El robo de la Mona Lisa (26 page)

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Authors: Carson Morton

Tags: #Intriga, #Histórico, #Policíaco

BOOK: El robo de la Mona Lisa
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—La copia, querrá decir —dijo Émile.

Madame
Charneau miró a Julia.

—Cambiaron las pinturas, ¿no? —preguntó él a ambas.

La mirada que Julia intercambió con
madame
Charneau le dio la respuesta.

—¡No puedo creerlo!

—Dadme un minuto para vestirme —dijo Julia, exasperada—. Os lo explicaré sobre la marcha.

Capítulo 33

M
IENTRAS se apresuraban para llegar a la
cour
de Rohan, Julia decía sin aliento:

—Era raro que saliera de su habitación. Nunca ha habido tiempo suficiente para entrar y dar el cambiazo.

—Pero tú tenías una copia de la llave desde hace meses —dijo Émile.

—¿Me has escuchado? —dijo ella—. Él solo salía de su habitación para atravesar el vestíbulo unos pocos minutos cada día. Simplemente, no ha habido tiempo y no sabía que se fuese a ir tan pronto.

—¿A qué hora dijo que salía su tren? —preguntó Émile a
madame
Charneau.

—Me dijo que su tren para Florencia sale de la estación de Lyon a las cuatro en punto.

—Entonces, es mejor que nos apresuremos —dijo él antes de volverse hacia Julia—. ¡Tú solo tenías que hacer una cosa!

Julia iba a responderle cuando Émile apretó el paso y tomó la delantera. Ella se limitó a gruñir, frustrada, mientras cogía del brazo a
madame
Charneau para ayudar a la mujer mayor a seguir el ritmo.

Por fortuna, cuando llegaron a la casa de huéspedes poco después de la una, todavía pudieron oír a Peruggia moviéndose por su habitación.

—Muy bien, genio —le dijo Julia a Émile a modo de reto—, ¿qué sugieres?

—No lo sé —dijo bruscamente Émile, tratando de mantener baja la voz—. Tú eres quien tenía que haberse hecho cargo de todo esto hasta ahora.

Julia dudó, pensando.

—Muy bien —dijo finalmente—.
Madame
Charneau, coja la garrafa de
brandy
de la sala de estar y llévela a mi habitación con dos copas. —La anciana asintió y fue a hacer lo que le pedía—. Émile, sube al ático. No dejes que te oiga. Coge la copia y espera una señal en lo alto de la escalera. —Ella sacó rápidamente la llave de su bolsillo y se la entregó—. Solo espero que hicieses un trabajo mejor al copiarla que en la ocasión anterior.

—¿Ahora quieres que lo haga yo? —murmuró mientras ella lo apremiaba para que subiese la escalera.

De camino al segundo piso, Julia explicó rápidamente y en voz baja lo que quería que hiciera Émile.

Julia dejó a Émile al pie de otra escalera pequeña que llevaba al ático y se encaminó al primer piso. Llegó a la puerta de su habitación en el preciso momento en que
madame
Charneau salía. Julia le susurró unas instrucciones antes de desaparecer en el interior.
Madame
Charneau recompuso su bata de casa y llamó a la puerta de Peruggia. Un momento después, apareció el italiano. Había comido muy poco en los últimos meses y su terno de viaje, más bien raído, le quedaba demasiado ancho y le colgaba por todas partes.

—¿Qué pasa? —preguntó, suspicaz.


Monsieur
Peruggia —comenzó a decir
madame
Charneau—,
mademoiselle
Julia desea despedirse de usted.

Él la miró de arriba abajo, desconcertado; después, asomó la cabeza y echó un vistazo al pasillo.

—¿Dónde está?

—Ella me dijo que quería despedirse de usted en su habitación.

Peruggia dudó un momento, examinando minuciosamente la cara de
madame
Charneau. Ella se encogió de hombros, le dirigió una agradable sonrisa y empezó a manosear un jarrón de flores que estaba encima de una mesita lateral. Peruggia se quedó un momento en la puerta; después, salió de su habitación y la cerró con llave. Atravesó el vestíbulo hasta la habitación de Julia, se alisó un mechón de pelo y llamó a la puerta. Casi inmediatamente, se abrió.

Julia levantó la vista hacia él con una sonrisa simpática.


Signore
Peruggia —dijo ella con evidente alegría.


Madame
Charneau me ha dicho que quería despedirse de mí.

—Sí, por favor, entre.

Él permaneció inmóvil.

—Por favor —repitió ella, haciéndose a un lado y haciendo un gesto con la mano.

Él dudó; después, entró. Julia le dirigió una rápida mirada cómplice a
madame
Charneau y cerró la puerta.

Madame
Charneau salió disparada hacia la escalera. Émile estaba en los escalones superiores con la tabla envuelta bajo el brazo. Ella le hizo un gesto con la mano y él bajó a toda velocidad y la siguió hasta la habitación de Peruggia. Con su llave maestra,
madame
Charneau abrió la puerta.

Julia levantó la garrafa de la mesa, sirvió dos copas de
brandy
y ofreció una a Peruggia, que permanecía de pie, más bien rígido, al lado de la puerta.

