—¡Oh, perdóneme! —dijo ella—. Soy un pato mareado.
Él la saludó brevemente, pero estaba demasiado distraído para darse cuenta de lo que ocurría.
—Bueno, ¿los ha traído? —preguntó Hart, apartándose de Julia.
—Naturalmente.
Valfierno hizo una seña con la cabeza a Émile. El joven sacó un pasaporte con varios papeles que sobresalían del mismo. Hart hizo ademán de cogerlo, pero Valfierno interpuso su mano, adelantándose a la de Émile.
—Lo primero es lo primero, señor —dijo con un leve reproche.
Hart dudó.
«No me diga que todavía tiene dudas», pensó Valfierno. «No puede seguir pensando en esperar aquí, en Buenos Aires, a que el consulado le entregue un pasaporte nuevo».
Cuidando de mantener una expresión de completa indiferencia en su cara, Valfierno se volvió a
mistress
Hart. Para un observador superficial, él se limitaba a saludarla con una educada sonrisa, pero sostuvo la mirada más de lo necesario.
Mistress
Hart dudó un momento antes de decir:
—Querido, el barco va a zarpar.
Hart se volvió hacia su mujer con una dura mirada antes de asentir a regañadientes. Ella dio un paso adelante, sosteniendo la cartera de mano. Valfierno hizo una seña a Émile, quien, mientras entregaba el pasaporte a
mistress
Hart con una mano, cogía la cartera de mano con la otra. Joshua Hart arrebató el pasaporte de las manos de su mujer y lo abrió, sacando los documentos, mientras Émile comprobaba el contenido de la cartera de mano.
—Confío en que lo encuentre a su gusto —dijo Valfierno.
—Sí —replicó Hart, un poco receloso—. Casi parecen los originales…
—Y creo que esto también es suyo —dijo Valfierno, entregándole a
mistress
Hart el maletín que contenía la pintura.
—Por favor, señor —lo llamó un oficial de uniforme—, debe embarcar inmediatamente.
Con una mirada dirigida a Valfierno, Hart se dejó guiar por el oficial hasta la pasarela.
Mistress
Hart lo siguió inmediatamente con su madre. Nada más empezar a subir por la pasarela, Valfierno se acercó.
—
Mistress
Hart —dijo él—, me parece que se le ha caído esto.
En su mano, Valfierno sostenía el guante blanco que había recogido en el café. Ella se detuvo, mirándolo a él y apenas el guante.
—Creo que está en un error, señor
[33]
—dijo con suavidad—. El guante no es mío.
Ellen sonrió cortésmente, sosteniéndole la mirada durante otro momento. Después, centró la atención en su madre y continuó subiendo a cubierta, dejando a Valfierno con el guante en la mano.
Quince minutos más tarde, la sirena del
Victorian
lanzó una atronadora despedida a Buenos Aires mientras los remolcadores despegaban su enorme casco del muelle. Ellen Hart permanecía con su madre apoyada en la barandilla. A su lado, Joshua Hart se congratulaba con otro hombre bien vestido por la buena fortuna que compartían de dejar por fin aquel lugar dejado de la mano de Dios.
En tierra, Valfierno y Julia observaban desde el extremo del muelle el barco que comenzaba su travesía del estuario del Río de la Plata hacia el vasto Atlántico Sur. Émile permanecía unos pasos detrás de ellos. Julia sacó un reloj de bolsillo con un airoso movimiento y miró la hora.
—En punto —dijo ella, sosteniendo el reloj para que lo viera Émile.
Inmediatamente, él buscó su reloj, pero, para alivio y bochorno suyos, comprobó que estaba exactamente donde tenía que estar.
En la cubierta del barco, todavía en conversación con el otro caballero, Joshua Hart puso maquinalmente la mano sobre el bolsillo de su reloj. Se detuvo a media frase, metió la mano y rebuscó frenéticamente con los dedos como si de alguna manera fuese a encontrar el reloj oculto allí.
