¡Una druida dirige un combate desesperado contra una legión de los hechiceros más poderosos de los Dominios! Han transcurrido años de lucha..., ¡pero hay que enfrentarse a la última batalla!
Desde las montañas heladas hasta un bosque ahogado por el océano, desde los campos de batalla asolados por la guerra hasta las criptas resplandecientes de Lat-Nam, la Archidruida Mangas Verdes viaja con sus maltrechas tropas en busca de hechizos con los que derrotar a un ejército de hechiceros enfurecidos y poner fin a su reinado de terror.
Mientras Mangas Verdes saca a la luz viejos misterios, Gaviota el Leñador libra una tremenda batalla con un señor guerrero de Keldon que posee la clave de un horrible secreto del pasado.
Con cada nuevo combate, Gaviota, Mangas Verdes y su ejército, terriblemente superados en número, van comprendiendo que sólo un último hechizo desesperado puede salvarles a todos.
Pero si quiere usar ese hechizo, Mangas Verdes debe estar dispuesta a hacer el sacrificio final.
Clayton Emery
El sacrificio final
Archidruida 3
ePUB v1.1
Moower17.12.11
Ilustración de cubierta: Kevin Murphy
Título original: «Final Sacrifice»
Traducción: Albert Solè
© 1995-2011 Wizards of the Coast LLC, a subsidiary of Hasbro
Inc. All Rights Reserved
Ediciones Martínez Roca, S.A.
ISBN: 978-84-270-2114-3
Impreso en España - Printed in Spain
Ediciones Martínez Roca, S.A., Pº. Recoletos, 4, 3ª planta - 28001 Madrid
—¡Trae más vino, saco de mocos, y deprisa! ¡Estoy sediento!
El posadero fue corriendo a la bodega y volvió de ella trayendo consigo un ánfora de su mejor cosecha, un vino rojo oscuro que había sido transportado a través de las montañas y había envejecido más de cinco años. Después llenó una jarra, vertiéndolo muy despacio para no enfurecer al joven hechicero, y se la ofreció.
Gurias de Tolaria levantó una mano del hombro de una muchacha, aceptó el vino y tomó un sorbo de él. Era excelente, mejor que ningún otro que el hechicero hubiera saboreado en toda su vida. Aun así, aquellos aldeanos sólo merecían ser tratados de la peor manera posible. Gurias arrojó el contenido de la jarra sobre el rostro del posadero y rió mientras el hombre tosía y se atragantaba, y después lanzó la pesada jarra contra su frente mientras el posadero se frotaba los ojos. Gurias soltó una nueva carcajada, rozó el amuleto que reposaba encima de su pecho y creó un diminuto relámpago que chisporroteó a lo largo de su dedo. El posadero se había quedado inmóvil en el centro de un charco de vino, por lo que la electricidad se deslizó sobre sus ropas con un veloz siseo y le chamuscó los pies. El posadero chilló y giró sobre sus talones, disponiéndose a huir, y Gurias lanzó otro relámpago que se estrelló contra su trasero con un ruidoso crepitar.
—¡Oh, cielos! —se burló el hechicero—. ¡Vaya vida!
Apartó a las dos mozas de granja con un empujón, se levantó, se desperezó y empezó a pasearse por la pequeña posada. Tenía todo el recinto para él solo. Gurias sabía que los aldeanos estaban fuera, aguardando sus órdenes mientras soportaban el frío y la llovizna. Había hecho esperar a toda la aldea desde el mediodía, y había estado disfrutando de su penosa situación desde entonces. Quizá debería enviarlos a la cama, para que mañana estuvieran descansados y pudieran obedecer mejor sus órdenes.
