—¡Cómo te atreves a acusarme de robar! Estaba admirando las figuritas; eso es todo.
—Entonces, ¿qué tienes en el bolsillo?
—¿Por qué no lo averiguas?
—Émile —dijo Valfierno haciendo caso omiso de su conversación—, tendrás que trasladar tus cosas inmediatamente. Julia dormirá en tu habitación.
—¿Qué?
—Tú puedes dormir encima de la cochera.
—¡Pero si es una vulgar ladrona!
—¿A quién estás llamando vulgar? —protestó ella.
Émile iba a decir algo cuando Yves, apoyándose en un bastón, apareció por detrás de la escalera.
—No puedo recordar la última vez que oí una conmoción así —dijo, divertido.
—Permíteme presentarte a nuestro maestro pintor —dijo Valfierno—.
Monsieur
Yves Chaudron,
Miss
Julia Conway.
Yves hizo una ligera inclinación de cabeza.
—
Enchanté, mademoiselle
.
—Eso está mejor —dijo Julia dirigiendo una mirada mordaz a Émile.
Émile respondió metiendo rápidamente la mano en el bolsillo de ella.
—¡Quítame las manos de encima! —gritó ella, mientras trataba de empujarlo.
Émile levantó la figurita con gesto triunfal.
—
Voilà
! Esto es lo que robó de la repisa.
—No es más que una copia —dijo Yves, encogiéndose de hombros—. Sea bienvenida.
Émile y Julia se miraron mutuamente como un par de gatos beligerantes hasta que Valfierno detuvo la confrontación.
—Bien. Ahora que ya nos conocemos mejor todos, te mostraré tu habitación.
Dando, desafiante, la espalda a Émile, Julia se acercó a Valfierno quien, en vez de adelantarse para mostrar el camino, se quedó parado frente a ella tendiéndole la palma de la mano. Ella le dirigió una mirada de inocente incomprensión antes de meter finalmente la mano en su bolsillo y sacar de él una cartera.
La boca de Émile se abrió de par en par mientras se tocaba el bolsillo vacío. Valfierno le cogió la cartera, pero siguió con la palma de la mano tendida hacia ella. Julia se encogió de hombros y, con una sonrisa traviesa dirigida a Émile, sacó un reloj.
—Es muy buena —dijo Valfierno, cogiendo el reloj y devolviendo ambos artículos a Émile—, pero no puedes perderla de vista. —Puso una mano en el hombro de Julia y, con un gesto, señaló la parte trasera de la casa—. Por ahí. Y creo que ya es hora de que tengamos una pequeña charla acerca de cómo puedes sernos útil.
A
VANZADA la mañana siguiente, Valfierno y Julia entraron en el vestíbulo del Gran Hotel de la Paix. Valfierno, vestido, como de costumbre, con un impoluto terno blanco, llevaba una larga maleta de cuero. Julia llevaba el nuevo conjunto que él le había comprado aquella mañana en la avenida Corrientes y, a ojos de todo el mundo, parecía una joven distinguida y elegante.
—Dígame quién soy ahora —le preguntó, divertida, mientras se ajustaba el cuello alto de la camisa. Valfierno le dirigió una mirada de advertencia—. ¡Oh, sí! —añadió—. Su sobrina. No es muy emocionante.
—Eso habrá que verlo —dijo para sí mientras se acercaban al mostrador de recepción.
—¿Qué desea, señor? —preguntó un recepcionista alto, mientras les dirigía su evaluadora mirada apuntando al extremo de su larga y fina nariz.
—La habitación del señor
[20]
Hart, por favor —contestó Valfierno—. Nos está esperando.
Valfierno llamó a la puerta de la
suite
de Joshua Hart.
—Recuerda que tienes que ser encantadora —advirtió a Julia.
—Simplemente, fíjese en mí.
La puerta se abrió, apareciendo
mistress
Hart. Valfierno juraría que, cuando sus ojos se encontraron, el rostro de ella se había ruborizado ligeramente.
—
Mistress
Hart —dijo él, llevándose el sombrero al pecho—,
buenos días
[21]
.
—Buenos días, marqués —respondió ella, componiéndose rápidamente.
Era la primera vez que Valfierno la veía sin su sombrero de ala ancha. Hasta ese momento, no se había percatado de lo raro que le resultaba ver su rostro por completo. Ciertamente, era muy sorprendente, aunque quizá, a primera vista, no pudiera decirse que fuese una belleza manifiesta. De hecho, él nunca había visto antes un rostro como el suyo. Sus iris eran de un agradable color café oscuro y su mirada caía ligeramente hacia las comisuras exteriores sugiriendo un punto de tristeza. Tenía la nariz recta, aunque un poco ancha para su cara, si bien este detalle quedaba más que compensado por su boca, que era un perfecto capullo de rosa de ese mismo color natural.
—Eduardo, por favor —la corrigió. Y esta es mi sobrina,
Miss
Julia Conway. Ha venido de visita desde Nueva York.
—Entren, por favor.
