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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (40 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—Gracias, señor, y que pase un buen día.

Nueva York (1986)

Henry nunca había estado en Nueva York. Bueno, quizás una o dos veces en sus sueños. En realidad, era un lugar en el que había pensado con frecuencia en el transcurso de los años, pero que nunca se había permitido visitar. Le parecía que estaba en otro mundo. No sólo al otro extremo del país, o en otra costa, sino en algún lugar más allá del horizonte, perdido en otro tiempo.

En el viaje en taxi desde el aeropuerto de La Guardia, Henry mantuvo el disco de Oscar Holden en su regazo. Lo habían tocado en el funeral de Sheldon. El mismo que él había llevado a mano en el avión desde Seattle; su único equipaje de cabina, un tema de conversación allí donde fuese.

Cuando explicaba la procedencia del disco, su increíble historia, y las circunstancias de la vida en aquellos tiempos, las personas no dejaban de manifestar su asombro. Ni siquiera la joven rubia sentada a su lado, que volaba a Nueva York por motivos de trabajo, podía creer que él llevase en su mano la única copia existente. Había olvidado la crueldad del internamiento de los japoneses. Manifestó su asombro ante la supervivencia del Hotel Panamá. Un lugar lleno de pertenencias personales, recuerdos entrañables, tesoros olvidados.

—¿Es la primera vez que visita la ciudad? —le preguntó el taxista. Había estado mirando por el espejo retrovisor a su pasajero, ensimismado en sus pensamientos y la mirada puesta en el paisaje de cemento y cristal. Una interminable corriente de taxis amarillos, elegantes limusinas y peatones que llenaban las aceras.

—La primera vez —fue lo único que pudo responder Henry. Marty y Samantha habían querido que llamase antes. Para avisar. Pero había sido incapaz de coger el teléfono. Estaba demasiado nervioso. Como ahora.

—Ya estamos. El 1200 de Waverly Place —dijo el taxista señalándole un pequeño edificio de apartamentos con el brazo extendido fuera de la ventanilla.

—¿Estamos en Greenwich Village?

—La tiene ante sus ojos, amigo.

Henry le pagó al taxista treinta dólares por el viaje y le dio otros treinta para que llevase las maletas en el Marriott, donde debía dejarlas a cargo del portero. Una extraña ocurrencia confiar en alguien en una gran ciudad, se dijo Henry. Pero era precisamente de lo que iba este viaje, ¿no? Además, no tenía nada que perder. ¿Qué eran unas maletas y unas pocas prendas comparado con encontrar y reparar un corazón roto?

El edificio parecía antiguo y modesto, pero probablemente costaba una fortuna comparada con la sencilla casa que Henry había ocupado en Seattle en los últimos treinta y tantos años.

Comprobó que era la dirección que le había dado su hijo, y entró. Salió del ascensor en el octavo piso, un número afortunado para los chinos. En el pasillo miró la puerta de Kay Hatsune, viuda desde hacía tres años. Henry no sabía qué le había pasado a su marido. Si Marty lo sabía, no se lo había dicho.

Sólo que Kay era Keiko.

Henry miró el disco en su mano. Al sacarlo un poco de la funda, el vinilo se veía flamante. Ella lo había cuidado con todo esmero durante todos estos años.

Guardó el disco, se arregló el traje que su hijo le había preparado, se acomodó el pelo y comprobó el brillo de los zapatos.

Se tocó las mejillas. Se había afeitado en el avión.

Después llamó.

Dos veces, hasta que oyó las pisadas de alguien en el interior. Una sombra apareció en la mirilla, y luego sonaron los cerrojos.

En el momento de abrirse la puerta, Henry sintió el calor del sol que entraba por las ventanas y alumbraba el pasillo en penumbra. Delante tenía a una mujer de cincuenta y tantos años, el pelo más corto de lo que recordaba, salpicado por unas pocas canas. Era delgada, y sujetaba la puerta con sus dedos delgados y las uñas pintadas. Sus ojos castaños, a pesar de las preciosas arrugas que la vida había marcado en su rostro, brillaban con la misma claridad y fuerza de antaño.

