El río de los muertos (5 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: El río de los muertos
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Los dos habían llegado al primer recodo del laberinto; no tenía sentido adentrarse más en él hasta comprobar si los draconianos iban tras ellos o no. Se volvió para observar.

Los primeros draconianos entraron en tropel y casi de inmediato se frenaron. Las ramas se extendieron desde ambos lados del camino y del suelo brotaron tallos. La vegetación creció a una velocidad asombrosa y, en cuestión de segundos, el camino por el que Palin y Tas habían pasado se encontraba obstruido con setos tan densos que el mago dejó de ver a los draconianos.

Palin soltó un suspiro de alivio. No se había equivocado; la magia del laberinto cerraba el paso a los que entraban con un propósito perverso. Lo asaltó el momentáneo temor de que los hombres-lagarto utilizaran las alas para elevarse sobre el laberinto pero, en el mismo momento que levantaba la vista, unas enredaderas se entrelazaron por encima del camino, formando un dosel que los ocultaría. Por el momento, Tas y él estaban a salvo.

—¡Uf, nos salvamos por los pelos! —comentó alegremente el kender—. Por un momento pensé que éramos hombres muertos. Realmente eres un buen hechicero, Palin. Vi a Raistlin realizar montones de conjuros, pero nunca uno que friese a los draconianos como lonchas de tocino, aunque en una ocasión lo vi convocar a la gran oruga Catyrpelius. ¿Sabes esa historia? Verás, Raistlin...

Un estruendo y un chorro de fuego interrumpieron el relato del kender. Los arbustos que acababan de crecer para cerrar el paso a los draconianos estallaron en una violenta llamarada naranja.

—¡Los dragones! —exclamó Palin, maldiciendo amargamente, antes de que el intenso calor le quemara los pulmones, haciéndolo toser—. Van a intentar obligarnos a salir ahogándonos con humo.

En su entusiasmo por haber derrotado a los draconianos se había olvidado de los grandes reptiles. El laberinto de setos podía aguantar casi cualquier ataque pero, al parecer, no era inmune al fuego de los dragones. Otro Rojo descargó su abrasador aliento sobre el laberinto; las llamas chisporrotearon y el humo llenó el aire. La salida estaba obstruida por un muro de fuego, así que no les quedaba más remedio que internarse más en el laberinto.

Palin echó a correr camino adelante, giró a la derecha y se detuvo cuando la pared de seto que había al final del camino estalló en llamas y fuego. Tosiendo y medio asfixiado, Palin se cubrió la boca con la manga y buscó otra salida. Delante los setos se apartaron y se abrió un camino nuevo para dejarlos pasar a Tas y a él. Sólo había recorrido un corto trecho cuando, de nuevo, las llamas les cortaron el paso. Se abrió otro camino nuevo. Aunque el propio laberinto estaba muriendo, buscaba un modo de salvarlos. Palin tenía la impresión de que los estaba conduciendo a un lugar específico, pero no tenía idea de adonde. El humo lo aturdía y lo desorientaba y las fuerzas empezaban a flaquearle. Más que correr, avanzaba a trompicones. La fatiga también se estaba apoderando de Tasslehoff, que respiraba con dificultad y llevaba hundidos los hombros; hasta su copete parecía desfallecido.

El Dragón Rojo que atacaba el laberinto no quería matarlos —de lo contrario, ya lo habría hecho hacía tiempo—, sino que los estaba conduciendo como un perro pastor a las ovejas, valiéndose del fuego para dirigir sus pasos, mordisqueándoles los talones, intentando sacarlos a terreno descubierto. Con todo, el laberinto los empujaba a continuar, abriendo un nuevo camino cuando se obstruía por el que corrían.

El humo giraba en volutas alrededor, de manera que Palin apenas si alcanzaba a ver al kender a pesar de que estaba a su lado. Tosió hasta tener la garganta en carne viva y sentir arcadas. Cada vez que se abría un paseo del laberinto, una bocanada de aire lo aliviaba, pero casi de inmediato se llenaba de humo y de olor a azufre. Siguieron a trancas y barrancas, tropezando a cada paso.