Pues Gurias tenía planes. Hasta el momento había sido misericordioso. Había entrado en la aldea hacía dos días, y había dejado inconsciente al jefe del consejo con sus hechizos de rayos y su garrote mágico. Cuando una docena de hombres y mujeres armados con horcas y mayales avanzaron contra él, Gurias los paralizó y los dejó tirados encima del barro con unos cuantos empujones, y después les dio una terrible paliza con el garrote que su magia hacía bailar por los aires. Luego ladró algunas órdenes, y a continuación se adueñó de la posada y se dedicó a disfrutar de lo mejor que podía ofrecerle la aldea. Había escogido a dos muchachas de entre la multitud para que le hicieran compañía, usando su garrote para enseñarles obediencia mientras permanecían paralizadas.
—Pero quiero más —murmuró.
Las dos chicas, que escondían su vergüenza y su ira detrás de la máscara de inexpresividad de sus rostros llenos de morados, contemplaron al muchacho que iba y venía por la sala, pensando con las manos detrás de la espalda. Gurias era de estatura mediana y rasgos de lo más corriente, con unos rizos rubio rojizos y un flácido bigote. Vestía buenas ropas: su atuendo consistía en unos calzones rojos, un doblete de azul adornado con brocados y un sombrero azul con una pluma roja, el tipo de prendas que Gurias suponía debía lucir un hechicero. Una larga daga colgaba de su cinturón. Su garrote mágico estaba junto a la barra, sosteniéndose por sí solo. El calor, el olor del vino derramado y el aborrecimiento de las muchachas hacían que la atmósfera de la sala de techo bajo sostenido por grandes vigas y paredes manchadas de humo fuese casi irrespirable.
—Quiero más —repitió Gurias—. ¿Sabéis que empecé siendo un simple aprendiz de hechicero? Un viejo idiota llamado Tobías que vivía en las colinas me aceptó porque era muy listo: había conseguido dar con una forma de hacer volver al ganado de las colinas sin tener que salir del aprisco. Pero Tobías no tenía ni idea de lo que podía llegar a ser el uso de la magia. Estudiar, estudiar y más estudiar... ¡Qué estupidez! En cuanto hube aprendido todo lo que sabía aquel viejo, y un poco más, me marché para iniciar mi carrera.
»Y la he iniciado aquí. ¡Sois muy afortunadas! —Extendió un dedo y las muchachas se encogieron sobre sí mismas—. ¡Tratadme bien y llegaréis lejos! En cuanto el resto del valle haya traído su plata y sus mejores caballos, y lo harán porque de lo contrario el jefe del consejo y los ancianos encerrados en el ahumadero van a pasar mucho calor, estaremos listos para ir a Vado Azul. Y no os preocupéis, chicas: no haré ningún daño a vuestras familias. Unos cuantos esclavos para que se ocupen de los caballos, y luego los venderemos... Bueno, supongo que podemos vender los caballos y los esclavos, y entonces podremos comprar una tienda, y quizá un carro. ¡Podréis ser mis sirvientas y vestir encajes! ¡Ja! ¿Eh?
Gurias giró sobre sus talones cuando la puerta se abrió sin hacer ningún ruido. Una mujer cuya ropa indicaba con toda claridad que no era de aquel valle entró en la posada.
La mujer estaba llena de extraños contrastes y, al mismo tiempo, poseía una potente serenidad. Esbelta y no muy alta, tenía una lustrosa cabellera castaña cuyos despeinados mechones caían sobre sus hombros. Su rostro había sido bronceado por toda una vida pasada al aire libre. No lucía joyas y su traje era muy sencillo, de un color verde pálido parecido al de los líquenes que crecían sobre la corteza de los árboles. Gurias se fijó en sus mangas y vio que eran de un verde más oscuro, un tono que recordaba el hermoso color veraniego de los buenos pastos. Un sencillo cinturón trenzado con tallos de hierba adornaba su cintura.
Pero lo que primero atrajo su atención fue su capa.
