«Le cambiaron el país», dijo Maya. «Ella llegó a un sitio y veinte años después ya no lo reconocía. Hay una carta que siempre me ha fascinado, es de finales del 69, una de las primeras. Dice mi madre que Bogotá es una ciudad aburrida. Que no sabe si pueda vivir mucho tiempo en un sitio donde nunca pasa nada.»
«Donde nunca pasa nada.»
«Sí», dijo Maya. «Donde nunca pasa nada.»
«Jacksonville», dije yo. «¿Dónde queda eso?»
«Arriba de Miami, muy arriba. Yo sé porque la he visto en mapas, no porque haya ido. Yo ni conozco Estados Unidos.»
«¿Por qué no se quiso ir con ella?»
«No sé, yo tenía dieciocho años», me dijo Maya. «A esa edad la vida es nueva, uno acaba de descubrirla. No quería separarme de mis amigos, había comenzado a salir con alguien... Curioso, porque se fue mamá y ahí mismo me di cuenta de que Bogotá no era para mí. Una cosa llevó a la otra, como se dice en las películas, y aquí me tiene, Antonio. Aquí me tiene. Veintiocho años, solterita y a la orden, las partes del cuerpo bien puestas todavía, y viviendo sola con mis abejas. Aquí me tiene. Muerta del calor y llevando a un desconocido a ver el zoológico de un mafioso muerto.»
«Un desconocido», repetí.
Maya se encogió de hombros y dijo algo que no quería decir nada:
«Bueno, no, pero en fin.»
Cuando llegamos a la Hacienda Nápoles el cielo había comenzado a nublarse y un bochorno molesto apareció en el aire. Pronto llovería. El nombre de la propiedad aparecía pintado en letras descascaradas sobre el portal blanco de dimensiones innecesarias —una tractomula habría podido pasar por allí—, y sobre el travesaño, en delicado equilibrio, estaba una avioneta pequeña, blanca y azul como el portal: era la Piper que Escobar usó durante sus primeros años y a la cual, solía decir, debía su riqueza. Pasar por debajo de esa avioneta, leer la matrícula inscrita en la parte inferior de las alas, fue como entrar en un mundo sin tiempo. Y sin embargo, el tiempo estaba presente. Para ser más precisos: había hecho estragos. Desde 1993, cuando Escobar fue muerto a tiros sobre un tejado de Medellín, la propiedad había entrado en una decadencia vertiginosa, y eso, sobre todo, fue lo que vimos Maya y yo mientras el Nissan avanzaba por el sendero pavimentado entre campos sembrados con limoneros. No había ganado pastando en esos prados, lo cual, entre otras cosas, explicaba que el pasto estuviera tan crecido. La maleza devoraba las estacas de madera. En eso me estaba fijando, en las estacas de madera, cuando vi los primeros dinosaurios.
Eran lo que más me había gustado en mi primera y remota visita. Escobar los había mandado construir para los niños, un tiranosaurio y un brontosaurio de tamaño natural, un mamut de apariencia bonachona (gris y barbudo como un abuelo cansado) y hasta un pterodáctilo que flotaba sobre el agua del estanque con una anacrónica serpiente entre las garras. Ahora los cuerpos se caían a pedazos, y había algo muy triste y acaso impúdico en la visión de las estructuras de cemento y hierro que iban quedando al aire. El estanque mismo se había convertido en un charco sin vida, o por lo menos así se veía desde el sendero. Después de dejar el Nissan en una explanada de tierra descuidada, frente a una cerca de alambres que en otro tiempo pudieron estar electrificados, Maya y yo comenzamos a caminar por los mismos lugares que habíamos recorrido en carro años atrás, siendo niños o casi adolescentes que todavía no comprendían muy bien a qué se dedicaba el dueño de todo esto ni por qué sus padres les prohibían una diversión tan inocente. «En esa época no se podía caminar, ¿se acuerda? Uno no se bajaba del carro.»
«Estaba prohibido», dije.
«Sí. Me impresiona.»
«¿Qué cosa?»
«Todo parece más pequeño.»
