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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (37 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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—¿Te refieres a tu padre?

—Vivimos bajo el mismo techo, pero no me habló durante dos… casi tres años, al menos, él no me habló, ni quiso reconocer mi presencia. Ahora quiere recuperar a su orgulloso hijo, y no sé cómo sentirme. Por lo tanto, sólo dejo que Ethel hable con él, y parece dar resultado.

Sheldon partió otro cacahuete. Sacudió la cabeza y chupó la sal de la cáscara antes de tirarla.

—Hablando del….

Henry vio a Ethel cruzar la calle a la carrera entre todos los coches.

Habían comenzado a salir el día que Henry había esperado en el Hotel Panamá. Ella le había invitado a comer, y él a cenar. Iban a escuelas diferentes pero se veían todo lo posible. Habían pasado los sábados juntos, caminando cogidos del brazo por el frente marítimo de Seattle, o tomado el autobús 6 para ir a Woodland Park donde habían chapoteado en los estanques y se habían perseguido por los jardines del zoológico. Se habían dado su primer beso en la terraza de la Smith Tower, en el piso cuarenta y dos, mientras contemplaban la puesta de sol que iluminaba la bahía y las nebulosas montañas a lo lejos. Henry guardaba la entrada en el billetero, un trozo de papel arrugado que decía 50 centavos, como un recuerdo de aquel día perfecto.

Al único lugar donde nunca la llevó fue el Black Elks Club. Ni siquiera le mencionó el local lleno de humo donde Oscar Holden era el rey y Sheldon era parte del fondo. Aquel recuerdo era especial para Henry, algo que no podía compartir con facilidad. Sheldon nunca le preguntaba. Parecía comprenderlo sin necesidad de una explicación.

Henry no había acabado de levantarse cuando ya ella le había echado los brazos al cuello, lo estrujaba, le sacudía, dominada por un frenesí de alegría.

—¿Eh, eh, qué pasa? ¿Me he perdido algo? ¿Qué pasa, estás bien? —preguntó Henry, mientras ella intentaba hablar.

—Chis… —fue todo lo que Ethel consiguió decir, con la mano de Henry entre las suyas. Parecía casi histérica, absolutamente feliz en su descontrol—, ¡Escuchad, escuchad! ¿Podéis oírlo? —También sujetó la mano de Sheldon.

Henry miró calle abajo y enmudeció de asombro ante la visión. Se habían detenido todos los coches en South King. Algunos incluso en mitad del cruce con la Séptima Avenida. La gente corría por las calles, salía de los negocios y los edificios de oficinas.

A lo lejos, por todas partes, Henry oyó el repique de las campanas, las bocinas de los coches. Los transbordadores amarrados en la terminal hacían sonar las sirenas. Los sonidos salían de las ventanas abiertas y las puertas de los locales. No eran las sirenas de un ejercicio de alarma aérea. Aquellos aullidos penetrantes y amenazadores en los tejados, sino los vivas que rugían como una ola que se extendía por todo el Barrio Chino, el Distrito Internacional y la propia ciudad de Seattle.

La noticia corría de boca en boca, de casa en casa, de manzana en manzana: los japoneses se habían rendido. Allí donde miraba, la gente inundaba las calles, bailaba sobre los capós de los coches aparcados. Hombres mayores gritaban como niños. Las mujeres adultas, incluso las sufridas mujeres chinas, lloraban de alegría sin el menor recato.

Sheldon sacó su instrumento, le puso la boquilla y comenzó a tocar, al tiempo que se marcaba unos pasos de baile en medio de South King entre un camión de reparto de leche y un coche de policía con las luces de emergencia girando en lentos y perezosos círculos.

Ethel abrazó a Henry. Él la besó. Todos los demás a la vista lo hacían. Personas que no se conocían de nada se abrazaban y lloraban. Otros alzaban copas de vino o de cualquier otra bebida.

Henry había sabido en lo más íntimo que el final de la guerra era inminente. Todos lo sabían. Todos lo intuían. Se había preguntado qué sentiría. ¿Alegría? ¿Alivio? Se había preguntado, con la rendición de los japoneses, en qué ocuparía su padre el tiempo libre. Claro que sabía que la guerra continuaría en la mente de su padre. Ésta vez sería el Kuomintang, los nacionalistas contra los comunistas. La lucha en China continuaría, y también en la mente de su padre.

Pese a los años pasados en Rainier, y las hordas de chicos chinos que le habían gritado «diablo blanco» todas las mañanas cuando iba a la escuela, Henry nunca se había sentido más americano que en este momento. Era una alegría sencilla, inesperada, y traía con ella una paz serena. Era un final feliz cargado con la promesa de un nuevo comienzo. Por consiguiente, cuando Ethel por fin se apartó, sus labios todavía húmedos y tibios por el beso de Henry, las palabras salieron como una confesión secreta. Y de alguna manera tenía sentido. De alguna manera encajaba. Si hasta entonces Henry había tenido dudas, éstas fueron borradas por el repique de las campanas y los gritos y los llantos de las multitudes.