La
suite
constaba de una gran sala de estar con un mobiliario que, en un hotel parisiense, se habría considerado pasado de moda pero que, en Buenos Aires, era el colmo de la elegancia. A derecha e izquierda había puertas que Valfierno supuso que conducían a los dormitorios. La madre de
mistress
Hart estaba sentada a la pequeña mesa al lado de la ventana que daba a la bahía. Miraba al exterior sin reconocer a los visitantes.
—Le haré saber a mi esposo que están ustedes aquí —comenzó a decir
mistress
Hart, pero, antes de que pudiera dar un paso, Joshua Hart salió del dormitorio principal, toalla en mano, con los tirantes caídos.
—Valfierno, me preguntaba cuándo aparecería…
Se detuvo a media frase cuando se percató de la presencia de Julia, cambiando de inmediato su comportamiento. Se limpió los restos de crema de afeitar del rostro, dejó la toalla en una mesa y se puso bien la camisa.
—Buenos días, señor
[22]
Hart —dijo Valfierno—. Le presento a mi sobrina,
Miss
Julia Conway. Como le he dicho a
mistress
Hart, está de visita, procedente de Nueva York, y no hace falta decir que su discreción es absoluta en esta materia.
—Encantado de conocerla —dijo, efusivo, Hart, colocándose los tirantes sobre los hombros—. Perdone mi aspecto, por favor.
—No se preocupe, por favor —dijo Julia con una ligera reverencia—. Es un placer conocerlo, señor.
—Valfierno —dijo Hart mientras recogía su americana del respaldo de una silla y se la ponía—, nunca me había dicho que tenía una sobrina tan bella.
—Aquí la belleza sobreabunda —dijo Valfierno con una mirada a
mistress
Hart, que rápidamente apartó la vista.
En el último momento, Hart dijo:
—Ya conoce a mi esposa.
Julia asintió con gracia.
Cuando Hart terminó de ajustarse la americana, se adelantó, tomó la mano de Julia y la besó con gesto dramático.
—Encantado, sin duda —dijo.
Julia mostró una sonrisita perfectamente modulada de vergüenza. «Es ciertamente muy buena», pensó Valfierno.
Hart la llevó hasta una silla acolchada.
—Póngase cómoda, por favor.
Julia se sentó, ejecutando una elaborada representación de arreglarse el vestido.
—Bien —comenzó Valfierno—, ¿vamos a los negocios?
El gesto de Hart adquirió una repentina severidad. Se dio la vuelta, alisando la parte delantera de su americana mientras murmuraba:
—Supongo que para eso estamos.
Valfierno abrió la valija y extrajo la pintura enrollada.
—Evidentemente, teníamos que recortarlo de su marco, por lo que hay una pérdida menor por los bordes, pero nada significativo.
Desenrolló parcialmente la tela y señaló las iniciales a tinta en una esquina inferior del dorso.
—Es su marca, ¿no?
Hart examinó cuidadosamente la marca. Tras un momento, levantó la vista. Parecía casi enfadado por no encontrar nada que objetar.
—No ha habido ninguna noticia de un robo —dijo, más como acusación que como comentario.
—En el sitio del cuadro, en el muro de la galería, está colgada una copia. En estas cuestiones, no se puede perder el tiempo. Sería malo para el negocio.
Hart se dio la vuelta.
—No lo sé. Todavía no estoy seguro de que sea prudente seguir con esto.
—Pero, señor
[23]
—dijo Valfierno en tono tranquilizador—
es
su marca.
—Sí, sí, es mi marca —dijo Hart, impaciente—. Pero lo que le estoy diciendo es que no estoy seguro de que sea una buena idea.
Valfierno actuaba como si esto no tuviera ninguna consecuencia en absoluto.
—Es una lástima. Ha hecho usted un largo viaje.
—Este país me hace ser aprensivo. ¿Qué pasa si me detienen en el muelle?
—Unos pocos dólares norteamericanos solventarán cualquier dificultad, se lo aseguro.
—Necesito más tiempo para pensarlo —dijo Hart—. Vuelva por la mañana.
—Tenía entendido que usted se marchaba mañana —comenzó a decir Valfierno—. ¿No cree que sería…?
Hart lo detuvo con un estallido repentino:
—¡He dicho que necesito más tiempo!
Durante un momento, todo el mundo se quedó paralizado. Después, Hart se volvió hacia Julia y forzó una sonrisa.
—Estas cosas no se deciden a la ligera, comprende, ¿verdad?
Julia asintió con gracia.
—Claro que no —dijo Valfierno, plenamente de acuerdo—. Tiene todo el tiempo que necesite. ¿A qué hora está previsto que zarpe su barco?
—A las once y media —dijo
mistress
Hart, procurando ser útil, pero suscitando únicamente una mirada desaprobadora de su marido.
—Entonces, me encontraré con usted en el muelle por la mañana —dijo Valfierno mientras enrollaba el lienzo—. ¿A las diez, por ejemplo?