Los mismos ojos que habían mirado en su interior tantos años atrás. Ojos cargados de ilusión.

Ella permaneció inmóvil por un instante hasta que le reconoció, y luego se llevó las manos a la boca, se tocó las mejillas, sorprendida. Keiko suspiró, una confesión en su sonrisa.

—Casi… había renunciado a que… —abrió la puerta de par en par para que entrase Henry.

En el interior del pequeño apartamento había cuadros por todas partes, una multitud de acuarelas y óleos. Pinturas de cerezos y albaricoques. De una llanura desierta y una cerca de alambre de espino. Henry sabía que todos eran obra de Keiko. Tenían el mismo toque, sólo con una versión adulta de la manera como se había expresado siendo una niña. La manera como recordaba las cosas.

—¿Puedo ofrecerte algo, un vaso de té frío?

—Estaría bien, gracias —respondió Henry, asombrado de mantener esta conversación que parecía tan normal, como una prolongación natural, la continuación de otra donde la habían dejado cuarenta años atrás, como si nunca hubiesen vivido toda una vida separados.

Mientras ella estaba en la cocina, Henry se sintió atraído hacia las fotos en la repisa de la chimenea, de ella y su marido, su familia. Henry tocó la foto enmarcada de su padre, con el uniforme del ejército, un miembro de la famosa división 442. El y un grupo de soldados japoneses americanos en medio de la nieve, sonrientes, sujetando orgullosos una bandera alemana capturada, donde habían escrito: «¡Cerrado por quiebra!». Henry encontró un pequeño marco de plata. Lo recogió para quitarle la fina capa de polvo del cristal. Era un boceto en blanco y negro de Keiko y él en Camp Minidoka. Él mostraba una sonrisa plácida y contenta. Ella sacaba la lengua.

Minidoka había desaparecido hacía mucho tiempo. Mucho. Pero ella había guardado el dibujo.

Le llamó la atención un viejo tocadiscos estéreo cerca de una de las ventanas. A un lado había una pequeña colección de discos de jazz grabados por grupos de Seattle; discos de 78 de Palmer Johnson, Wanda Brown y León Vaughn. Henry sacó de la funda el disco que había traído y lo colocó con mucha suavidad en el plato. Lo puso en marcha y observó como la etiqueta comenzaba a girar mientras él levantaba el brazo y apoyaba la aguja en el surco exterior con toda delicadeza. La música comenzó a sonar en su corazón. El disco de Sheldon. La canción de Henry y Keiko. Completa, con rayones y saltos.

Era un sonido hueco, imperfecto.

Pero era suficiente.

Cuando se volvió, Keiko estaba allí. La mujer adulta en que se había convertido, madre, viuda, artista, le ofrecía un vaso de té verde frío, con jengibre y miel.

Se miraron el uno al otro sonrientes, como habían hecho tantos años atrás cada uno a un lado de la cerca.

—Oaz
dekte te..
. —comenzó Keiko.

—Ureshii desu
—acabó Henry en voz baja.

Nota del autor

Aunque ésta sea una obra de ficción, muchos de los acontecimientos, en particular aquellos que tratan del internamiento de los japoneses americanos, ocurrieron tal como se describen. Como autor, hice todo lo posible por recrear este episodio histórico, sin juzgar las buenas o malas intenciones de aquellos involucrados en el momento. Mi pretensión no fue crear una obra moral, con mi voz como la voz la más potente del escenario, sino dejarlo en manos del sentido de la justicia del lector, ante lo bueno y lo malo, y dejar que los hechos hablen con claridad. Y si bien hice todo lo posible por mantenerme fiel a dichos hechos, la responsabilidad de cualquier error histórico o geográfico es exclusivamente mía.

