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Authors: Jamie Ford

Tags: #Novela

El sabor prohibido del jengibre (36 page)

BOOK: El sabor prohibido del jengibre
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Henry dejó pasar un instante de silencio entre ellos. Una pausa al final de una frase de la rota relación padre-hijo.

—Iré. —La palabra sonó con fuerza, pero Henry no tuvo la seguridad de que su padre le hubiese oído. Levantó el sobre del pasaje para que su padre lo viese—. Dije que iré.

El padre de Henry miró a su hijo a la espera de algo más.

Henry había pensado en la oferta de su padre: ir a China para acabar su enseñanza. Su estancia allí sería de uno o dos años, porque ya era mayor. Pensar en un viaje de ultramar en barco y comenzar una nueva vida, lejos de todo aquello que le recordaba a Keiko parecía una alternativa razonable a caminar abatido por las concurridas calles de South King.

Así y todo, una parte de él detestaba ceder a los designios de su padre. Era tan tozudo, tan intolerante. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, quizá podría sacarse algo bueno de todo este lamentable asunto.

—Iré, pero sólo con esta condición —añadió Henry.

Ahora sí que tenía toda la atención de su padre, por débil y frágil que estuviese.

—Sé que el Hotel Panamá está a la venta. Sé quién quiere comprarlo. Como tú eres uno de los socios mayores de las asociaciones del centro, sé que tienes algo que decir en el tema. —Henry respiró hondo—. Si puedes impedir la venta, haré lo que deseas. Iré y acabaré mis estudios en China. Primero acabaré el curso aquí en Seattle, y en agosto tomaré el barco a Canton. —Henry observó la expresión paralizada de su padre; los ataques le habían convertido en una sombra de lo que había sido—. Iré.

La mano del padre de Henry comenzó a temblar en su regazo, la cabeza ladeada se levantó un poco en el frágil tallo del cuello debilitado. Sus labios se movieron mientras formaba los sonidos, para decir unas palabras que Henry no había oído en años: «
do jeh
», gracias, y a continuación: «¿Por qué?».

—No me des las gracias —respondió Henry en chino—. No hago esto por ti. Lo hago por mí, por la chica, la que tú odias tanto. Cumpliste tu deseo. Ahora yo quiero algo. Quiero que el hotel se quede como está. Sin vender. —Henry no sabía muy bien la razón, ¿o sí la sabía? El Panamá era para él un recuerdo vivo. También era un lugar que su padre deseaba que desapareciese, así que salvarlo era algo que le convenía. De alguna manera equilibraba la balanza. Henry iría a China. Comenzaría de nuevo. Quizá, si el viejo hotel continuaba existiendo, Nihonmachi también podría renacer. No para él. Ni para Keiko. Sino porque necesitaba de un punto de partida. En algún momento futuro. Después de la guerra. Después de que los agridulces recuerdos de Keiko y suyos se hubiesen borrado. A Henry aún le quedaría un recordatorio. Un bastión que estaría allí para él, en algún momento del futuro.

Al día siguiente, Henry le envió a Keiko su última carta. Ella no le había escrito en seis meses, y en la última carta sólo le hablaba de lo mucho que le gustaba la escuela, las salidas y los bailes. Disfrutaba de una vida plena. No parecía necesitarle.

Sin embargo, él quería verla. Es más, tenía grandes esperanzas de poder hacerlo. Quizá, quién sabe, podría estar con ella de nuevo. Corría el rumor de que muchas familias habían sido puestas en libertad desde enero. Dado que Minidoka era conocido como un campo de «internos leales», bien podía ser que Keiko ya hubiese salido. Si no era así, no podía faltar mucho para que regresase a casa. Alemania iba perdiendo. La guerra en ambos frentes no tardaría en acabar.

Henry no había escrito en varias semanas, pero esta carta era diferente.