Tenía razón. A un soldado del Ejército le dijimos que queríamos ver los animales y le preguntamos dónde estaban, y a la vista de todos Maya le entregó un billete de diez mil pesos para estimular sus buenos servicios. Y así, guiados o acompañados o escoltados por un jovencito imberbe de gorra y uniforme camuflado que se movía con indolencia, la mano izquierda apoyada en el fusil, llegamos a las jaulas en que dormían los animales. El aire húmedo se llenó con un olor sucio, una mezcla de excrementos y comida desechada. Vimos un guepardo echado al fondo de su jaula. Vimos a un chimpancé rascarse la cabeza y a otro correr en círculos sin perseguir nada. Vimos una jaula vacía, la puerta abierta y un platón de aluminio recostado a la reja.
Pero no vimos al canguro que daba patadas a un balón de fútbol, ni al famoso loro que era capaz de recitar la alineación de la selección Colombia, ni a los emús, ni a los leones y los elefantes que Escobar había comprado a un circo viajero, ni a los caballos enanos ni a los rinocerontes, ni al increíble delfín rosado con el que Maya soñó una semana seguida después de aquella primera visita. ¿Dónde estaban los animales que habíamos visto de niños? No sé por qué hubiera debido sorprendernos nuestra propia decepción, pues el declive de la Hacienda Nápoles era bien conocido, y en los años transcurridos desde la muerte de Escobar habían circulado en los medios colombianos diversos testimonios, una especie de película en cámara muy lenta sobre el auge y caída del imperio mafioso. Pero tal vez no fue nuestra decepción lo que nos sorprendió, sino la manera en que la vivimos juntos, la solidaridad impredecible y sobre todo injustificada que de repente nos unió: los dos habíamos venido a este lugar por la misma época, este lugar había sido para los dos el símbolo de las mismas cosas. Sería por eso que después, cuando Maya preguntó si se podía llegar hasta la casa de Escobar, sentí como si me hubiera quitado la pregunta de la boca, y fui yo en ese momento quien sacó el billete arrugado y sucio para sobornar al soldadito.
«Ah, no. No se puede entrar», dijo.
«¿Y por qué no?», preguntó Maya.
«Porque no», dijo. «Pero pueden dar una vuelta y asomarse a las ventanas.»
Eso hicimos. Recorrimos el perímetro de la construcción y vimos juntos sus paredes ruinosas, sus vidrios sucios o rotos, la madera desastillada de sus vigas y sus columnas, los azulejos rotos y desportillados de los baños exteriores. Vimos las mesas de billar que inexplicablemente nadie se había llevado en seis años: en esos salones que el tiempo había oscurecido y ensuciado, el verde refulgente del paño brillaba como una joya. Vimos la piscina vacía de agua, pero llena de hojas secas y de trozos de corteza y de ramitas que el viento se ha llevado. Vimos el garaje donde se pudría la colección de carros antiguos, vimos la pintura desastrada y las luces rotas y las carrocerías hundidas y los cojines desaparecidos y los asientos convertidos en un desorden de muelles y resortes, y recordamos que según la leyenda uno de esos aparatos, un Pontiac, había pertenecido a Al Capone y otro, siempre según la leyenda, a Bonnie y Clyde. Y después vimos un carro que no era de lujo, sino simple y barato, pero cuyo valor estaba fuera de toda duda: el célebre Renault 4 con el que el joven Pablo Escobar, mucho antes de que la cocaína se volviese la fuente de riquezas que fue después, competía en carreras locales como piloto novato. La Copa Renault 4, se llamaba aquel trofeo de aficionados: las primeras veces que el nombre de Escobar apareció en la prensa colombiana, mucho antes de los aviones y las bombas y los debates sobre la extradición, fue como piloto de carreras de esa copa, un joven provinciano en un país que era todavía una pequeña provincia del mundo, un joven traficante que todavía era noticia por actividades distintas de ese tráfico incipiente. Y ahí estaba el carro, dormido y roto y devorado por el descuido y el tiempo, la pintura blanca levantada, agrietada la carrocería, un animal muerto al que se le ha llenado la piel de gusanos.