En respuesta a la pregunta de muchas personas, el Hotel Panamá es un lugar auténtico. Y sí, las pertenencias de 37 familias japonesas están allí, en el polvoriento y mal iluminado sótano. Si lo visita, no deje de entrar en el salón de té donde se exhiben muchos de esos objetos. Recomiendo la mezcla de lichi; nunca desilusiona.

Bud's Jazz Records también está allí. Un poco más allá en el corazón de Pioneer Square, en Seattle. Es fácil no verlo pero difícil de olvidar. Entré una vez para hacer unas cuantas fotos de publicidad. El propietario se limitó a preguntar: «¿Son para bien o para mal?».

Por supuesto, respondí: «Para bien».

«Pues a mí ya me vale», fue su respuesta.

Pero si va a cualquiera de estos dos lugares para buscar un disco de Oscar Holden, desaparecido hace mucho, quizá no tenga suerte. Si bien Oscar fue uno de los grandes padres del jazz del Noroeste, hasta donde yo sé no existe un disco de vinilo. Claro que nunca se sabe.

Agradecimientos

Dicen que escribir es un trabajo solitario. Por fortuna, tuve a mi esposa Leesha y a nuestros hijos para hacerme compañía (Haley, Karissa, Taylor, Madi, Kassie y Lucas. Siéntase libre de cantar la canción de
La tribu de los Brady
; nosotros lo hacemos continuamente). Gracias por permitirme escribir estas cosas extrañas llamadas libros, pese a que tenemos un televisor que funciona.

Más allá de las paredes cubiertas con marcas de lápices de cera de mi casa, estoy en deuda con las siguientes personas por sus contribuciones a este libro.

A la facultad y los alumnos de aquel último bastión de la bohemia —la Comunidad de Escritores de Squaw Valley— un grupo del que agradezco humildemente formar parte. Un agradecimiento especial para Louis B. Jones, Andrew Tonkovich y Leslie Daniels. Por supuesto un gran
doh je
a mi condiscípulo, Yunshi Wang, por repasar mi chino.

A Orson Scott Card y mis compañeros de la mili: Scott Andrews, Aliette de Bodard, Kennedy Brandt, Pat Esden, Danielle Friedman, Mariko Gjorvig, Adam Holwerda, Gary Mailhiott, Brian McClellan, Alex Meehan, José Mojica, Paula «Rowdy» Raudenbush, y Jim Workman. Gracias por todo el duro amor.

A los lectores Anne Fraser, Jim Tomlinson, Gin Petty y al Poeta Laureado de Oregón (y también antiguo interno), Lawson Inada, por su valioso tiempo y generosas alabanzas de un primer manuscrito.

A Mark Pettus y Lisa Diane Kastner, de la recién creada Picolata Review, por aceptar un cuento corto que más tarde se convertiría en este libro.

Al historiador y activista Doug Chin, por sus carismáticas e inspiradoras observaciones.

A Jan Johnson, propietaria del Hotel Panamá, por una visita de tres horas al sótano y su infatigable dedicación a preservar el espíritu de
Nihonmachi
. Sin ella, el Panamá hubiese sido enviado al olvido por las excavadoras.

Al personal y los voluntarios del museo Wing Luke de Seattle, por recordar aquello que otros quizá prefieren olvidar.

A Grace Holden, por permitirme canalizar el espíritu de su padreA mi super agente, Kristin Nelson, por su incansable optimismo. (Y a Sara Megibow, porque ¿dónde estaría Batman sin Robin? ¿Qué sería la mantequilla de cacahuete sin la mermelada? ¿Qué sería el beso sin el carmín?)Por último a las santas Jane Von Mehren, Porscha Burke (estoy seguro de que vendrán más nombres…) y el extraordinario equipo de Ballantine/Random House por recibir a Henry y Keiko con los brazos abiertos.

Notas

1
Greyhound
significa galgo en inglés. Es el nombre de una línea de autobuses en Estados Unidos. (N. del T.)

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