A su lado, Ellen Hart miraba en la distancia a Valfierno, de pie en el muelle que se alejaba poco a poco. Resistió el impulso de agitar la mano en señal de adiós. Se quedó mirando al hombre del traje blanco hasta que se confundió con la muchedumbre, preguntándose si él también se habría quedado mirándola.
En el viaje de vuelta desde el puerto, Valfierno anunció al grupo que celebrarían la satisfactoria conclusión del negocio con una cena, aquella misma noche, en la Cabaña Las Lilas. En aquellas fechas, Yves raramente salía, pero Valfierno haría todo lo posible para persuadirlo.
—Julia —dijo Valfierno cuando se acercaban a la casa—, tus habilidades encierran un incalculable valor para nosotros. Sospecho que, sin ellas, nuestro pez podría habérselas arreglado para deshacerse del anzuelo.
—La fuerza de la costumbre —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Puede incluso que me haya ganado todo un diamante tallado —añadió, mirando directamente la cartera que llevaba Émile en la mano más próxima a ella. Después levantó la vista, mirándolo a él, y sonrió recatadamente, haciendo que frunciera el ceño y se cambiara la cartera a la otra mano.
—No te preocupes —le aseguró Valfierno—. Yo siempre recompenso a quienes tienen talentos útiles.
—¿Tengo que mencionar —empezó a decir Émile, en voz un poco alta— lo cerca que estuve de que me atraparan la otra noche, cuando recuperé la copia del museo? Unos segundos más y me hubiesen cogido.
—Tienes que ser muy valiente —dijo Julia, en el papel de la ardiente admiradora incondicional.
—Sin tu inventiva, yo estaría fuera de juego, Émile —dijo Valfierno con sincero aprecio—. Vamos —añadió cuando llegaron a la verja que estaba frente a la casa—. Anunciemos las buenas nuevas al maestro pintor.
Ya en el interior, Valfierno atravesó directamente el patio. Émile comenzó a seguirlo, pero Julia le puso una mano en el brazo, deteniéndolo con suavidad.
—¿Te gustaría esto? —le preguntó, mostrando el reloj de bolsillo de Hart.
Émile lo miró.
—No, gracias —dijo con firmeza—. Tengo el mío.
—¿Estás seguro?
Sonrojándose, Émile se obligó a resistir la tentación de mirar en su bolsillo. Iba a decir algo, pero lo pensó mejor y se marchó.
—Pero este es de oro macizo —alcanzó a decirle ella en broma.
Mientras cruzaba el patio, Valfierno pensaba en el tipo de pintura que le encargaría a Yves. Un retrato era la elección más obvia, por supuesto, pero quizá fuera mejor dejar que el tema lo eligiera el artista. Sí, le daría libertad para que pintara lo que quisiera.
Valfierno entró en la cochera-estudio y vio a Yves sentado, dándole la espalda, contemplando la nueva copia, casi terminada, de
La ninfa sorprendida
.
—Los frutos de nuestros trabajos, amigo mío —dijo Valfierno, poniendo la cartera de mano sobre la mesa—. No más trabajo por hoy. La celebración empieza de inmediato.
El anciano no respondió. A menudo se quedaba dormido ante su caballete. Valfierno se adelantó y puso la mano sobre el hombro de Yves.
—Creo que querrás despertarte para esto…
Yves cayó hacia delante. Antes de que Valfierno pudiera impedirlo, el anciano rodó desde la silla al suelo, de espaldas.
Valfierno se puso de rodillas. El rostro de Yves estaba lívido. Con los ojos abiertos y las pupilas dilatadas, su mirada vacía se dirigía al techo.
Valfierno puso la mano en la mejilla de Yves. Su piel estaba fría. Estaba muerto.
L
OS recargados mausoleos y criptas de mármol del Cementerio de la Recoleta empequeñecían la sencilla lápida de piedra que señalaba el lugar del descanso final de Yves Chaudron.
