriéndolo dentro de un armario, agazapado y lloriqueando, sacándolo a rastras... Le subió a la boca el amargo regusto de la hiél. Si huía, volvería a huir la próxima vez y seguiría huyendo siempre, dejando que otros murieran en su lugar.

«Se acabó —pensó—. Plantaré cara aquí y ahora. Yo no importo —se dijo—. Soy prescindible. El que importa es Tasslehoff. Al kender no debe pasarle nada. No ahora, no en este mundo, porque si muere en un lugar y un tiempo que no le corresponden, el mundo y todos los que estamos en él, dragones, draconianos e incluso yo mismo, dejaremos de existir.»

—Tas —empezó en voz baja y firme—, voy a despistar a esos draconianos, y mientras me persiguen, tú corre hacia las colinas. Allí estarás a salvo. Cuando los dragones se marchen, y creo que lo harán una vez que me hayan capturado, quiero que vayas a Palanthas y encuentres a Jenna para que te conduzca hasta Dalamar. Cuando yo lo diga, tienes que correr, Tas, y tan deprisa como puedas.

—¡No puedo dejarte, Palin! Admito que me enfadé contigo porque intentabas matarme obligándome a regresar para que el pie del gigante me aplastara, pero ya casi lo he superado y...

—¡Huye, Tas! —ordenó el mago, furioso en su desesperación. Abrió la bolsa que contenía las piezas del ingenio mágico y cogió la cubierta enjoyada—. ¡Corre! Mi padre tenía razón. ¡Tienes que reunirte con Dalamar, debes contarle...!

—¡Ya sé! —gritó Tas, que no lo escuchaba—. ¡Nos esconderemos en el laberinto de setos! Allí nunca nos encontrarán. ¡Vamos, Palin! ¡Deprisa!

Los draconianos chillaban, y otros draconianos que los oyeron se volvieron para mirar.

—¡Tas! —Palin se volvió, furioso, hacia el kender—. ¡Haz lo que te he dicho! ¡Huye!

—Sin ti, no —se negó, testarudo—. ¿Qué diría Caramon si se enterara de que te he dejado solo aquí, para que mueras? Se acercan muy deprisa, Palin —añadió—. Si vamos a intentar llegar al laberinto de setos, creo que más vale que lo hagamos ya.

Palin sacó la cubierta enjoyada del artefacto. Con el ingenio de viajar en el tiempo su padre se había desplazado al pasado, en la época del Primer Cataclismo, para intentar salvar a lady Crysania e impedir que su gemelo Raistlin entrara al Abismo. Con ese ingenio, Tasslehoff había viajado al presente, llevándole un misterio y una esperanza. Con ese ingenio, él mismo había regresado al pasado para descubrir que el tiempo anterior al Segundo Cataclismo no existía. Era uno de los artefactos más poderosos jamás creado por los hechiceros de Krynn. Estaba a punto de destruirlo y, al hacerlo, quizá los destruiría a todos. Sin embargo, era la única solución.

Aferró la cubierta con tanta fuerza que los bordes del metal le cortaron la palma. Pronunció unas palabras mágicas que no había dicho desde que los dioses se marcharon al final de la Cuarta Era, y arrojó la pieza a los draconianos que se aproximaban. No tenía idea de qué esperaba conseguir con ello. Fue un acto de desesperación.

Al ver que el mago les lanzaba algo, los draconianos se frenaron bruscamente, recelosos.

La cubierta metálica cayó a sus pies, y los draconianos recularon al tiempo que alzaban los brazos para cubrirse la cara, esperando que el artefacto explotara.

La cubierta rodó por el suelo, se tambaleó y cayó. Algunos draconianos empezaron a reír.

La pieza comenzó a brillar y emitió una onda de cegadora luz azul que golpeó a Palin en el pecho.

El impacto de la sacudida fue tan fuerte que el corazón casi se le paró; durante un espantoso instante Palin temió que el ingenio lo estuviera castigando, vengándose de él. Entonces sintió su cuerpo henchido de poder. La magia, la antigua magia, ardió en su interior, bulló en su sangre, embriagadora, estimulante. La magia cantó en su alma e hizo que su cuerpo se estremeciera. Pronunció las palabras de un conjuro, el primero que le vino a la mente, y se maravilló porque todavía las recordaba.

Sin embargo, después de todo, no era tan extraño. ¿Acaso no las había repetido una y otra vez para sus adentros, en una letanía doliente, durante todos esos años interminables?

De sus dedos salieron despedidas bolas de fuego que alcanzaron a los draconianos. El fuego mágico ardió con tal intensidad que los hombres-lagarto estallaron en llamas, cual antorchas vivas. Las abrasadoras llamaradas los consumieron de inmediato, reduciéndolos a un montón informe de carne chamuscada, armaduras derretidas y huesos humeantes.

—¡Lo conseguiste! —exclamó alegremente Tas—. Funcionó.

Arredrados por el espantoso fin de sus compañeros, los otros draconianos miraron a Palin con odio pero también con un nuevo y cauteloso respeto.

—¿Vas a huir ahora o no? —gritó Palin, exasperado.

—¿Vienes tú? —inquirió Tas, aupándose sobre las puntas de los pies.

—¡Sí, maldita sea! ¡Sí! —le aseguró el mago, y Tas echó a correr.