—Siento que se vaya —dijo ella, tomando un sorbo de su copa.

Peruggia cogió la copa, se la llevó a los labios y la vació.

—Echaré de menos su hermosa cara por aquí —continuó ella—. No lo hemos visto mucho últimamente.

Él seguía inexpresivo.

Julia le dirigió una sonrisa amable y relajada.

—¿Y adónde irá ahora? —preguntó Julia, preguntándose si el hombre diría algo siquiera.

Émile desenvolvió la copia de
La Joconde
y la puso encima del colchón. Metió la mano bajo la cama y sacó la maleta. Sacó también la copia de la llave de su bolsillo, la metió en la cerradura y la giró.

La cerradura no respondió.

Finalmente, Peruggia respondió:

—A Florencia. Voy a Florencia.

—Florencia —dijo Julia, rellenando la copa de él—. Suena muy romántico.

—Italia es mi patria.

—¡Oh!, estoy segura de que tendrá alguna amiga que lo espera, ¿no,
signore
Peruggia?

—Mi madre vive allí —dijo él, con una expresión adusta en su cara—. Pero no tengo un especial deseo de verla.

—¡Oh!, pero seguro que habrá alguien.

Peruggia miró con suspicacia a Julia. Después, levantó su copa y la vació de nuevo.

—Hubo alguien… alguna vez.

Émile empezó a sentir un sudor frío. Esto no podía estar ocurriendo otra vez. Cuando se trataba de cerraduras complicadas, como las que se encuentran en pequeñas cajas fuertes, podría pensarse que una copia no funcionase sin algún perfilado adicional para hacer ajustes finos. Pero con cerraduras bastas, como las de las maletas de este tipo, incluso una copia poco pulida tenía que funcionar.

Trató de girar la llave varias veces, sin éxito. La sacó y la examinó. Vio una ligera rebaba en uno de los dientes. De alguna manera, había escapado a su atención cuando copió la llave. Sacando una pequeña lima del bolsillo de su chaqueta, pulió la rebaba a toda velocidad. Volvió a introducir la llave en la cerradura, hizo una profunda inspiración y la giró. La cerradura se abrió.

Rellenando de nuevo la copa de Peruggia, Julia dijo:

—Lo sabía. Era difícil de imaginar que un partido como usted pasara desapercibido demasiado tiempo.

Peruggia miró el líquido oscuro de su copa como si fuese alguna especie de bola de cristal.

—Se marchó con un carnicero.

—Un carnicero… —dijo Julia, tratando desesperadamente de pensar algún comentario adecuado mientras vaciaba de nuevo su copa. Finalmente, tratando de parecer lo más comprensiva posible, dijo:

—Por la carne… sin duda.

Peruggia asintió con hosca aquiescencia.

—Siempre tuvo un apetito insaciable.

—Ahí está, entonces —dijo Julia.

Hubo un momento de incómodo silencio mientras el tema se iba agotando como una brizna de humo que se extingue. De repente, Peruggia salió de su ensoñación.

—Tengo que irme.

—¡Oh!, ¿tan pronto? —protestó Julia—. Pero si tiene mucho tiempo. Por favor, quédese un poco más.

Él fijó la mirada en ella.

—¿Por qué quiere que me quede?

—Porque disfruto con su compañía, evidentemente. —Trató de rellenar su copa, pero él la cubrió con la mano.

—No más —dijo, dándose la vuelta para salir.

—Y además —dijo ella, interponiéndose entre él y la puerta—, cuando se vaya, quedará esto muy solitario.

Émile abrió la maleta y sacó unas cuantas camisas dobladas hasta encontrar
La Joconde
. Con cuidado, agarró ambos lados de la tabla y la puso sobre la cama, al lado de la copia.

—Émile. —La voz de
madame
Charneau llegaba desde la puerta.

Apartándose del objeto de su atención, Émile se acercó a la puerta.

—¿Qué pasa? —preguntó, tratando de que su voz fuese un susurro.

—¡Tienes que darte prisa! —dijo ella a través de la puerta.

—Sí, sí —dijo Émile, impaciente, antes de volver a la cama. Arrodillándose de nuevo, cogió la copia.

Se quedó petrificado.

Miró las dos pinturas idénticas, una al lado de la otra. ¿Cuál de las dos era la copia? ¿Cuál de ellas había dejado más tarde?

«Esto es ridículo», pensó. Había vuelto a dejar las dos. «¡Ah, sí, claro!». La de la derecha era la copia. ¿O era la de la izquierda? No, la de la derecha. Ahora lo recordaba con claridad.

Deslizó en la maleta la pintura de la derecha. Volvió a meter las camisas, cerró la tapa, dejó cerrada la cerradura y volvió a meter la maleta bajo la cama.

Julia estaba entre Peruggia y la puerta. Su cara mostraba una sonrisa provocativa.

—¿Y por qué, de repente, le gusto tanto? —preguntó él, poniendo su copa vacía en la repisa de la pequeña chimenea—. Pocas veces me ha dirigido la palabra en varios meses.

—Usted se mostraba muy reservado —dijo ella tímidamente— y además, ya conoce a las mujeres. No conocemos nunca nuestras propias mentes.