Un muro de llamas estalló frente a ellos. Palin retrocedió y miró hacia la izquierda, frenético, pero sólo vio otro muro de fuego. Giró a la derecha, y los setos chisporrotearon al incendiarse. El calor le quemaba los pulmones; no podía respirar. Los ojos le escocían con el humo.

—¡Palin, la escalera! —señaló Tas.

El mago se limpió las lágrimas y vio unos peldaños de plata que ascendían en espiral, desapareciendo en el humo.

—¡Subamos! —instó el kender.

—No servirá de nada —dijo Palin al tiempo que sacudía la cabeza—. La escalera no conduce a ninguna parte, Tas —añadió con voz ronca, sintiendo la garganta en carne viva, sangrando, cuando sufrió otro acceso de tos.

—Pues claro que sí —argumentó Tas—. No sé exactamente dónde, pero trepé la última vez que estuve aquí, cuando decidí que debía regresar y dejar que el gigante me aplastara. Una decisión que he reconsiderado desde entonces —se apresuró a añadir—. En fin, que vi... ¡Oh, mira! ¡Ahí está Caramon! ¡Hola, Caramon!

Palin alzó la cabeza y escudriñó a través del humo. Estaba débil y mareado, y cuando vio a su padre, de pie en lo alto de la Escalera de Plata, no le extrañó. Caramon había acudido junto a su hijo en otra ocasión, en la Ciudadela de la Luz, para advertirle que no mandase a Tas al pasado para que muriera. Caramon tenía ahora el mismo aspecto que antes de morir, viejo pero todavía fuerte como un roble. Sin embargo, el rostro de su padre era distinto. El semblante de Caramon siempre había tenido la risa o la sonrisa pronta. Los ojos que habían contemplado tanta pena, que habían conocido tanto dolor, siempre habían conservado el brillo de la esperanza. Caramon había cambiado; sus ojos eran diferentes, como perdidos, buscando algo.

Tasslehoff ya subía los peldaños, sin dejar de parlotear animadamente con Caramon, que no decía una palabra. Tras subir unos pocos peldaños, el kender ya se encontraba cerca de la parte alta. Sin embargo, cuando Palin puso el pie en el primer escalón de plata, miró hacia arriba y vio que la escalera no parecía tener fin. No tenía fuerza para subir tantos peldaños, y temía quedarse atrás. En cuanto plantó el pie en ella, le llegó una bocanada de aire fresco, que el mago inhaló con ansiedad. Alzó la cabeza y contempló el cielo azul allá arriba. Inhaló de nuevo el aire fresco y empezó a subir. Ahora la distancia parecía más corta.

Caramon estaba al final, esperando pacientemente. Alzó una mano fantasmagórica y les hizo señas, llamándolos.

Tasslehoff llegó al último peldaño y comprobó que, como Palin había dicho, la Escalera de Plata no conducía a ninguna parte. Terminaba bruscamente, y el siguiente paso lo llevaría al borde y al vacío. Allá abajo, muy, muy abajo, el feo humo negro del moribundo laberinto giraba como las aguas de un remolino.

—¿Qué hago ahora, Caramon? —gritó Tas.

Palin no oyó respuesta alguna, pero el kender sí, al parecer.

—¡Maravilloso! —exclamó—. ¡Volaré como los draconianos!

Palin gritó aterrado. Se estiró hacia arriba, en un intento de agarrar los faldones de la camisa del kender, pero falló.

Con un chillido de gozo, Tasslehoff extendió los brazos como las alas de un pájaro y saltó desde el borde de la escalera. Cayó a plomo y desapareció en el humo.

Palin se asió a la escalera; en su desesperado intento de agarrar a Tas casi había perdido el equilibrio. Con el corazón en un puño, esperó escuchar el grito de muerte del kender, pero lo único que oyó fue el chisporroteo de las llamas y los bramidos de los dragones.

