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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (21 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—A ver si lo he entendido bien. ¿Tu mejor amiga era una chica japonesa, mientras tú vivías en plena Revolución Cultural que libraba Yay Yay en su casa? Me refiero a… —Henry observó cómo su hijo buscaba las palabras. Atónito, boquiabierto ante la revelación de su padre—, ¿Era algo así como… una novia? No creo que ésta sea la conversación más apropiada que puedes tener con tu propio padre, pero necesito saberlo. ¿Acaso el tuyo no fue un matrimonio casi concertado? Era lo que parecía cada vez que mencionabas cómo tú y mamá os habíais conocido.

Henry miró a un lado y otro de South King. Había todo tipo de personas paseando por el bulevar, de todas las razas. Chinos y japoneses, pero también vietnamitas, laosianos, coreanos, y, por supuesto, muchos caucásicos. Además de una mezcla de
hapa
, como decían en las islas del Pacifico cuando se referían a los mestizos. Personas que eran un poco de todo.

—Éramos muy jóvenes —señaló Henry—. Salir con una chica no era como ahora.

—Así que era alguien… especial.

Henry no respondió. Había pasado demasiado tiempo, y no sabía cómo explicárselo a su hijo de una manera comprensible. Sobre todo ahora que había conocido a Samantha. En su juventud, era habitual conocer a los padres de la chica antes de salir con ella, y no al revés. El salir era más un cortejo, y el cortejo conducía a…

—¿Mamá estaba enterada de todo esto?

Henry sintió que el agujero en forma de Ethel que tenía en su corazón se vaciaba un poco, se enfriaba. La echaba de menos muchísimo.

—Un poco. Pero cuando me casé con tu madre, nunca miré atrás.

—Papá, últimamente te has convertido en una caja de sorpresas. Me refiero a sorpresas importantes, que te cambian las percepciones. Me dejas de piedra. Hablo de todo este tiempo, estar buscando el disco. ¿Era de verdad por el disco, o buscabas algún recuerdo de Keiko, de tu
amiga
perdida hace tanto?

Henry se sintió algo incómodo cuando su hijo pronunció la palabra «amiga» de una manera que insinuaba algo más. Sin embargo, ella era algo más que una amiga, ¿no?

—Comenzó con el disco, el que siempre quise volver a encontrar —contestó Henry, sin saber muy bien si era del todo cierto—. Lo quería para alguien. Algo así como un último deseo para un hermano perdido hace mucho. Recordaba vagamente que habían guardado sus cosas allí, pero siempre supuse que las habían reclamado hace décadas. Nunca se me ocurrió que seguirían ahí, delante mismo de mis narices. He pasado años y años por delante del hotel, sin saberlo. Entonces comenzaron a sacar todo aquello, la sombrilla de bambú. Todas aquellas cosas dejadas atrás. No tenía idea de lo que encontraría. Pero estoy muy agradecido por haber hallado los cuadernos de dibujo. Los recuerdos.

—Espera un momento —le interrumpió Marty—, Primero, eras hijo único, y, segundo, acabas de decir que nunca venderás el disco, no importa el estado.

—No dije que no lo regalaría, en particular, a un viejo amigo…

—Ya estoy aquí —anunció Samantha cargada con pesadas bolsas de la compra en cada brazo. Henry cogió algunas y Marty las demás—. Esta noche disfrutaréis de un banquete. Voy a preparar mi plato especial: cangrejo con judías negras. —Metió la mano en una de las bolsas y sacó un paquete que por el tamaño debía ser un centollo—. También os haré choy-sum con salsa de ostras picante.

Dos de los platos preferidos de Henry. Antes había estado famélico; ahora estaba famélico e impresionado.

—Incluso he comprado de postre helado de té verde.

El rostro de Marty se congeló en una mueca amable. Henry sonrió, agradecido por el interés y la buena voluntad de su futura nuera, pese a no saber que el helado era japonés. No tenía importancia. Lo había aprendido hacía mucho: la perfección no lo es todo en la familia.

Camp Harmony (1942)

Al día siguiente, Henry simuló estar enfermo, y llegó al extremo de negarse a comer. Pero sabía que no podría engañar durante mucho más a su madre, si es que la estaba engañando. Lo más probable era que no, y que ella se mostrase lo bastante comprensiva como para aceptar los síntomas inventados, así como la excusa que le había servido para justificar el ojo a la funerala, cortesía de Chaz. Henry le dijo que había «chocado» con alguien en las atestadas calles. No dio más explicaciones. El engaño sólo servía si su madre aceptaba ser cómplice, y él no quería abusar de la suerte.

Por consiguiente, el jueves Henry hizo lo que llevaba temiendo toda la semana. Se preparó para ir a la escuela, volver a la clase de sexto grado de la señora Walker. Solo.

Durante el desayuno, su madre no le preguntó si se sentía mejor. Lo sabía. Su padre, mientras tanto, comía un tazón de
jook
y leía el periódico, sufriendo por la serie de victorias japonesas en Bataan, Birmania y las islas Salomón.