—Ethel…

Ella se arregló el peinado y se acomodó el vestido, con la voluntad de mostrarse compuesta en el frenesí del momento.

—¿Te casarás conmigo? —No había acabado de decirlo, cuando las alarmas se dispararon en su cabeza. Al comprender que las palabras no son simples juguetes, y que había corazones en juego. No lamentó haberlo preguntado, sólo quedó un tanto sorprendido por haberlo hecho. Después de todo, eran jóvenes, pero no más jóvenes que muchas de las esposas por correspondencia que habían venido de Japón. Además, él marchaba a China dentro de una semana. Estaría ausente por lo menos dos años, y ella le había dicho que esperaría. Ahora ella tendría algo que valdría la pena esperar.

—Henry, podría jurar que acabas de pedirme que me case contigo.

Los músicos de jazz comenzaron a salir a la calle de los locales de South Jackson, algunos dando vivas, otros improvisando coros. .

—Lo hice. Te lo pregunto ahora. ¿Te casarás conmigo?

Ethel no dijo nada. Las lágrimas de sus ojos por el día más feliz en la historia de Seattle cayeron de nuevo por una razón del todo distinta.

—¿Es eso un sí o un no? —preguntó Henry que de pronto se sintió desnudo y vulnerable.

Ethel por su parte pareció inspirada. Henry vio como se subía al capó de un coche de policía antes de que el agente pudiese apearse para impedírselo. Se volvió hacia las multitudes en la calle y gritó: «¡Me voy a casar!». La muchedumbre rugió su aprobación y hombres y mujeres levantaron sus copas y brindaron por ella.

Mientras el policía la ayudaba a bajar, la mirada de Ethel se cruzó con la de Henry y asintió.

—Sí —dijo—. Sí, te esperaré… y sí, me casaré contigo. Así que date prisa, puede que no te espere para siempre.

Fue durante aquel momento, aquel intercambio, cuando se hizo el silencio en la mente de Henry. Las multitudes, las bocinas y las sirenas bajaron el volumen. Henry advirtió por primera vez la presencia de unas pocas familias japonesas entre la muchedumbre. Hacían todo lo posible por continuar con lo suyo sin llamar la atención. Cargados con la mala fortuna de estar relacionados de alguna manera con el bando perdedor, o por venir del lado erróneo de la ciudad debido a unas infortunadas circunstancias que escapaban de su control. Algunas familias japonesas habían vuelto poco a poco en el transcurso de los últimos meses, en realidad una veintena. Pero habían encontrado que quedaba muy poco de sus pertenencias y que casi no había ninguna oportunidad para comenzar de nuevo. Incluso con la ayuda de The American Friends Service, un grupo dedicado a ayudar a las familias japonesas a encontrar casas y apartamentos en alquiler, muy pocas se quedaban.

Fue durante este momento robado, este instante de silenciosa melancolía, cuando Henry vio lo que más deseaba y temía. Al otro lado de la calle, con la mirada fija en él, había un par de preciosos ojos castaños. ¿Qué vio en ellos? No podía decirlo. ¿Tristeza y alegría? ¿Acaso proyectaba lo que había en su propio corazón? Ella permaneció inmóvil. Ahora más alta, el pelo mucho más largo, que le volaba sobre los hombros empujado por la fresca brisa del verano.

Henry se frotó los ojos y ella desapareció, perdida entre las jubilosas multitudes que continuaban recorriendo las calles.

Pero no podía ser Keiko. Ella le hubiese escrito.

De regreso a casa, por las aceras cubiertas con confeti, Henry se preguntó cómo estaría recibiendo la noticia su padre. Sabía que su madre prepararía una Tiesta, tener algo para celebrar era una cosa muy poco corriente en tiempos de racionamiento. Pero su padre, ¿quién podía saberlo?

En su interior, Henry no podía evitar el recuerdo de Keiko. Los «hubiese». ¿Si él hubiese dicho algo diferente? ¿Si le hubiese pedido que se quedase?»Pero no podía olvidar el amor, la sinceridad de los sentimientos de Ethel mientras se deleitaba con su compromiso, con tener a Henry a su lado, con darle todo su corazón, sin el menor egoísmo.

Pasó la esquina y miró la ventana del apartamento de Canton Alley; la semana siguiente partiría a China. Pensaba en cómo su madre se contendría durante la despedida, cuando la oyó gritar su nombre. A voz en cuello. No tenía el tono de los otros gritos de celebración en las calles; era otra cosa.

—¡Henry! Es tu madre… —La vio gesticular con desesperación a través de la ventana, la misma que ella no quería que dejase abierta.

Henry corrió.

Por el callejón y escaleras arriba hacia el apartamento, Ethel intentó mantenerse a la par, luego le gritó que se adelantase. Ethel lo sabía, antes que el propio Henry. Había pasado mucho más tiempo con el padre de Henry que cualquier otra persona salvo su madre.

En el apartamento que compartía con sus padres se encontró de nuevo con el doctor Luke, que cerraba su maletín con una expresión de abatimiento y derrota.

—Lo siento, Henry.

—¿Qué ha pasado?