El mago contempló el arremolinado humo y se estremeció; luego alzó la vista hacia su padre, pero Caramon ya no estaba allí. En su lugar, había un Dragón Rojo volando. Sus alas tapaban el trozo de cielo azul. El reptil extendió una pata, en un intento de coger a Palin con la garra para arrancarlo de la escalera y meterlo de nuevo en una celda. El mago estaba cansado, harto de tener miedo. Sólo deseaba descansar y librarse del miedo para siempre.

Sabía dónde conducía la Escalera de Plata.

A la muerte.

Caramon estaba muerto, y su hijo no tardaría en reunirse con él.

—Por fin —dijo Palin tranquilamente—. Nunca jamás volveré a estar prisionero.

Saltó de la escalera... y cayó pesadamente, de costado, sobre un suelo de piedra.

Al no haber esperado ese aterrizaje, Palin no hizo intención de frenar la caída; rodó sobre sí mismo, dando tumbos, y chocó violentamente contra una pared de piedra. Conmocionado por el impacto, confuso y aturdido, yació mirando al techo, parpadeando y maravillándose de seguir vivo.

Tasslehoff se inclinó sobre él.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, pero no esperó a que le contestara—. ¡Mira, Palin! ¿No es maravilloso? ¡Me dijiste que encontrara a Dalamar y lo he hecho! ¡Está aquí mismo! Pero ya no veo a Caramon por ninguna parte.

Palin se incorporó con cuidado para sentarse. Estaba maltrecho y lleno de moretones, le dolía la garganta, y los pulmones le sonaban como si siguiesen llenos de humo, pero no sentía dolores fuertes, no oía el roce rechinante de huesos rotos. La estupefacción y conmoción al ver al elfo consiguieron que olvidara los pequeños dolores. La impresión no sólo se debía a tener delante a Dalamar, a quien no se había visto en el mundo desde hacía décadas, sino a cómo había cambiado.

Los longevos elfos no parecían envejecer a los ojos de los humanos. Dalamar era un elfo en la flor de la madurez, y debería tener él mismo aspecto que cuando Palin lo vio por última vez hacía casi cuarenta años. Pero no era así. Tan drástico era el cambio que Palin no estaba completamente convencido de que esa aparición fuese Dalamar, y no otro fantasma.

El largo cabello del elfo, antaño tan negro como ala de cuervo, tenía muchas hebras grises. Su rostro, aunque todavía de rasgos elegantes y hermosas proporciones, estaba consumido. La pálida piel aparecía atirantada sobre los huesos del cráneo, dándole el aspecto de una talla de marfil. La nariz aquilina se marcaba muy afilada, y la barbilla, picuda. La túnica le colgaba suelta sobre el cuerpo descarnado. Sus manos elegantes, de largos dedos, estaban huesudas y excoriadas, con los nudillos enrojecidos y prominentes, mientras las venas trazaban un mapa azul de enfermedad y desesperanza.

Palin siempre había admirado a Dalamar, le había caído bien, aunque no sabría decir por qué. Sus filosofías no se parecían en lo más remoto. Dalamar había sido un servidor de Nuitari, el dios de la luna negra y de la magia oscura, mientras que él había servido a Solinari, dios de la luna blanca y de la magia de la luz. Ambos quedaron deshechos cuando los dioses de la magia partieron, llevándose la magia con ellos. Palin había recorrido el mundo para encontrar lo que dio en llamarse la magia «primigenia», mientras que Dalamar se había apartado de los otros magos, retirándose del mundo. Había ido a buscar la magia en lugares oscuros.

—¿Estás herido? —preguntó el elfo. Parecía enfadado, no preocupado por el bienestar de Palin, sino sólo de que Palin pudiera necesitar alguna clase de atención, un esfuerzo de poder por su parte.