Sin cambiar su expresión, Peruggia cerró los ojos y acercó su cara a la de ella.

«Va a besarme», pensó Julia frenéticamente. «Es la única manera de retenerlo aquí. Tengo que hacerlo».

Pero no pudo. Ella se hizo a un lado, haciendo que Peruggia perdiera ligeramente el equilibrio. Él abrió los ojos y se encontró acercándose a la puerta y apoyando la mano en ella.

—¿Ve lo que quiero decir? —dijo ella, sonriendo sin convicción.

Peruggia sonrió satisfecho, encogiéndose ligeramente de hombros. Después, giró el pomo de la puerta. Cuando la puerta se abrió, Julia volvió a interponerse en su camino, lo cogió por las solapas y le hizo girar sobre sus talones, de manera que diera la espalda al pasillo.

—Pero lo echaré de menos —dijo ella. Por el rabillo del ojo vio a
madame
Charneau al lado de la puerta de Peruggia indicándole frenéticamente que Émile todavía estaba dentro.

Julia no tenía elección. Tirando de Peruggia hacia delante y hacia abajo, le plantó firmemente sus labios sobre los suyos. Los notaba húmedos y correosos y estaba segura de que podía apreciar el sabor de la morcilla belga que le había llevado la noche anterior para cenar. Se las arregló para ver cómo salía Émile de la habitación de Peruggia con la tabla envuelta bajo el brazo. Siguió besando a Peruggia hasta que Émile y
madame
Charneau desaparecieron escaleras abajo. En cuanto se fueron, ella retrocedió. De repente, Julia cobró un aspecto formal cuando tendió su mano.

—Bueno —dijo ella—.
Bon voyage
!

Antes de que él pudiera hacer o decir nada, ella lo empujó suavemente, haciéndole salir de su habitación. Cerrando la puerta tras él; se apoyó de espaldas a ella, completamente agotada.

Diez minutos más tarde, Peruggia estaba con
madame
Charneau en la puerta principal. Llevaba puestos su abrigo y su sombrero; en una mano, transportaba su maleta. Bajo el otro brazo, sostenía la tabla, que había envuelto en unas telas.

—Adiós,
madame
—dijo con una brusca inclinación de cabeza—. Gracias por su hospitalidad.

—El placer ha sido mío,
signore
Peruggia. Espero que tenga un agradable viaje.

Peruggia comenzó a andar, pero se paró y se volvió.

—Me parece —comenzó a decir, con voz baja y seria— que la joven dama necesitaría un poco de atención extra durante algún tiempo.

—Por supuesto, comprendo.

Con una torpe inclinación de cabeza final, Peruggia se alejó.
Madame
Charneau esperó hasta que desapareció del patio interior antes de cerrar la puerta. Inmediatamente, Émile apareció desde la cocina mientras Julia bajaba a toda prisa la escalera.

—Estaba cerrado —dijo Émile.

—¿Conseguiste dar el cambiazo? —preguntó Julia jadeando.

—Naturalmente —respondió Émile.

—¿Y la llave?

—Funcionó perfectamente a la primera.

—¡Eres mi héroe! —dijo ella alegremente, rodeándolo con sus brazos.

—Bien hecho, Émile —dijo
madame
Charneau.

Cuando Julia lo soltó, él se quedó un momento un poco deslumbrado. Después, se tanteó rápidamente el bolsillo para asegurarse de que su reloj seguía en su sitio.

—Y tú también —le dijo él a Julia antes de incluir rápidamente a
madame
Charneau—, las dos. Bien hecho.

—El marqués estará orgulloso de todos nosotros —dijo
madame
Charneau.

—¿Cómo te las arreglaste para distraerlo? —le preguntó Émile a Julia.

Ella compartió una rápida sonrisa cómplice con
madame
Charneau antes de responder.

—No te gustaría saberlo.

Y con eso, ella se lanzó hacia delante y le dio un rápido beso en la mejilla antes de girar rápidamente y salir a escape escaleras arriba. Émile la miró, estupefacto.

—Es la segunda vez que hace eso.

—Es la tercera vez que tienes que preocuparte por eso —le dijo
madame
Charneau con un guiño. Después, se puso seria—. ¿Dónde guardarás ahora la pintura?

—Una muy buena pregunta. En realidad, he estado pensándolo mucho.

—¿Y?

—Y, ¿qué mejor sitio para ocultar un elefante —comenzó Émile— que en una manada de otros elefantes?

Iba a mitad de camino por Saint-Germain cuando se dio cuenta de que le faltaba su reloj de bolsillo.

Con la tabla empaquetada bajo el brazo, Émile llamó a la puerta del estudio de Diego a nivel de la calle
.


¿Diego? —llamó. No hubo respuesta—. ¿Diego
?

Como había previsto, el artista no había vuelto aún. Con la llave escondida que Diego guardaba siempre en una vieja y herrumbrosa lámpara de gas pegada a la pared —la misma que Émile había dejado allí cuando Julia,
madame
Charneau y él salieron apresuradamente unas horas antes— entró y descendió por la escalera hasta el sótano
.

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