El robo de la Mona Lisa (16 page)

Read El robo de la Mona Lisa Online

Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Eso tiene que ser difícil de copiar —dijo ella.

—No basta con hacer una mera copia. Hay que comprender. Sentir. Introducirse en la mente del creador. Para recrear la obra de un genio, hay que ser un genio.

Desde un rincón de la estancia, Émile emitió un gruñido audible.

—Evidentemente —continuó Diego, dirigiendo una mirada despreciativa a Émile—, dicho y hecho todo esto, hay ciertas técnicas que es preciso dominar. Por ejemplo, está lo que los italianos llaman
sfumato
, la estratificación de capas de pintura, de oscura a clara, la mezcla de muchos colores para desdibujar las líneas muy marcadas. —Para demostrar la técnica, retiró la tabla del caballete y la reemplazó por un gran cuaderno de papel. Cogió un pincel y una paleta, dio rápidamente una serie de delicadas pinceladas en una hoja en blanco—. Si se hace correctamente, los trazos desaparecen. Es una forma de captar las profundidades ignotas de la sonrisa de una mujer, del corazón de una mujer. —De nuevo, le dirigió una penetrante mirada que parecía llegar a su interior de un modo que era a la vez placentero e incómodo.

—La mayoría de estas son copias —dijo Émile, señalando las distintas tablas esparcidas por la sala—. ¿No tienes ninguna obra original?

Diego se encogió de hombros y encendió otro Gauloise.

—Por supuesto, pero no aquí. Las guardo en otro lugar, de manera que no me recuerden dónde he estado. Aquí busco algo nuevo, algo revolucionario. Pruebo mi mano en muchas cosas. Retratos, por ejemplo. De hecho —se volvió hacia Julia—, quizá a la joven dama no le importe posar para mí en algún momento.

—¿Y por qué demonios ibas a querer pintarme a mí? —preguntó Julia, simulando no sentirse halagada.

—No hay mayor inspiración que una mujer hermosa.

—¡Oh! Estoy seguro de que sería una obra maestra —dijo Émile sin dirigirse a nadie en particular—. Vamos —añadió, volviéndose a Julia—, ya es hora de marcharnos. Dejemos trabajar al maestro.

—Yo me quedo —dijo Julia, con obstinación.

—Haz lo que te dé la gana. —Émile se puso el abrigo y desapareció escaleras arriba.

Diego se puso el Gauloise entre los labios y miró a Julia con los ojos entornados a través de las volutas de humo. Ella se permitió disfrutar de su pequeño triunfo durante unos segundos, pero rápidamente empezó a desvanecerse bajo su mirada.

—Es un crío —dijo Julia, desviando su mirada de Diego y dirigiéndola a la pintura.

—Te resulta molesto, ¿verdad?

—A veces.

—¿Y qué te parezco yo? ¿Cómo te resulto?

Julia sintió una oleada de calor que le subía por el rostro. Esperaba que Diego no se diese cuenta.

—¡Oh!, no sé qué decir —replicó, tratando de parecer despreocupada—. Ni siquiera se me ha pasado por la cabeza.

Diego se echó a reír.

—Ya, supongo que no se te ha pasado por la cabeza —dijo son suavidad—. Pero quizá deberías pensarlo.

—Creo que quizá deba irme. —Recogió sus cosas—. A
madame
Charneau no le gusta que llegue tarde a cenar.

—Desde luego, nosotros no querríamos que llegaras tarde a cenar —dijo Diego mientras hacía unas florituras abstractas sobre el papel.

—Buenas noches, entonces —respondió ella mientras subía rápidamente la escalera hasta la calle.

—Si no tienes más remedio —dijo Diego sin levantar la vista de su improvisada pintura—.
Bon soir, mademoiselle
.

Levantó la mano que sostenía el pincel para añadir algo al cuaderno, pero lo pensó mejor y, en cambio, tiró el pincel, disgustado. Arrancó la hoja del cuaderno, la arrugó y la lanzó al otro extremo del estudio.


Bon soir
.

Capítulo 19

NEWPORT

A
unque Valfierno había visitado las casas de algunos de los hombres más ricos de los Estados Unidos, nunca había dejado de sobrecogerlo
Windcrest
, el reino personal de Joshua Hart. Mirando por la ventanilla del taxi que lo había traído desde la estación de ferrocarril, podía imaginarse con facilidad que estaba entrando en el dominio privado de la testa coronada de algún oscuro príncipe europeo.

Valfierno había desembarcado del RMS
Mauretania
dos semanas antes y se hospedaba en el hotel Plaza, frente a Central Park. Aunque no se quedaría mucho tiempo aquí, cuando venía a Nueva York, siempre tomaba como base en la ciudad ese edificio de estilo castillo del Renacimiento francés.

A la mañana siguiente a su llegada, tomó el tren en la Grand Central Station para viajar hacia el norte, siguiendo el río Hudson, camino de su primer destino. Desde la
Van Cortland Manor
, en Croton, a
Lyndhurst
, en Tarrytown, el Hudson estaba salpicado de mansiones y palacios de los capitanes de la industria de Estados Unidos. La opulencia de estas estructuras hacía fácil olvidar que habían sido construidas sobre las espaldas de miles de hombres, mujeres y niños que habían trabajado en condiciones muy difíciles durante muchas horas por una remuneración mísera.