Henry le miró sin decir palabra. Incluso si le hubiesen permitido hablar a su padre en cantonés, no le hubiese dicho nada. Quería culparle porque se hubiesen llevado a la familia de Keiko. Culparle por no hacer nada, pero al final no supo de qué echarle la culpa. ¿Por no importarle? ¿Cómo podía culpar a su padre, cuando tampoco parecía importarle a nadie más?

Su padre debió intuir la mirada. Dejó el periódico a un lado y miró a Henry, que le sostuvo la mirada sin parpadear.

—Tengo algo para ti. —Su padre metió la mano en el bolsillo de la camisa y sacó un distintivo. Éste decía .Soy
americano
, en letras mayúsculas rojas, blancas y azules. Se lo dio a Henry, que lo miró furioso y rehusó aceptarlo. Su padre dejó el distintivo en la mesa sin alterarse.

—Tu padre quiere que lo lleves. Mejor ahora que están evacuando a los japoneses de Seattle —explicó su madre. Llenó un cuenco con una espesa sopa de arroz y lo dejó humeante y caliente delante de Henry.

De nuevo aquella palabra: «evacuando». Ni siquiera cuando su madre lo dijo en cantonés, tenía el menor sentido. ¿Evacuándoles de dónde? Le habían arrebatado a Keiko.

Henry recogió el distintivo de la mesa y su cartera, y se marchó furioso. Dejo el humeante cuenco de sopa sin tocar. Ni siquiera dijo adiós.

En el camino a la escuela, los otros chicos que iban en dirección opuesta hacia la escuela china no le dijeron ni una palabra cuando se cruzaron. La expresión de su rostro debía llevar una advertencia. O quizá fuera que guardaban silencio de puro asombro por las calles vacías y tapiadas de Nihonmachi, unas pocas manzanas más allá.

No muy lejos de su casa, Henry encontró el primer contenedor de basura y arrojó el distintivo a la montaña de desperdicios: botellas rotas que no se podían reciclar para el esfuerzo de guerra, y los carteles pintados a mano que cuarenta y ocho horas antes habían sostenido en alto las entusiastas multitudes que daban vivas a la evacuación.

Aquel día en la escuela, la señora Walker estaba ausente, así que tenían a un substituto, el señor Deacons. Los demás chicos parecían muy preocupados en descubrir hasta dónde podían aprovecharse mientras el nuevo maestro se las apañaba lo mejor que podía con las materias, y dejó solo a Henry en el fondo del aula.

Tenía la sensación de que podía desaparecer. Quizá lo había hecho. Nadie le llamaba. Nadie le dirigía la palabra, y él lo agradecía.

El comedor, en cambio, era algo diferente. La señora Beatty parecía disgustada de verdad por la ausencia de Keiko. Henry no terminaba de saber si la desilusión era por las injustas circunstancias de su súbita partida, o sólo porque tenía que ayudar más en la limpieza de la cocina después de servir las comidas. Maldecía por lo bajo cuando trajo la última bandeja con el segundo plato, que llamó pollo katsu-retsu. Henry no sabía qué significaba, pero por el aspecto parecía comida japonesa. En cualquier caso, comida americana-japonesa. Pechugas de pollo empanadas con puré. La comida tenía buen aspecto. Olía bien.

—Dejemos que la prueben, a ver qué les parece… —fue todo lo que añadió antes de marcharse con sus cigarrillos.

Si los compañeros de Henry sabían que el plato principal de hoy era comida japonesa, no se dieron cuenta y no pareció importarles. Pero la ironía golpeó a Henry como un martillazo. Sonrió al comprender que en la señora Beatty había más de lo que parecía a primera vista.

Los otros chicos, en cambio, no le depararon ninguna sorpresa.

—¡Mirad, se dejaron uno! —se burló un grupo de alumnos de cuarto mientras él les servía—, ¡Que alguien llame al ejército; hay uno que se escapó!

Henry no llevaba el distintivo. No llevaba el viejo. Tampoco el nuevo. Ninguno de los dos hubiese servido. «¿Cuántos días más?» pensó Henry. Sheldon había dicho que la guerra no duraría para siempre. «¿Cuántos días más tendré que seguir soportando todo esto?»Como si su plegaria hubiese sido respondida por un dios cruel y vengativo, apareció Chaz, que deslizó su bandeja delante de Henry.

—¿Se han llevado a tu chica, Henry? Quizás así aprenderás a no frater… frater… a no salir con el enemigo. Malditos japoneses traicioneros. Lo más probable es que estuviese envenenando nuestra comida.

Henry llenó un cucharón con pollo y puré y levantó el brazo con la mirada puesta en la frente de simio de Cliaz. Fue entonces cuando vio unos dedos gruesos como salchichas que se cerraban sobre su antebrazo y le detenían. Volvió la cabeza y se encontró con la señora Beatty detrás de él. Le quitó el cucharón de la mano y miró a Chaz.

—Lárgate, no queda más comida.

—¿Qué quiere decir? Hay más comida…

—La cocina está cerrada para ti. Largo.

Henry observó lo que únicamente podía describir como el rostro de combate de la señora Beatty. Una expresión dura como las que se veían en los noticiarios de los soldados en instrucción, aquella expresión pétrea de alguien cuyo oficio es herir y matar.