Valfierno estaba solo al lado de la tumba, mirando la sencilla inscripción: «Yves Chaudron. 14 de junio de 1834—25 de abril de 1910. Descanse en paz».
Valfierno acaba de dar sepultura a la principal razón por la que abandonara París casi diez años antes.
Yves Chaudron había cometido un estúpido error. En París, trató de hacer pasar por el original una copia de un Greco a un hombre de negocios inglés. Yves era un excelente falsificador, pero un timador fatal. El inglés sospechó e informó a la policía.
Yves acudió a Valfierno, para quien había hecho algún trabajo ocasional, y le pidió ayuda. Y acudió precisamente en el momento adecuado. Valfierno había ido desilusionándose paulatinamente con el escenario de París; el mercado de obras de arte obtenidas de forma creativa se había enfriado y llevaba algún tiempo pensando en hacer algún cambio. Inmediatamente, llegó a un acuerdo con Yves: dejarían Francia juntos, dirigiéndose al territorio virgen de Buenos Aires, en la patria de Valfierno: Argentina. Allí estarían menos sometidos al escrutinio de las autoridades y él podría aprovecharse del conjunto de los nuevos millonarios estadounidenses que trataban de establecer su influencia en los mercados sudamericanos en expansión. Prometía ser un cambio de escenario fascinante, además de lucrativo. A cambio de la ayuda de Valfierno, Yves Chaudron aceptó prestarle sus servicios en exclusiva.
En comparación con París, Buenos Aires parecía una ciudad un tanto muerta, pero nunca lamentó su decisión. Valfierno hacía frecuentes viajes a los Estados Unidos para promover negocios con los nuevos ricos desde Boston a Filadelfia. Acabó reuniendo una impresionante clientela, pero, desde la crisis de Wall Street de 1907, los clientes eran más difíciles de convencer. Joshua Hart había capeado el temporal mejor que la mayoría, pero incluso él había requerido meses de persuasión antes de aceptar viajar a Buenos Aires.
Ahora había cambiado todo.
—Adiós, viejo amigo —dijo Valfierno con la vista puesta en la tumba—. Si hay un Dios, puedes hacerle su retrato y, si hay un cielo, tendrás innumerables vistas para tus pinturas y pinceles.
Émile y Julia permanecían a cierta distancia, observando a Valfierno.
—¿El anciano tenía alguna familia?
—A nadie —respondió Émile sin mirarla.
—¿Amigos?
—El marqués era su único amigo.
—Es triste morir solo —dijo ella. Pasado un momento, añadió—: Me pregunto quién se acercará a mi tumba cuando yo muera.
Émile la ignoró.
—Quizá tú —añadió con una sonrisa coqueta.
—¡Oh, sí! Iré, claro —dijo él, apartándose—. Incluso bailaré un poco.
—¡Maravilloso! —dijo ella—. En tal caso, ¡dejaré instrucciones escritas para que me entierren en el mar!
Aquella noche, Valfierno se sentó en la cochera-estudio, con una copa de malbec en la mano y una botella casi vacía en el suelo, a su lado. Dos velas dibujaban círculos de luz en la oscuridad, iluminando la caótica galería de lienzos, la obra de la vida de Yves. Valfierno había colocado uno de sus lienzos originales —una escena de la terraza de un café, frenética de vida— en el caballete. La copia de
La ninfa sorprendida
yacía boca arriba en el suelo. Parecía terminada, pero Valfierno sabía que probablemente no lo estuviese. Eso no importaba ahora.
A pesar del revoltijo de cosas, había un palpable vacío en el espacio. El magnífico arte todavía estaba allí, pero el artista había desaparecido; el corazón de la estancia había ido quedando cada vez más silencioso.
—Pensé que lo encontraría aquí —dijo Émile desde la puerta. Valfierno no dijo nada—. ¿Va a quedarse aquí toda la noche?
Valfierno tenía fija la mirada en la tela.
—¿Qué dejarás atrás, Émile? —preguntó en voz baja.
—Yo no voy a ninguna parte —replicó el joven.