En unos cuantos días de viajes, había visitado a muchos de sus clientes más valiosos para tentarlos con su apetecible oferta. En la mayoría de los casos, sus anfitriones lo habían recibido con impaciente ilusión. Mientras hacía su ruta hacia el norte, la recepción que le brindaban en cada parada se había convertido en una rutina casi previsible. Primero estaban el obligado
brandy
y los exquisitos cigarros servidos en imponentes bibliotecas o en vastas verandas sobre el caudaloso río, con su majestuoso telón de fondo de las montañas Catskill que se elevaban sobre la neblina distante. Después lo llevaban a la galería secreta. Esta estancia, vedada a todos salvo a una selecta minoría, exhibía las obras de arte que el dueño de la casa había obtenido por medios nada honestos. Valfierno siempre escogía una o dos obras sobre las que hacer algún comentario más concreto, piezas que a menudo él mismo había facilitado. Y, por último, iba al grano cuando su anfitrión se interesaba por la razón de su visita. Cuando Valfierno revelaba el título de la pintura en cuestión, siempre se encontraba primero con la incredulidad, hasta que la codicia y la avaricia acababan elevando sus feas cabezas en señal de triunfo.

Solo en unos días siguiendo el curso del río Hudson, había conseguido cerrar satisfactorios acuerdos para tres de las seis copias planeadas. El precio que pedía variaba según el tamaño de los grupos de empresas de su anfitrión, pero siempre era desmesurado y nunca menor de trescientos cincuenta mil dólares. Sí, el precio era ridículamente elevado, pero, ¿cuándo se presentaría otra oportunidad de adquirir para la propia colección la manifestación suprema de la creatividad humana? Le había llevado muchos años cultivar la confianza de estos hombres y había llegado el momento de extraer todo el valor de esa confianza.

En las semanas siguientes a su periplo por el río Hudson, siguió viajando constantemente; encontró a un cliente en la North Shore de Long Island —la legendaria Gold Coast— y a otro en Chicago. Probablemente podría haber encontrado al menos dos en la gran ciudad a la orilla del lago, pero, en cambio, para su último cliente, había hecho un viaje especial, siguiendo en tren la costa de Connecticut hasta las fabulosas y opulentas mansiones de Newport. En el taxi que lo llevaba desde la estación, Valfierno fue tomando nota de la gran cantidad de los llamados chalés que tapizaban la costa, cada uno más ostentoso que el anterior. «Si estos son chalés», pensaba, «la Mona Lisa es una ilustración del
Saturday Evening Post
».

Entregó al taxista un billete de diez dólares y le dijo que esperase. Una fresca brisa marina animaba las grandes franjas de flores y juncos de los jardines delanteros. Unos anchos escalones de mármol conducían a un pórtico abovedado. Antes de que hubiera alcanzado las enormes puertas frontales de roble, se abrieron como por arte de magia.

Carter, el mayordomo de Hart, saludó a Valfierno con practicada deferencia.

—Marqués —entonó—, bienvenido a
Windcrest. Mister
Hart lo espera.

Carter condujo a Valfierno a un enorme vestíbulo de mármol adornado con pinturas y esculturas. Reconoció un Klimt auténtico, aunque menor, pero, en su mayor parte, las obras no eran especialmente destacadas. Carter pasó ante la amplia escalinata central hasta una pequeña puerta desde la que hizo un gesto al marqués para que entrara.

Valfierno se adentró en una gran biblioteca e inmediatamente se detuvo.
Mistress
Hart estaba en el centro de la sala; llevaba un vestido ligero de verano, con las manos cruzadas ante ella. Era la primera vez que la veía con el pelo suelto y, aunque, desde luego, no la había olvidado, a veces le había resultado difícil recordar la fisonomía de su rostro. Verla de nuevo tan de repente era, al mismo tiempo, una placentera sorpresa y un susto desconcertante.

—Marqués —dijo ella, acercándose a él—, es un placer verlo de nuevo.

—Le aseguro,
madame
—comenzó, vacilando ligeramente con una inesperada falta de aliento—, que el placer es mío.

Valfierno detectó un ligero rubor cuando ella inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.

—Y sería aún mayor —continuó él— si me llamara Edward.

Su única respuesta a esto fue una ligera pero auténtica sonrisa.

—Por favor —dijo ella—, mi esposo lo está esperando.

Mientras lo conducía a través de la biblioteca, Valfierno sintió un ligero movimiento por el rabillo del ojo. Se volvió hacia las ventanas y vio a la madre de ella sentada en una silla acolchada, concentrada intensamente en sus manos mientras tricotaba algo a partir de una bola de hilo verde.


Madame
—dijo Valfierno a modo de saludo, pero ella siguió tricotando sin reconocerlo.

—Está en su estudio —dijo
mistress
Hart con una amable sonrisa.