Hart dudaba. En la habitación solo se oía el crujido del lienzo mientras Valfierno terminaba de enrollarlo.
El marqués rompió el silencio:
—Y quizá podamos convencer a la señorita Julia de que se reúna con nosotros de nuevo.
—¡Oh!, me encantaría —dijo Julia, añadiendo—: Es decir, si
mister
Hart no tiene inconveniente.
Julia miró a Hart con una expresión angelical y esperanzada en el rostro.
«¡Dios mío!», pensó Valfierno, «¡solo falta que le diga cuánto le gustan los barcos grandes!».
—Naturalmente que no, querida —dijo
mister
Hart—. Será un placer.
—Entonces, en eso quedamos —dijo Valfierno mientras devolvía la pintura a la valija—. Vamos, Julia.
Cuando Julia se levantaba de la silla, su bolso se deslizó de su regazo al suelo.
—Permítame —dijo Hart, agachándose para recogerlo.
—¡Oh, no se moleste! —dijo Julia, agachándose ella misma. Su movimiento repentino acabó en una colisión con
mister
Hart, obligándola a agarrarse momentáneamente a su americana para no perder el equilibrio.
—Lo siento, querida —dijo Hart mientras recogía el bolso y se lo entregaba.
Ella se irguió también y lo cogió.
—No, he tenido yo toda la culpa.
—No, yo he sido muy torpe —insistió Hart.
—Bueno, señor —intervino Valfierno—, no parece que se haya producido ningún daño permanente. Debemos irnos —añadió; abrió la puerta y dijo—: Julia…
Con una sonrisa final y una reverencia, Julia lo siguió al pasillo.
—Hasta mañana, entonces —dijo Valfierno con una venia de deferencia antes de seguirla.
Hart cerró la puerta tras ellos. Se volvió y vio a su esposa en pie, inmóvil, mirándolo.
—Una chica encantadora, ¿no? —dijo, un poco incómodo.
—Encantadora —replicó ella, antes de sentarse a la mesa y cubrir la mano de su madre con la suya.
—Bien —fue todo lo que dijo Hart antes de desaparecer en su dormitorio.
En un callejón cercano al hotel, Julia le dio a Valfierno la cartera y el pasaporte de Hart.
—Precioso —dijo Valfierno.
—Todo en un día de trabajo —dijo ella, tratando de quitarle importancia, pero sin poder disimular del todo una sonrisa de satisfacción.
—Toma —dijo Valfierno, devolviéndole la cartera—. Te toca guardarlo.
—Me voy a reservar un trozo de la tarta.
—No seas codiciosa. —La amonestó Valfierno mientras apretaba la cartera en su mano—. Y además, aún no hay tarta, y podría no haberla.
V
ALFIERNO pasó el resto de la mañana sentado en un pequeño café con vistas a la entrada del Gran Hotel. Su plan dependía de la reacción de Joshua Hart al descubrir la desaparición de su pasaporte. El objetivo era explotar la vulnerable situación del americano ofreciéndole un simple quid pro quo: Hart compraría la pintura a cambio de un pasaporte presuntamente falsificado que le facilitaría Valfierno. El truco estaba en conseguir esto sin levantar sospechas. También requería otro encuentro con Hart hoy mismo, y ese encuentro tendría que producirse por casualidad.
Valfierno esperaba que, tras descubrir la pérdida, Hart saliera del hotel, dirigiéndose al consulado de los Estados Unidos, en la avenida Sarmiento, en el barrio de Palermo. Sabía que la obtención de un nuevo pasaporte podría llevar hasta seis semanas. Hart utilizaría su influencia para agilizar el proceso, pero, aun así, le llevaría una semana, como mínimo. Hart volvería al hotel frustrado y de mal humor. Entonces Valfierno se las arreglaría para toparse con él en la calle. No estaba seguro de lo que le diría exactamente al hombre, pero siempre pensaba mejor sobre la marcha.
A mediodía, Hart seguía sin aparecer. Después, a primera hora de la tarde, la espera de Valfierno se vio recompensada cuando vio a
mistress
Hart, que salía del hotel escoltando a su madre. Tenía que tomar una decisión rápida: «¿esperaba a Hart o aprovechaba esta oportunidad potencial?».
Dejando unas monedas sobre la mesa, se levantó y siguió a las dos mujeres a una distancia prudencial cuando entraron en una calle bulliciosa salpicada de restaurantes. Unos minutos después,
mistress
Hart estaba sentada con su madre a una mesa al aire libre bajo la sombra de un jacarandá, en el patio de un pequeño café.
Valfierno se detuvo un momento antes de cruzar la calle. Mientras se acercaba, una explosión de color atrajo su atención. Las panojas azules, casi púrpuras, de flores que adornaban el árbol se conjuntaban perfectamente con los colores de la pamela de ala muy ancha de
mistress
Hart.
—
¡Mistress
Hart —dijo Valfierno, deteniéndose frente a su mesa y fingiendo sorpresa—, qué inesperado placer!