Esta carta no era un adiós, era una despedida. Le deseaba una vida feliz, le hacía saber que marcharía a China dentro de unos pocos meses, y que si ella no tardaba mucho en volver, se encontraría con ella, una última vez, delante del Hotel Panamá. Henry mencionaba una fecha en marzo, dentro de un mes. Si ella iba a regresar pronto, recibiría la invitación a tiempo, y si ella aún estaba allí y necesitaba responderle, también habría tiempo para hacerlo. Era lo menos que él podía hacer. Después de todo, la seguía amando. La había esperado durante dos años; bien podía esperar un mes más, ¿no?

La empleada cogió la carta y le puso el sello de doce centavos del envío por expreso.

—Espero que ella sepa cuánto la estimas. Espero que se lo hayas dicho. —Levantó el sobre y luego lo puso con mucha reverencia sobre la pila de cartas a remitir—. Espero que ella valga la espera, Henry. Te he visto ir y venir durante todos estos meses. Es una chica afortunada, pese a que no te escriba con la frecuencia que tú deseas.

«O nunca» —pensó Henry. Sonrió para ocultar la tristeza.

—Es probable que ésta sea la última vez que me veas, porque ésta es mi última carta a esa dirección.

La muchacha pareció alicaída, como si hubiese estado siguiendo un melodrama que no acababa en un final feliz.

—Oh, ¿Por qué? Oí que todos los campos se están vaciando a marchas forzadas. Quizás ella no tarde mucho más en volver a Seattle.

Henry miró a través de la ventana las populosas calles del Barrio Chino. Si las personas estaban saliendo de los campos, parecía que sólo unos pocos volvían a sus antiguos hogares. Porque ya no estaban allí. Además, nadie les alquilaría una casa. Las tiendas aún se negaban a servirles. Los japoneses ya no eran bienvenidos en lo que había sido su propio barrio.

—No creo que vaya a volver. —Henry miró a la empleada con una sonrisa—. No creo que yo pueda esperar mucho más. Me voy a Canton para acabar los estudios dentro de unos meses. Es hora de mirar adelante, no atrás.

—¿Acabarás tu enseñanza china?

Henry asintió, aunque le pareció más una disculpa. Por ceder y darse por vencido.

—Tus padres deben de estar muy orgullosos…

—No lo hago por ellos —le interrumpió Henry—. En cualquier caso, ha sido un placer conocerte. —Se forzó a sonreír con cortesía y se volvió hacia la puerta. Al mirar atrás, descubrió algo más que una sombra de tristeza en el rostro de la muchacha. «Algunas cosas no están destinadas a durar», pensó.

Un mes más tarde, tal como había dicho que haría, esperó en las escalinatas del Hotel Panamá. Desde esa posición estratégica podía ver cómo el panorama había cambiado del todo. Habían desaparecido los farolillos de papel y los carteles de neón del Uji-Toko Barber y el Ochi Photography Study. En su lugar estaban Plymouth Tailors y el Cascade Diner. Pero el Panamá continuaba como un bastión frente a la creciente marea de la especulación inmobiliaria.

Henry se limpió el polvo de los pantalones y se acomodó la corbata. Hacía demasiado calor como para llevar chaqueta, así que la tenía plegada en el regazo. De vez en cuando se apartaba de la cara un mechón de pelo que el viento volvía a desordenar. El traje, aquel que le había comprado su padre y arreglado su madre, le quedaba bien; por fin había crecido hasta llenarlo. Muy pronto lo llevaría en su viaje a China. Para vivir con los parientes y asistir a una nueva escuela. Un lugar donde él volvería a ser especial de nuevo.