Henry entró en el dormitorio. Su padre estaba en la cama, con los pies agarrotados, rígidos, muertos de rodilla para abajo. El sonido de su respiración semejaba el de un crótalo. El otro sonido era el del llanto de su madre. La rodeó con los brazos y ella se apretó contra su cuerpo y le acaricio la mejilla.

—No le queda mucho tiempo, Henry —le avisó el médico con un tono de pesar—. Quería verte una última vez. Ha estado aguantando sólo por ti.

Ethel apareció en la puerta, sin aliento, y pareció dolida al ver el estado de su futuro suegro. Palmeó el brazo de la madre de Henry, que ya comenzaba a mostrar una resignada aceptación.

Henry se sentó junto al frágil cascarón que era lo único que quedaba de aquel padre dominante.

—Estoy aquí —dijo en chino—. Ahora puedes irte, tus antepasados te esperan… no tienes que seguir esperándome. Los japoneses se han rendido, me voy a China la semana que viene, y me casaré con Ethel. —Si sus palabras fueron una sorpresa para alguien, nadie tuvo motivos para demostrarla en este momento.

Su padre abrió los ojos y su mirada encontró a Henry.

—Wo wei ni zuo
. —Las palabras salieron entre jadeos entrecortados. «Lo hice por ti.»Entonces fue cuando Henry lo comprendió. Su padre no hablaba de enviarle a China, o de su futuro casamiento con Ethel. Su padre era supersticioso y quería morir con la conciencia limpia para que no le acosase en el otro mundo. Su padre se confesaba.

—Tú lo arreglaste, ¿verdad? —Henry lo dijo con serena resignación, incapaz de sentir furia hacia su padre moribundo. Quería sentirla, pero a diferencia de su padre, no se permitiría verse definido por el odio—. Aprovechaste tu posición en las asociaciones de beneficencia y lo arreglaste para que mis cartas nunca llegasen a manos de Keiko. Para que nunca me llegasen las suyas. Fue lo que hiciste, ¿no?

Henry miró a su padre, seguro de que moriría en el próximo segundo para dejarle sin respuesta a la pregunta. En cambio, su padre respiró hondo, una inspiración muy larga, y confirmó lo que Henry ya sabía. Con el último aliento, dijo de nuevo:

—Wo
wei ni zuo
. —«Lo hice por ti.»Vio como los ojos de su padre se abrían como platos mientras miraba al techo, su boca exhalando un largo y lento aliento que resonó en su pecho. A Henry le pareció que estaba sorprendido cuando sus ojos se cerraron para siempre.

Su madre se abrazó a Ethel, las dos llorando a lágrima viva.

Henry fue incapaz de mirarlas. En cambio, se apartó del cadáver de su padre y fue a mirar a través de la ventana. El frenesí por la rendición de los japoneses aún se palpaba en el aire, y las multitudes seguían recorriendo las calles a la búsqueda de un lugar donde continuar la fiesta.

Henry no sentía ningún deseo de festejar, quería gritar. No hizo ninguna de las dos cosas.

Abandonó la habitación de los padres y salió por la puerta principal sin hacer caso del apenado doctor Luke. Bajó las escaleras de dos en dos y corrió por King Street hacia el sur, en dirección a la avenida Maynard, hacia donde había estado Nihonmachi.

Si era Keiko a quien había visto en la calle, ella iría allí a recuperar sus pertenencias.

Corrió primero a su antiguo apartamento, el que había dejado años atrás. Los apartamentos del barrio los alquilaban ahora familias italianas y judías. No había ni rastro de ella. Entre tanto jolgorio y celebración, nadie se fijó en Henry que corría por la calle. Allí donde miraba, todos parecían muy felices. Satisfechos. Todo lo opuesto a cómo se sentía él por dentro.

Continuó buscando, pero el único otro lugar que se le ocurría era el Hotel Panamá. Si la familia había guardado allí parte de sus pertenencias, lo lógico sería que fuesen a buscarlas, ¿no?

Corrió por South Washington todo el camino hasta más allá del viejo edificio de la Nichibei Publishing, que ahora ocupaba el Roosevelt Federal Savings & Loan, y aparecieron a la vista las escalinatas de la entrada del Hotel Panamá, y adelante un único trabajador. Lo estaban tapiando de nuevo.

«Está vacío», pensó Henry.

No pudo hacer más que contener el aliento y la furia hacia su padre, mientras buscaba rostros japoneses en la calle. Buscó al señor Okabe. Intentó imaginárselo vestido con el uniforme del ejército. En su última carta Keiko le había dicho que por fin le habían permitido alistarse. Debía ser uno del millar que según las noticias habían salido de Minidoka para entrar en la 442 y lucharen Alemania. «Un abogado.» Habían enviado a Francia a un abogado japonés para combatir contra los alemanes.

Henry quería gritar el nombre de Keiko. Decirle que había sido su padre, que la culpa no era de ninguno de los dos. Que esto se podía deshacer, que ella no tendría que marcharse. Sin embargo, fue incapaz de hablar porque era como crear olas en un lago tranquilo; había cosas que era mejor no tocar.

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