Entró en un estrecho pasillo al fondo de la estancia. Valfierno la siguió, cautivado por su forma de andar. Sus pies pisaban con suavidad, uno casi directamente frente al otro, mientras sus caderas oscilaban fluida y graciosamente a cada paso. No había un solo movimiento en balde y él se imaginaba que probablemente ella no tuviese ni idea de lo placentero que para él era observarla.

Ella lo condujo a un estudio de techo bajo y panelado en roble, con los postigos entornados para evitar el sol de la tarde. Los finos fragmentos de penetrante luz solo servían para acentuar la penumbra. Joshua Hart estaba sentado a una enorme mesa de despacho de roble. De pie, al lado de Hart, estaba un hombre alto y fornido de unos cuarenta años. Tenía la cabeza afeitada y llevaba un traje oscuro muy caro perfectamente ajustado a su envergadura muscular.

—Bueno, el marqués de Valfierno —dijo Hart dramáticamente mientras dejaba una pluma y hacía girar su asiento—. ¿Y cómo está el alcalde de Buenos Aires?

Divertido con su pequeño chiste, levantó la mirada hacia el otro hombre para ver su reacción. El hombre saludó con una mínima sonrisa forzada.

—Yo estoy bien, gracias —replicó Valfierno, inclinando levemente la cabeza—, pero en la actualidad resido en París.

—Me imagino que allí no será mucho más que concejal, ¿eh? —dijo Hart bromeando.

—No más que un turista atento, en realidad —dijo Valfierno con una mirada de reojo a
mistress
Hart en un intento de incluirla en la conversación.

—Estoy olvidando mis modales —dijo Hart, levantándose de su asiento—. Este es mi nuevo socio,
mister
Taggart.
Mister
Taggart se ha retirado recientemente de la Pinkerton Detective Agency. Ahora trabaja exclusivamente para mí. Últimamente, han surgido conflictos laborales y he tenido la sensación de que necesito cierta protección.


Mister
Taggart —dijo Valfierno, saludando al hombre con un ligero movimiento de cabeza.

Taggart dirigió a Valfierno una helada mirada evaluadora antes de asentir lentamente como respuesta. Valfierno pensó que los ojos gris acero del hombre y su cabeza afeitada le daban el aspecto de un gladiador, transportado de un tiempo y un lugar distantes, y un poco anacrónico respecto a su ropa moderna.

—Y dígame, por favor, ¿dónde está su encantadora sobrina? —preguntó Hart, arrellanándose.

—Le habría gustado mucho acompañarme, pero está asistiendo a clase en París, estudiando arte.

—¡Lástima! —Hart seleccionó un cigarro de una caja de plata—. Ha de decirle que, si viene a los Estados Unidos, tiene que dejarse caer por aquí para saludarla. —Hart miró a su esposa por primera vez desde que había entrado en la estancia antes de añadir—: Para estudiar mi colección, por supuesto.

—Bueno —dijo
mistress
Hart—, si me excusan, caballeros…

Valfierno se volvió y se inclinó ligeramente mientras abandonaba el estudio.

—Tome asiento —dijo Hart, indicando una lujosa silla de cuero—. Ha hecho un largo viaje. Quizá un
brandy
le venga bien.

Valfierno se sentó mientras Taggart se acercaba a una mesa lateral y servía
brandy
de un decantador en dos copas de cristal.

—¿Sabe? —continuó Hart—, el pasaporte falsificado que me dio es verdaderamente interesante. En cuanto regresé a Estados Unidos, obtuve uno nuevo, naturalmente, pero, a pesar de intentarlo, no pude encontrar diferencias entre los dos. El que usted me facilitó tenía incluso el sello de entrada correcto, con fecha y todo.

Taggart entregó una copa a cada uno.

—Yo solo trabajo con los mejores —dijo Valfierno, cogiendo la bebida—. El trabajo que hacen es de la máxima calidad.

Hart hizo un sonido gutural de reconocimiento antes de levantar su copa y consumir el líquido rojo oscuro de un trago.

Cuando Valfierno tomó un trago de su copa, cruzó la mirada con la de Taggart. El hombre estaba mirándolo.

—Entonces,
mister
Hart —dijo Valfierno, con ganas de cambiar de tema—, ¿qué tal con su reciente adquisición?

—¿Por qué no viene a verla con sus propios ojos?

Cuando Hart accionó el interruptor de la luz de su galería subterránea, los ojos de Valfierno se vieron inmediatamente atraídos por la pieza central de la colección:
La ninfa sorprendida
, de Manet.

—¡Magnífico! —dijo Valfierno, extendiendo las manos para reforzar su exclamación—. Siempre ha sido mi Manet favorito. Esa profundidad, esa emoción. Una verdadera obra maestra.

Other books

Floating by Natasha Thomas
The Deadly Embrace by Robert J. Mrazek
Change of Heart by T. J. Kline
La princesa prometida by William Goldman
Angel: Private Eye Book One by Odette C. Bell
The Sex Surrogate by Gadziala, Jessica
Fever Pitch by Ann Marie Frohoff
His Purrfect Mate by Georgette St. Clair
Heartache and Hope by Mary Manners