Sentado allí, entretenido en mirar a las elegantes parejas que paseaban cogidas del brazo, Henry se permitió echar de menos a Keiko. Había apartado esos sentimientos hacía meses, cuando cesaron las cartas, consciente de que el tiempo y el espacio no siempre conseguían que el corazón recordase; algunas veces todo lo contrario. Mientras pensaba en que Keiko no volvería, o en lo más temido, y no obstante una posibilidad muy real, que ella le había olvidado o que se había ido a alguna otra parte, dejó de preocuparse y sencillamente se entregó a la desesperación. Después de la escuela, algunas veces solo, otras con Sheldon, caminaba por la avenida Maynard, para mirar lo que quedaba del una vez vibrante Nihonmachi. Las horas que había pasado allí, acompañando a Keiko a su casa, sentado y mirando como ella pintaba o dibujaba en su cuaderno; todo eso le parecía algo que había ocurrido en otra vida, en la vida de algún otro. En realidad, no confiaba en que ella apareciera. Pero debía intentarlo y hacer un último y noble gesto, de forma tal que cuando subiese a bordo de aquel barco, lo hiciera sabiendo que al menos lo había intentado. Una última esperanza. Esperanza era todo lo que tenía, y como había dicho el señor Okabe en el momento de marcharse con su familia en aquel tren dos años antes, la esperanza podía hacerte superar lo que fuese.

En uno de los bolsillos llevaba el reloj de plata de su padre. Lo sacó, abrió la tapa y escuchó el suave tictac para asegurarse de que funcionaba. Era casi medio día, la hora a la que él había dicho que estaría allí, esperándola. Miró su reflejo en el pulido cristal de la esfera. Se veía mayor. Crecido. Se parecía a su padre, cuando su padre había estado en su plenitud, y le sorprendió. Pasaron los segundos, y a lo lejos oyó la sirena del mediodía de la Boeing y luego un eco en el viento cuando la sirena de la Todd Shipyard señaló la hora de la comida.

La hora había llegado y se había ido. Había acabado la espera.

Entonces oyó unas pisadas. El inconfundible sonido de unos tacones de mujer que golpeaban en la acera. Una larga y delgada sombra se proyectó sobre los escalones y cubrió su reflejo en el cristal, para dejar a la vista las agujas que coincidían en las doce.

Ella estaba allí. Una mujer joven, con zapatos de tacón, las piernas desnudas, una falda plisada azul que se balanceaba al compás de las caderas en el fresco aire primaveral. Henry era incapaz de mirar. Había esperado tanto tiempo. Contuvo el aliento, cerró los ojos, y escuchó, escuchó los sonidos del bullicio en la calle, los coches que pasaban, la charla de los vendedores ambulantes, el llorar de un saxofón en alguna esquina cercana. Olió su perfume de jazmín.

Abrió los ojos y se encontró mirando una blusa de manga corta, blanca, con diminutas lentejuelas azules y botones de perla.

Al mirar su rostro, la vio a ella. Por un momento fugaz, vio el rostro de Keiko. Mayor, el pelo largo negro peinado con la raya a un lado, un poco de maquillaje, sólo el suficiente para definir las suaves mejillas, algo que él nunca había visto antes. Ella se hizo a un costado, y Henry parpadeó de nuevo, deslumbrado por el sol por un instante, antes de que ella tapase otra vez la luz y pudiese ver de nuevo con claridad.

No era Keiko.

Ahora la veía bien. Era joven y hermosa, pero era china. No japonesa. Tenía una carta en la mano y se la ofrecía.

—Lo siento mucho, Henry.

Era la empleada, la muchacha de la estafeta de correos. La misma a la que Henry le había dicho hola durante casi dos años, en sus idas y venidas para enviar sus cartas a Minidoka. Henry nunca la había visto vestida de esta manera. Parecía tan diferente.

—La devolvieron sin abrir la semana pasada. Lleva un sello: Devolver al remitente. Me temo que ella ya no está allí o…

Henry cogió la carta y miró el feo sello negro marcado sobre la dirección que él había escrito amorosamente con su mejor caligrafía. La tinta había chorreado por el sobre para dejar huellas que parecían lágrimas. Al darle la vuelta, vio que la habían abierto.

—Lo siento. Sé que no debería haberlo hecho, pero me sentía tan mal. Detestaba pensar que estuvieses sentado aquí, esperando a alguien que nunca vendría.

