Eduardo de Valfierno lleva una vida muy respetable en Argentina desplumando a los nuevos ricos: ellos le pagan para que robe valiosas obras de arte y Valfierno les consigue impecables falsificaciones. Pero cuando conoce a la hermosa mistress Hart, decidirá regresar a París después de mucho tiempo. Allí reunirá a un equipo de timadores y especialistas en obras de arte para cometer su último y más ambicioso robo: la Mona Lisa.
Basado en el robo de La Gioconda del Louvre en 1911, un episodio real que llevó a la detención de Pablo Picasso y Guillaume Apollinaire como sospechosos, El robo de la Mona Lisa es una novela atrevida y rebosante de imaginación sobre uno de los grandes misterios artísticos del siglo XX. «Un relato fascinante y encantador sobre una gran estafa, con un giro inesperado hacia el mundo de los timadores de arte, las falsificaciones de obras de arte y el misterio».
Carson Morton
El robo de la Mona Lisa
ePUB v1.0
NitoStrad14.04.13
Título original:
Stealing Mona Lisa: A Mystery
Autor: Carson Morton
Fecha de publicación del original: agosto 2011
Traducción: Pablo Manzano
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Para mis padres, Connie y Carson
Basado en hechos reales
Se dice que no hay ningún suceso que no pueda mejorarse al contarlo. Con esta idea y con fines narrativos, se ha modificado la cronología de algunos acontecimientos.
PARÍS, 1925
La visión de la carroza fúnebre tirada por caballos y de su macabro séquito surgiendo como un espectro de la vaporosa bruma del final de la mañana detuvo en seco a Roger Hargreaves.
Atados a un carruaje de cuero negro, cuatro caballos azabache permanecían antinaturalmente inmóviles, con sus cabezas adornadas con penachos de plumas rojas. Tres frailes —manos cruzadas y rostros ocultos por las capuchas de sus toscos hábitos— contemplaban los adoquines que estaban bajo sus pies. Un empleado de pompas fúnebres de larga levita negra estaba sentado en el pescante; bajo un brillante sombrero de copa se adivinaba su adusto rostro. El mórbido cuadro abarcaba la mitad del primero de los tres patios conocidos colectivamente como la
cour
de Rohan, un frondoso oasis al final de Saint-Germain-des-Prés.
La fantasmal escena le dio a Hargreaves la inquietante sensación de que, de alguna manera, lo estaban esperando a él.
Aguantando la fuerte tentación de dar media vuelta y regresar al vivo ajetreo del cercano bulevar Saint-Germain, Hargreaves dio un paso adelante. El caballo principal y el empleado de pompas fúnebres volvieron sus cabezas casi al unísono. Momentáneamente paralizado por la falta de expresión y la mirada penetrante del cochero, Hargreaves lo saludó con una ligera inclinación de cabeza, gesto que le devolvió el cochero de manera casi imperceptible. Desvió la vista y comprobó una vez más la dirección escrita en su cuadernillo de reportero: «23
cour
de Rohan», presumiblemente una de las estrechas y apiñadas residencias de piedra rosácea de tres plantas, semiocultas por los troncos retorcidos y enredaderas silvestres que serpentean en torno a sus ventanas. Por un momento pensó en preguntar al cochero fúnebre cuál de las casas podría ser, pero descartó rápidamente la idea. No le apetecía en absoluto comunicarse con aquel hombre. Además, él era periodista y podía encontrar sin problemas una simple dirección.
Hargreaves miró el nombre escrito en su cuadernillo: Eduardo de Valfierno, una especie de marqués de algo. Por supuesto, en estos días, media sociedad de París proclamaba su derecho a uno u otro título. Quienquiera que fuese, decía tener información relativa al robo de la
Mona Lisa
—o, ¿cómo la llamaban los franceses?
La Joconde
— del museo del Louvre en 1911. Noticia antigua, evidentemente. La recuperaron no mucho tiempo después del accidente, pero allí podría haber un reportaje. El marqués se había puesto en contacto por teléfono con su periódico, el
London Daily Express
, y habían cerrado algún acuerdo. Para reducir gastos, el director del periódico había telegrafiado a Hargreaves —que ya estaba como corresponsal en París— dándole instrucciones. Al menos, supondría un cambio de ritmo con respecto a cubrir la
Exposition Internationale
en la Plaza de los Inválidos. Si tuviese que escribir otro artículo sobre las maravillas del mobiliario
art déco
, él mismo se tiraría al Sena.
Tratando de ignorar al cochero fúnebre y su séquito, Hargreaves pasó por delante de ellos y, a través de una cancela parcialmente abierta, entró en un pequeño patio. La suerte estaba de su parte. Pegada a la pared, al lado de una gran puerta verde, medio oculta por una ramita de hiedra, había una placa de madera con el número 23 inscrito en ella. Levantó una aldaba de bronce con forma de cabeza de gato y golpeó tres veces con ella sobre una desgastada placa. Mientras esperaba respuesta, no pudo resistirse a dirigir una última mirada al cortejo fúnebre a través de la cancela de hierro forjado.
—¿Qué desea,
monsieur
?
Hargreaves se volvió, sobresaltado. Una mujer bajita, corpulenta, de unos sesenta y bastantes años se asomaba a la puerta en postura un tanto desafiante, con los brazos en jarras.
—
Bonjour, madame
—dijo, quitándose el sombrero hongo—. Robert Hargreaves. He venido a entrevistar al marqués de Valfierno.
La mujer lo examinó con la gélida mirada de una maestra. Después, con un bufido desdeñoso, se giró y, con la espalda sobre la jamba de la puerta, más que invitarlo a entrar, parecía retarlo a que lo hiciese.
Dejándola atrás, Hargreaves se introdujo en un vestíbulo escasamente iluminado.