Chaz parecía un cachorro que se ha meado y al que le acaban de restregar el hocico en su propio orín. Se alejó con la bandeja vacía, y, llevado por el malhumor, apartó de su camino a un chiquillo de un empellón.

—Nunca me ha caído bien —comentó la señora Beatty, mientras Henry se ocupaba de servir a los últimos chicos de la cola, que parecían la mar de contentos al ver que le habían parado los pies al matón de la escuela—. ¿Quieres ganarte un dinero el sábado? —le preguntó la robusta cocinera.

—¿Quién? ¿Yo?

—Sí, tú. ¿El sábado tienes que hacer alguna otra cosa?

Henry sacudió la cabeza, en parte confundido y asustado por esta mujer, con aspecto de tanque, que acababa de dejar la marca de sus cadenas en el trasero de los pantalones de Chaz.

—Me han pedido que ayude a montar un comedor, como contratista civil para el ejército, y me vendría bien alguien que trabaje duro y sepa cómo me gusta hacer las cosas. —Miró a Henry, que no acababa de creerse lo que oía—, ¿Tienes algún problema?

—No. —No lo tenía. Ella cocinaba, Henry preparaba el mostrador y servía, retiraba las bandejas y fregaba. Era un trabajo duro, pero estaba acostumbrado. Por mucho que le hiciese trabajar en la cocina de la escuela, nunca había tenido una palabra de reproche para Henry. Por supuesto, tampoco le había dicho una palabra amable.

—Bien. Entonces quedamos aquí el sábado por la mañana a las ocho. No llegues tarde. Te pagaré diez centavos la hora.

«Todo es dinero», pensó Henry, todavía asombrado por haber visto a Chaz marcharse como un perro con la cola entre las patas.

—¿Dónde vamos a trabajar?

—En Camp Harmony. Está en Puyallup Fairgrounds, cerca de Tacoma. Tengo la sensación de que lo has oído mencionar. —Miró a Henry, con el rostro pétreo como siempre.

Henry sabía exactamente dónde estaba. Lo había buscado en el mapa.

Quiso decir «Estaré aquí el sábado a las Ocho de la mañana en punto, no me lo perdería por nada del mundo», pero lo único que le salió fue:

—Muchas gracias.

Si la señora Beatty sabía cuánto significaba para Henry, no lo demostró.

—Aquí están —la cocinera cogió la caja de cerillas y se marchó con su comida—. Llámame cuando hayas acabado.

Henry tenía una única meta cuando llegó el sábado. Una misión. Encontrar a Keiko. Después, ¿quién podía saberlo? Ya lo pensaría más tarde.

No acababa de entender del todo la oferta de la señora Beatty, pero no se atrevía a preguntar. Era una mujerona que impresionaba, y una persona de pocas palabras. Así y todo, estaba agradecido. Comunicó a sus padres que ella le pagaría por ayudarla en la cocina los sábados. Su explicación no era del todo verdad, pero tampoco era mentira. El la estaría ayudando en la cocina de Camp Harmony, a casi setenta kilómetros al sur.

Esperó a la señora Beatty en las escaleras de atrás de Rainier Elementary. Estaba sentado en el umbral de la cocina cuando llegó ella al volante de una camioneta Plymouth roja. Parecía que la habían lavado hacía poco, pero los enormes neumáticos con banda blanca estaban salpicados con el barro de las calles mojadas de Seattle.

La señora Beatty arrojó la colilla al charco más próximo, y observó cómo chisporroteaba.

—Sube —le ordenó, y la camioneta se sacudió entera cuando subió la ventanilla con su grueso brazo.

«Buenos días a usted también», pensó Henry mientras daba la vuelta a la camioneta, con el deseo de que ella quisiera decir al asiento delantero y no a la parte de atrás. Al mirar en la caja, sólo vio unos bultos en forma de cajones, tapados con una lona y sujetos con una gruesa cuerda, Henry se acomodó en el asiento. Sus padres no tenían coche, aunque por fin habían ahorrado para comprarse uno. Pero su padre opinaba que con el racionamiento de la gasolina, no tenía ningún sentido comprarlo ahora. Así que viajaban en el autobús. En contadas ocasiones iban en el coche de la tía King, por lo general si tenían que asistir a algún acto de la familia: una boda, un funeral, el cumpleaños o el aniversario de oro de algún pariente anciano. Estar en un coche siempre era algo excitante y muy moderno. No tenía ninguna importancia saber adónde iban, o cuánto tardarían en llegar allí: siempre le latía el corazón deprisa, como hoy. ¿O era así por pensar que vería a Keiko?

—No te pagaré el tiempo del viaje.

Henry no tuvo claro si era una afirmación o una pregunta.

—No importa —respondió. «Me siento feliz sólo con ir. Es más, trabajaría gratis.»

—El ejército no me paga el kilometraje, sólo me llena el tanque de ida y vuelta.

Henry asintió como si fuese lo más lógico. Al parecer la señora Beatty estaba empleada a media jornada en el comedor, y éste bien podía ser un trabajo similar.

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