Henry se sentía aturdido por la desilusión y un tanto desconcertado.

—¿Has venido sólo para traérmela?

Henry bajó a la acera, y la miró a los ojos. Los vio como nunca los había visto antes, advirtió lo dolida que parecía.

—En realidad, vine a traerte esto. —Le ofreció a Henry un ramillete de azucenas, sujeto con una cinta azul—. Te he visto comprarlas en el mercado de vez en cuando. Me dije que debían de ser tus favoritas, y que quizás alguien debía dártelas a ti alguna vez.

Henry aceptó las flores, sorprendido. Las miró una a una, olió su dulce fragancia, sintió el peso en sus manos. No pudo menos que fijarse en la esperanzada y tímida sonrisa.

—Gracias. —Henry se sintió conmovido. Desapareció la desilusión—, Ni siquiera sé tu nombre.

La sonrisa de la muchacha aumentó.

—Soy Ethel… Ethel Chen.

Día de la Victoria (1945)

Cinco meses. Ese era el tiempo que Henry llevaba saliendo con Ethel.

Ella cursaba el segundo curso en el Garfield High School, y vivía colina arriba en la Octava Avenida con su familia, que los padres de Henry aprobaron de inmediato. En muchos sentidos, Henry sentía que Ethel era una segunda oportunidad. Había deseado, incluso rezado, para que Keiko volviese, o al menos que le escribiese y le explicase dónde había ido y por qué. No saberlo le dolía casi tanto como perderla, porque no sabía a ciencia cierta qué había pasado. Se dijo que la vida era cada vez más complicada. Sin embargo, de una manera extraña y cariñosa, deseaba que fuese feliz allí donde estaba y con quién pudiera estar.

Por otro lado, ahora estaba con Ethel. También con Sheldon, por supuesto, de vez en cuando. Así y todo, Henry no podía olvidar a Keiko. En realidad, cada mañana al despertarse pensaba en ella, y penaba por lo que había perdido. Después pensaba en Ethel, y se imaginaba un tiempo futuro cuando quizás podría olvidarse de Keiko por un día, una semana, un mes, quizá más.

Henry y Sheldon se sentaron en un banco en la esquina de South King y Maynard a disfrutar del calor de una tarde de agosto. Su amigo ya casi no tocaba en las calles. Su trabajo en el Black Elks Club pagaba las facturas, y como él decía, la calle ya no era lo mismo. Incluso había ido hacia el norte, a lo largo del frente marítimo, a la búsqueda de nuevas esquinas y nuevos turistas para los que tocar, pero no estaba por la labor. El club era ahora el lugar adonde pertenecía.

—Echaré de menos verte por estas partes, Henry —dijo Sheldon. Partió un cacahuete tostado y arrojó las cáscaras a la calle. Le ofreció la bolsa y Henry cogió un puñado.

—Volveré. Ésta es mi casa. Aquí mismo. Me voy a China a aprender todo lo que pueda, a ver a unos parientes lejanos, pero no es allí adonde pertenezco. Pertenezco a este lugar. Este es mi hogar. Sin embargo, cuesta creer que dentro de una semana estaré viajando hacia el sur de China y a una aldea poblada por parientes que nunca he visto y cuyo nombre ni siquiera sé pronunciar.

—Ahora tienes sentido de la ironía, ¿no? —comentó Sheldon y escupió un trozo de cacahuete por el costado de la boca.

—¿Porque esperé a Keiko, y ahora le pido a Ethel que me espere? Lo sé, no tiene mucho sentido, pero ella dijo que me esperará, y le creo. Lo hará. Mis padres la quieren. Por mucho que deteste ver a mi padre tan feliz, dadas las circunstancias, lo está. Pero él cumplió con su parte. Le dije que iría si a cambio él me hacía un favor, y mantuvo su palabra. Ahora quiere hablar todo el tiempo, y yo no sé…

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