Pero tal vez lo más extraño de esa tarde es que todo lo que vimos lo vimos en silencio. Nos mirábamos con frecuencia, pero nunca llegamos a hablar más allá de una interjección o un expletivo, quizás porque todo lo que estábamos viendo evocaba para cada uno recuerdos distintos y distintos miedos, y nos parecía una imprudencia o quizás una temeridad ir a meternos en el pasado del otro. Porque era eso, nuestro pasado común, lo que estaba allí sin estar, como el óxido que no se veía pero que carcomía frente a nosotros las puertas de los carros y los rines y los guardabarros y los tableros y los timones. En cuanto al pasado de la propiedad, no nos interesó demasiado: las cosas que allí habían ocurrido, los negocios que se hicieron y las vidas que se extinguieron y las fiestas que se montaron y las violencias que desde allí se planearon, todo eso formaba un segundo plano, un decorado. Sin decirnos nada estuvimos de acuerdo en que teníamos bastante con lo visto y empezamos a caminar en dirección al Nissan. Y esto lo recuerdo: Maya me tomó del brazo, o enganchó su brazo en el mío como hacían las mujeres de otros tiempos, y en el anacronismo de su gesto hubo una intimidad que yo no hubiera podido prever, que nada presagiaba.
Entonces comenzó a llover.
Fue una llovizna al principio, aunque de gotas gruesas, pero en cuestión de segundos el cielo se puso oscuro como la panza de un burro y un aguacero nos bañó las camisas antes de que tuviéramos tiempo de guarecernos en ninguna parte. «Mierda, se nos acabó el paseo», dijo Maya. Para cuando llegamos al Nissan, ya estábamos calados; como habíamos corrido (los hombros alzados, un brazo protegiendo los ojos), la parte delantera de nuestros pantalones estaba empapada, mientras que la parte de atrás, casi seca, parecía hecha de otra tela. Los vidrios del campero se empañaron enseguida con el calor de nuestras respiraciones, y Maya tuvo que sacar de la guantera una caja de pañuelos de papel para limpiar el panorámico y arrancar sin estrellarnos contra el primer poste. Abrió la ventilación, una rejilla negra en medio del tablero, y empezamos a movernos con cuidado. Pero habíamos avanzado apenas un centenar de metros cuando Maya frenó en seco, abrió la ventana tan rápido como se lo permitió la manivela y yo, desde mi puesto de copiloto, pude ver lo que ella estaba viendo: a unos treinta pasos de nosotros, a mitad de camino entre el Nissan y el estanque, un hipopótamo nos consideraba con gravedad.
«Qué lindo», dijo Maya.
«Cómo que lindo», dije. «Es el animal más feo que hay.»
Pero Maya no me hizo caso. «No creo que sea un adulto», siguió. «Es muy pequeño, es una cría. ¿Estará perdida?»
«Y cómo sabe que es una hembra.»
Pero Maya se había bajado, a pesar del aguacero que seguía cayendo y a pesar de que una cerca de madera la separaba del terreno donde estaba la bestia. Su piel era de un gris oscuro y tornasolado, o así me lo parecía en la luz disminuida de la tarde. Las gotas le pegaban y rebotaban como sobre un cristal. El hipopótamo, macho o hembra, cría o adulto, no se inmutaba: nos miraba, o miraba a Maya que se había recostado a la cerca de madera y lo miraba a su vez. No sé cuánto tiempo pasó: uno, dos minutos, que en esas circunstancias es un tiempo largo. El agua le escurría a Maya por el pelo y toda su ropa era ya de un color distinto. Entonces el hipopótamo comenzó un movimiento pesado, un buque que intenta dar la vuelta en el mar, y vi su perfil y me sorprendió que fuera un animal tan largo. Y luego ya no lo vi más, o más bien le vi el culo poderoso y me pareció ver chorros de agua que le resbalaban por la piel tersa y reluciente. Se fue alejando entre el pasto crecido, con las patas ocultas por la maleza de tal manera que parecía no avanzar realmente, sino hacerse más pequeño. Cuando lo vimos ganar el estanque y meterse al agua, Maya volvió al campero.