—Al final de tu vida —aclaró Valfierno—, ¿qué dejarás atrás?
Hasta que Émile habló, el silencio se mascaba en el aire.
—¿Importa eso?
—No lo sé —musitó Valfierno—. Para el que deja este mundo, quizá nada, pero para los que se quedan atrás… —dijo Valfierno, encogiéndose de hombros.
—El truco, entonces —empezó a decir Émile, hablando casi para sí mismo—, es no dejar atrás a nadie.
—Joven amigo —dijo Valfierno con un suspiro—, de todas las cosas que puedes aprender de mí, esa no debería ser una de ellas.
—Debe irse a la cama —instó Émile—. El sol saldrá pronto.
Y con eso, Émile salió de la estancia y subió, haciendo crujir la escalera, a su habitación, encima de la cochera.
Valfierno se llevó la copa a los labios y la vació. Pensó llenarla de nuevo, pero cambió de idea. Metió la mano en el bolsillo y sacó el guante blanco de
mistress
Hart. Sintió su textura sedosa entre los dedos antes de llevárselo a la nariz. El leve resto de fragancia evocó el susurro de un recuerdo que quedaba tentadoramente fuera de su alcance, o quizá fuera solo el aroma de los lapachos en flor que ascendía en el aire caliente de la noche.
Bajó la mano y abarcó con la mirada la estancia vacía.
—Tenías razón, viejo amigo —dijo a la oscuridad—. Sin el corazón, solo quedan pintura y telas.
Para cuando las velas se derritieron hasta convertirse en pétalos de cera que goteaban sobre la mesa y la promesa del alba teñía la estancia de una pálida luz grisácea, Valfierno había tomado una decisión.
É
MILE estaba de pie en el muelle, lejos del borde, arrastrando, nervioso, los pies.
—Tranquilo —dijo Valfierno—. Este no será tu primer viaje por mar. Míralo como una gran aventura.
—Estoy bien —insitió Émile, en tono demasiado fuerte—. Es únicamente que no sé por qué tenemos que marcharnos tan deprisa; eso es todo.
—Cuando se toma una decisión —dijo Valfierno—, no hay razón para retrasarla. Necesitamos un nuevo colaborador; así de sencillo. Y en París lo encontraremos.
Émile miró aprensivamente la muchedumbre.
—¿Qué buscas con la mirada? —preguntó Valfierno.
—Nada —replicó Émile—. Sería mejor que me acercara y viera qué hacen esos mozos con nuestro equipaje.
El joven dirigió sus pasos hacia la muchedumbre. Sí, pensó Valfierno, su maestro falsificador había muerto. Ahora tenían que regresar a París para buscar a otro. Esa era, desde luego, una razón suficiente, pero había otra también. La semilla de un plan había empezado a tomar forma en su mente, un plan que, si tenía éxito, podría cambiarlo todo.
—Ella está aquí —dijo Émile, saliendo de entre el gentío y señalando hacia el muelle. Sus palabras cayeron como un aviso nefasto—. Le dije que nos seguiría.
Interrumpidos sus pensamientos, Valfierno se volvió y vio a Julia, que se abría paso entre la gente detrás de Émile. No le sorprendió en absoluto.
Cuando anunció por primera vez su plan de trasladar de nuevo el centro de operaciones a París, a ella le encantó. Sin embargo, él le había indicado que posiblemente no pudiese ir con ellos. Ella había rogado, primero a Valfierno, después a Émile, que la incluyeran en sus planes. Valfierno escuchó sus razonamientos, pero se mantuvo firme, recordándole que tenía suficiente dinero para hacer lo que quisiera, aun para regresar a los Estados Unidos. Él se las había arreglado para conseguirle un nuevo pasaporte, aunque no lo tendría hasta un mes después. La casa la dejaría a la familia de un hombre de negocios del lugar, pero Julia podría vivir en ella hasta que se marchara. El ama de llaves, María, se quedaba y podría atenderla.