Los pliegues de tela colgaban alrededor de sus hombros y caían hasta más abajo de sus caderas. La capa de lana, que originalmente era de color verde, había sido adornada con más detalles de los que podían ser percibidos en una hora, o en un día. Como un tapiz legendario colgado del muro de un castillo, la capa mostraba una escena tras otra dibujadas con hebras multicolores. A lo largo del dobladillo, un sátiro perseguía a una ninfa por delante de una columna de mármol que estaba agrietada como por los efectos de un terremoto, y un grupo de duendes bailaba sobre la columna. Alrededor de la base se enroscaba una enorme serpiente con una flecha élfica cuya punta, atrapada entre las fauces, estaba sucumbiendo al orín. Detrás de la serpiente se podía ver parte de una cala rocosa, y en el agua había una canoa repleta de curiosas tallas dentro de la que remaban hombres de piel oscura cuyas ensortijadas cabelleras estaban adornadas con plumas de colores chillones. Los remeros avanzaban sin ser conscientes de la presencia de una ola monstruosa que se estaba levantando por encima del mar. Sobre la cresta de la ola bailaba un caballo de llamas con una cola de fuego que se desparramaba a través del cielo hasta que se encontraba con un rayo de luz, cuya cegadora claridad caía sobre un campo amarillo en el que se alzaba un gigantesco caballo de madera y planchas de hierro. Los extraños dibujos seguían y seguían como si no terminaran nunca, uno llevando a otro y desapareciendo alrededor de las curvas de la mujer misteriosa.
Gurias logró apartar la mirada de las increíbles imágenes bordadas en la capa, y sus ojos se encontraron con las apacibles pupilas verdes de la mujer. El muchacho intentó curvar los labios en una sonrisa burlona.
—¡Dame esa capa, mujer! ¡La quiero!
Cuando habló, la voz de la mujer estaba tan llena de calma y afabilidad como sus ojos.
—¿Mi capa? ¿Este pobre harapo? ¿Por qué debería dártelo? ¿Acaso eres algún... —la mujer titubeó durante un momento antes de seguir hablando—, algún formidable hechicero?
Gurias sonrió. Aquella mujer era astuta, y no se parecía en nada a las reses estúpidas que se arrastraban por aquel hoyo lleno de fango.
—¡Sí, y me alegra que seas capaz de verlo! Soy Gurias de Tolaria... Tolaria es un lugar que he encontrado en un mapa, ¿sabes? Tengo más hechizos de los que puedes contar. He decidido convertirme en dueño y señor de esta aldea y de todas las tierras de los alrededores.
—Comprendo.
La mujer volvió la mirada hacia las dos muchachas, que estaban observando recelosamente la escena a la espera de que se les presentara una oportunidad de escapar. Después pasó sobre los restos de la jarra, se dispuso a apoyarse en la barra y descubrió que estaba mojada y pegajosa. Alargó una mano hacia el garrote mágico, que se sostenía en posición vertical por sí solo con tanta firmeza como si estuviera clavado en los tablones del suelo.
—¡No toques eso! —ladró Gurias—. ¡Es mágico! ¡Te golpeará!
Pero la mujer no le hizo caso y se dispuso a completar el gesto. Gurias dejó de pensar en sí mismo durante un momento para preguntarse quién sería aquella mujer. No era de aquel valle, pues seguramente aquella capa era la prenda de una dama de la nobleza, aunque su traje era tan tosco y sencillo como si acabara de salir del telar. ¿Estaría viajando en una carroza o en una silla de manos? ¿Por qué no la había oído aproximarse? (¿Y por qué no estaba mojada si fuera todavía seguía lloviendo?) Quizá venía de alguna mansión de las cercanías de Vado Azul, y quizá fuera la señora de aquella propiedad. Tal vez valiera la pena capturarla para poder entrar en la casa. ¿Quién podía imaginarse qué riquezas...?
La mujer seguía alargando la mano hacia su garrote, pero Gurias no hizo nada y se limitó a esperar. Ver cómo el garrote le daba una buena lección sería muy divertido. Gurias le había enseñado a propinar una terrible paliza a cualquier persona que lo tocara, y el garrote sólo se dejaba manejar por él. El joven hechicero soltó una risita.
—De acuerdo, cógelo. Lo lament...
Gurias, boquiabierto, contempló cómo la noble dama cogía el garrote y lo hacía girar entre sus dedos, examinándolo.
—¡Eh! Se supone que no...