—Los hombres esos que están en el patio —dijo, tratando de entablar conversación— forman todo un espectáculo.
La mujer no dijo nada. Cerró la puerta y lo condujo hasta una salita abarrotada de muebles disparejos, con las ventanas adornadas con recargadas colgaduras. Trató de distinguir el aroma del aire. Jazmín, quizá. En todo caso, algo extrañamente exótico, mezclado con un desagradable olor a humedad.
La mujer se sentó en una silla de madera de respaldo alto y le indicó un lujoso sofá. Hargreaves se hundió en los gastados muelles. Forzado a mirarla, se sentía como un escolar que fuese a recibir una buena regañina por alguna fechoría. A esto siguió un silencio roto únicamente por el resoplido de uno de los caballos que estaban en el patio.
—
Madame
—comenzó a decir Hargreaves—, creo que sabe usted más de mí que yo de usted.
—Soy
madame
Charneau —dijo abruptamente—. Esta es mi casa de huéspedes.
Hargreaves asintió. Más silencio.
—¿El marqués —preguntó pasado un momento— está aquí?
—El marqués es uno de mis huéspedes —replicó
madame
Charneau.
—¿Puedo… verlo?
—Usted es periodista, ¿no? —dijo la mujer, en un tono que parecía más una acusación que una pregunta.
—Corresponsal, sí. Del
London Daily Express
.
—Y usted compensará al marqués por esta… entrevista —dijo la palabra como si fuese algo desagradable.
—Se ha hecho un trato, sí —dijo Hargreaves, moviéndose, incómodo, en el sofá.
—El marqués es un gran hombre, sin duda —dijo la mujer, como si no lo creyera durante un momento—. Ya se ha retrasado tres meses en el pago de su habitación. Y está muy enfermo. Ya ha visto el cortejo fúnebre en la calle.
—Bueno, sí, claro.
—Mi hermano se dedica a las pompas fúnebres. Como favor personal, ha traído a sus hombres, que tendrían que haber ido a hacer un trabajo en otro sitio.
—¿Tan mal está el marqués?
—Le seré franca,
monsieur
. Si quiere verlo, tendrá que darme el dinero ahora. Yo lo destinaré a pagar su habitación y los honorarios del médico.
La garganta de Hargreaves se tensó.
—
Madame
, no estoy… muy seguro de que pueda hacer tal cosa…
Ella empezó a ponerse en pie.
—En ese caso, le deseo que pase un buen día.
Estaba hecho polvo. No quería regresar a Londres con las manos vacías, así que levantó la mano en señal de que se rendía.
Madame
Charneau se detuvo y volvió a sentarse, con una media sonrisa en el rostro. Hargreaves sacó el fajo de billetes de francos que había preparado y, tras hacer una breve y pesarosa evaluación, se lo entregó a ella. En cuanto lo tuvo en sus manos, su disposición cambió por completo.
Se puso rápidamente en pie y dijo alegremente:
—Ya lo ve,
monsieur
, la niebla se ha levantado. Después de todo, va a ser un bonito día.
Con un paso más ligero del que antes hubiese apreciado Hargreaves, lo condujo fuera del vestíbulo y, por una escalera, lo llevó hasta el primer piso. Mientras subían, miró subrepticiamente su reloj de bolsillo. Un colega francés tenía entradas para ver a la sensacional norteamericana Josephine Baker y su
Revue Nègre
aquella misma noche en el Moulin Rouge. No estaba muy seguro de que le gustaran tales espectáculos, pero, a fin de cuentas, esto era París. En todo caso, esperaba que la entrevista no le llevara demasiado tiempo.
Al llegar al primer piso, se abrían al pasillo cinco puertas y había otra escalera estrecha que ascendía al piso superior.
Madame
Charneau abrió la primera puerta a su derecha e introdujo a Hargreaves en una habitación oscura y cerrada a cal y canto. En la penumbra, solo pudo distinguir una figura tendida bajo una gruesa manta en una cama de bronce.
Madame
Charneau se acercó a la ventana, descorrió una pesada cortina y una luz fuerte bañó la estancia. El hombre que estaba en la cama se tapó los ojos y volvió la cara a la pared.
Madame
Charneau era un modelo de viva y alegre eficiencia mientras arreglaba la sábana y estiraba la manta del hombre.
—Tiene visita, marqués —dijo ella con entusiasmo.
El hombre de la cama no hizo movimiento alguno mientras
madame
Charneau acercaba una silla de madera y le indicaba a Hargreaves que se sentase.
—Este es
monsieur
Hargreaves. Viene a escuchar sus historias.
Con cierta renuencia, Hargreaves se dejó caer lentamente en la silla.
—Bueno, los dejo solos, ¿no? —dijo
madame
Charneau mientras se acercaba a la puerta—. Estaré aquí cerca por si me necesitan —añadió antes de salir de la habitación y cerrar la puerta tras ella.
La mirada de Hargreaves se clavó en el cogote del hombre. Su espeso cabello era de un blanco casi luminiscente, apelmazado por el contacto con la almohada.
—Marqués —comenzó Hargreaves; pero Valfierno, mirando a la pared, levantó la mano para que se callase. Después, lentamente, fue volviendo la cabeza hacia la luz, entrecerrando los ojos frente a la claridad. Sin mirar a Hargreaves, señaló una mesilla llena de varias jarras y botellas—. Claro, claro —dijo Hargreaves—. Tiene sed.
Agradecido por tener algo de lo que ocuparse, Hargreaves cogió una jarra de agua y llenó un vaso. Se lo acercó a Valfierno que, impaciente, lo apartó, derramando parte de su contenido sobre la colcha. Señaló otra vez la mesa. Al lado de la jarra de agua había una botella medio llena de lo que parecía ser ginebra o vodka.