Palin se puso de pie con esfuerzo. Hablar le resultaba doloroso; la garganta le dolía terriblemente.

—Me encuentro bien —contestó con voz rasposa, sin dejar de observar al elfo como éste lo observaba a él, cautelosa, desconfiadamente—. Gracias por ayudarnos...

Dalamar lo interrumpió con un ademán brusco de su pálida mano; tenía la piel tan blanca que, en contraste con la negra túnica, la extremidad parecía incorpórea.

—Hice lo que tenía que hacer, considerando el desastre que has organizado. —La pálida mano se adelantó rápidamente y agarró a Tas por el cuello de la camisa—. Ven conmigo, kender.

—Estaré encantado de acompañarte, Dalamar. Por cierto, soy yo realmente, Tasslehoff Burrfoot, así que no tienes que seguir llamándome «kender» en ese tono desagradable. Me alegro mucho de volver a verte, a pesar de que me estás pellizcando. De hecho, me estás haciendo un poco de daño...

—En
silencio —
ordenó Dalamar, que dio un experto giro al cuello de la camisa, consiguiendo que Tas obedeciera la orden al quedarse medio asfixiado. Arrastrando consigo al forcejeante kender, cruzó el pequeño y estrecho cuarto hacia una pesada puerta de madera. Hizo un gesto con la mano, y la hoja se abrió sin hacer ruido.

Sin aflojar los dedos con los que sujetaba a Tas, Dalamar se volvió en el umbral para mirar a Palin.

—Tienes mucho por lo que responder, Majere.

—¡Espera! —llamó con voz enronquecida Palin, estrechando los ojos al sentir el dolor de garganta—. ¿Dónde está mi padre? Lo vi.

—¿Dónde? —inquirió Dalamar, fruncido el entrecejo.

—En lo alto de la Escalera de Plata —respondió Tas motu propio—. Los dos lo vimos.

—No tengo ni idea. Yo no lo envié, si es eso lo que estás pensando —contestó el elfo oscuro—. Aunque aprecio su ayuda.

Salió y la puerta se cerró de golpe tras él. Alarmado, presa del pánico, sintiendo que empezaba a ahogarse, Palin se lanzó hacia la puerta.

—¡Dalamar! —gritó mientras golpeaba la hoja de madera—. ¡No me dejes aquí!

El elfo habló, pero sólo para pronunciar palabras de magia. Palin reconoció el conjuro: un cerrojo de hechicero.

Falto de fuerzas, se deslizó contra la puerta y se dejó caer al frío suelo de piedra.

Estaba prisionero.

3

Al salir el sol

En la oscura hora que precede al alba, Gilthas, el rey de Qualinesti, se encontraba en el balcón de su palacio. O, más bien, su cuerpo se encontraba en el balcón, porque su alma deambulaba por la silenciosa ciudad, calle por calle, parándose en cada puerta, mirando a través de cada ventana. Su alma vio una pareja de recién casados, dormida, enlazada en un estrecho abrazo. Su alma vio a una madre sentada en una mecedora, acunando al bebé dormido con un suave balanceo. Su alma vio a dos hermanos elfos compartiendo la cama con un enorme sabueso. Los dos chiquillos dormían con los brazos echados sobre el cuello del perro, los tres soñando que jugaban a «te pillé» en un prado soleado. Su alma vio a un elfo anciano que dormía en la misma casa en la que había dormido su padre y antes su abuelo. Encima del lecho había un retrato de la esposa ya muerta. En la habitación contigua estaba el hijo que heredaría la casa, con su esposa al lado.

«Dormid hasta tarde —susurró el alma de Gilthas a todos los que tocó—. No despertéis temprano, porque cuando lo hagáis no será para empezar un nuevo día, sino el final de todos los días. El sol que veis en el cielo no es el sol naciente, sino un sol que se pone. El día será noche, y la noche, la oscuridad de la desesperación. Pero, por el momento, dormid en paz. Dejad que yo guarde ese sosiego mientras pueda.»

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