Palin fue tras él. Era un hombre de mediana edad, entrado en canas, que antaño había estado en buena forma, pero que no había hecho un esfuerzo físico tan intenso desde hacía mucho tiempo. Además, la ejecución del conjuro lo había agotado y ya sentía cómo se debilitaba; no podría mantener ese paso mucho tiempo.

A su espalda oyó a un oficial gritando órdenes, furioso. Palin miró hacia atrás y vio que los draconianos los perseguían de nuevo, arrancando el césped con sus patas garrudas y lanzando pegotes de barro al aire. Se ayudaron con las alas para acelerar su carrera, de manera que se elevaron sobre el suelo, deslizándose sobre él a una velocidad que ni el maduro Palin ni el kender, con sus piernas cortas, tenían la menor esperanza de igualar.

El laberinto de setos se encontraba aún a cierta distancia; Palin respiraba entre jadeos, sintiendo pinchazos en el costado y un ardor en los músculos de las piernas. Tas corría animosamente, pero tampoco era ya un kender joven, y trastabillaba y jadeaba. Los draconianos les iban ganando terreno.

Palin se detuvo y se volvió de nuevo hacia sus enemigos para hacerles frente. Buscó la magia, y la sintió como un chorrillo frío, no como un torrente arrollador. Metió la mano en la bolsa y agarró otra pieza del ingenio de viajar en el tiempo, la cadena que se suponía debía enrollarse dentro del artefacto. Gritando palabras que tenían más de desafío que de magia, Palin arrojó la cadena a los draconianos de alas batientes.

La cadena se transformó, creciendo, alargándose, expandiéndose hasta que los eslabones fueron tan gruesos y fuertes como los del ancla de un gran barco. La inmensa cadena golpeó a los draconianos en el estómago y luego, retorciéndose como una serpiente de hierro, se enroscó una y otra vez en torno a los perseguidores. Los eslabones se apretaron, sujetando prietamente a los monstruos.

Palin no podía perder tiempo en maravillarse. Cogió a Tas de la mano y se volvió para reanudar la frenética carrera hacia el laberinto de setos. Por el momento, la persecución había cesado. Envueltos en la cadena, los draconianos aullaban de dolor y se debatían desesperadamente para escapar de los estranguladores anillos de hierro, y los otros no se atrevían a ir tras él.

Palin se sintió exultante, pensando que había derrotado a sus enemigos; entonces captó un movimiento con el rabillo del ojo. Su euforia se evaporó al comprender por qué los draconianos no los perseguían. No le tenían miedo; simplemente dejaban la tarea de capturarlo a los refuerzos, que corrían para cortarles el paso por delante.

Un escuadrón de quince draconianos tomó posiciones entre el laberinto de setos y Tas y él.

—Espero... que queden... más piezas del ingenio... —jadeó el kender con el poco resuello que le quedaba para hablar.

Palin rebuscó en la bolsa. Su mano se cerró sobre un puñado de gemas que en su momento habían adornado el artefacto. Imaginó el ingenio intacto de nuevo, su belleza, su poder. El corazón del mago casi rehusó hacerlo, pero la vacilación sólo duró un instante. Palin arrojó las gemas a los draconianos.

Zafiros, rubíes, esmeraldas y diamantes centellearon en el aire como una lluvia sobre las cabezas de los estupefactos draconianos y cayeron al suelo como arena lanzada por niños que juegan a hacer magia. Las gemas brillaban a la luz del sol; unos pocos draconianos rieron con gozo y se inclinaron para recogerlas.

Las piedras preciosas explotaron, formando una espesa nube de reluciente polvo que envolvió a los hombres-lagarto. Los gritos de alegría se transformaron en maldiciones y chillidos de dolor cuando el arenoso polvillo entró en los ojos de los que se habían agachado. Algunos tenían la boca abierta, y el polvo se metió en sus hocicos, ahogándolos. También penetró entre las escamas, obligándolos a rascarse al tiempo que aullaban.

Mientras los draconianos trastabillaban y chocaban unos contra otros o rodaban por el suelo o se esforzaban por respirar, Palin y Tasslehoff los sobrepasaron dando un rodeo. Otra corta carrera los condujo al interior del laberinto de setos.

Éste había sido construido por moldeadores de árboles qualinestis, como regalo de Laurana. El laberinto estaba diseñado para ofrecer un hermoso y tranquilo retiro a quienes entrasen en él, un lugar donde poder hablar, descansar, meditar, estudiar. Al ser una frondosa representación vegetal del alma humana, no podían trazarse mapas del laberinto, como descubrió para su inmensa frustración el gnomo, Acertijo. Los que recorrían satisfactoriamente el laberinto de sus propios corazones llegaban por fin a la Escalera de Plata, localizada en el centro del laberinto, la culminación del viaje espiritual.

Palin no albergaba muchas esperanzas de perder a los draconianos en el laberinto, pero sí confiaba en que la propia magia del lugar los protegiese a Tas y a él, quizás ocultándolos a los ojos de los monstruos. Esa esperanza iba a ser puesta a prueba. Más draconianos se habían sumado a la persecución, azuzados ahora por la rabia y el deseo de venganza.

—Para un momento —le dijo a Tas, al que ni siquiera le quedaba aliento para hablar, de manera que asintió con la cabeza y aspiró profundamente.

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