«Cuánto van a durar esos bichos, es lo que yo me pregunto», dijo. «No hay quien los alimente, ni quien los cuide. Deben ser carísimos.»
No me hablaba a mí, eso era evidente: estaba pensando en voz alta. Y yo no pude menos que recordar otro comentario idéntico en espíritu y aun en forma que había escuchado tiempo atrás, cuando el mundo, o por lo menos el mío, era otro muy distinto, cuando yo todavía me sentía al mando de mi vida.
«Lo mismo dijo Ricardo», le conté a Maya. «Así lo conocí yo, haciendo un comentario lleno de lástima sobre los animales del zoológico.»
«Me imagino», dijo Maya. «Los animales le preocupaban.»
«Decía que no tenían la culpa de nada.»
«Y es verdad», dijo Maya. «Ése es uno de los pocos, de los poquísimos recuerdos de verdad que tengo. Mi papá cuidando a los caballos. Mi papá acariciando al perro de mamá. Mi papá regañándome por no darle de comer al armadillo. Los únicos recuerdos de verdad. Los demás son inventados, Antonio, recuerdos de mentira. Lo más triste que puede pasarle a una persona, tener recuerdos de mentira.»
Tenía la voz gangosa, pero eso podía ser consecuencia del cambio de temperatura. Había lágrimas en sus ojos, o más bien era el agua que le escurría por las mejillas, que le rodeaba los labios. «Maya», pregunté entonces, «¿por qué lo mataron? Yo sé que falta esa ficha del rompecabezas, ¿pero qué cree usted?». El Nissan había arrancado ya y recorría los kilómetros que nos separaban del portal de entrada, la mano de Maya se cerraba sobre la perilla negra de la barra de cambios, el agua le escurría por la cara y el cuello. Insistí: «¿Por qué, Maya?». Sin mirarme, sin despegar los ojos del panorámico empañado, Maya dijo esas tres palabras que yo había oído en tantas otras bocas: «Algo habrá hecho». Pero esta vez me parecieron indignas de lo que Maya sabía. «Sí», le dije, «¿pero qué? ¿Acaso usted no quiere saber?». Maya me miró con compasión. Traté de añadir algo y ella me cortó: «Mire, no quiero hablar más». Las plumillas negras se movían sobre el vidrio y barrían el agua y las hojas pegadas. «Quiero que nos quedemos callados un rato, estoy cansada de hablar. ¿Me entiende, Antonio? Hemos hablado demasiado. Estoy harta de hablar. Quiero estar un rato en silencio.»
Así que en silencio llegamos al portal y pasamos por debajo de la Piper blanquiazul, y en silencio giramos a la izquierda en dirección a La Dorada. En silencio avanzamos por una parte de la vía donde los árboles de ambos lados se encuentran sobre la calzada, impidiendo la entrada de la luz y en días de lluvia atenuando las dificultades de los conductores. En silencio regresamos a la intemperie, en silencio volvimos a ver las barandas amarillas del puente sobre el Magdalena, en silencio lo atravesamos. La superficie del río se erizaba bajo el aguacero, no era lisa como la piel de un hipopótamo sino rugosa como la de un gigantesco lagarto dormido, y en una de las islitas se mojaba una lancha blanca con el motor al aire. Maya estaba triste: su tristeza llenaba la cabina del Nissan como el olor de nuestras ropas mojadas, y yo hubiera podido decirle algo, pero no lo hice. Guardé silencio: ella quería estar en silencio. Y así, en medio de un silencio comedido, sólo acompañados por el estruendo de la lluvia en el techo metálico del campero, pasamos el peaje y enfilamos hacia el sur entre haciendas ganaderas. Fueron dos horas largas en que el cielo se fue oscureciendo, ya no por las nubes densas de lluvia, sino porque la noche nos sorprendió en medio del trayecto. Para cuando el Nissan iluminó la fachada blanca de la casa, ya era noche cerrada. Lo último que vimos fueron los ojos del pastor alemán destellando en el haz de nuestras luces.