Mangas Verdes chilló y retrocedió, intentando alejarse de aquel horror, hasta que tropezó con una mesa y derribó los cuencos y retortas que había encima de ella. Todos los hechizos habían quedado olvidados. Lo único que deseaba era salir de allí enseguida antes de que aquella cosa llegara a tocarla.
Y el monstruo ya estaba alargando hacia ella un brazo surgido de un omóplato que no se encontraba donde hubiese debido estar. Garras que crecían hacia atrás, y sobre las que había esparcido un espolvoreo de verrugas y dedos callosos, se tensaron buscando su rostro.
—¡Sal de aquí! ¡Fuera! —chilló Chundachynnowyth desde el umbral de la habitación de la torre—. ¡Vas a interferir en mis experimentos! ¡Lo estropearás todo!
Consumida por la preocupación y el miedo, la vieja arpía apenas si se había dado cuenta de que acababa de conjurar aquel horror de horrores, una criatura cuya existencia había olvidado.
Lirio se apartó del alféizar y faltó poco para que se desmayara ante la visión del horror surgido de las sombras. Pero no se hallaba directamente amenazada, y eso le permitió reaccionar. No tenía ni armas ni hechizos, y su hinchado estómago sólo le permitía moverse despacio y con mucha torpeza. A falta de algo mejor, fue tambaleándose hasta una mesa, cogió una olla llena de un líquido incoloro y la lanzó contra el horror. El fluido salió despedido por toda la habitación, cayendo tanto sobre Mangas Verdes como sobre el horror. Lirio lanzó otra olla, y otra más, y los recipientes de barro rebotaron en el monstruo para estrellarse contra las paredes y el suelo y hacerse añicos, y después Lirio lanzó una lámpara de aceite, que chisporroteó y esparció una lengua de fuego sobre la piedra.
—¡Vuela, Mangas Verdes, vuela!
Lo que quería decirle era que utilizara su poder de viajar por el éter y que se «deslizara», pero no consiguió acordarse de la palabra. Si Mangas Verdes podía irse de allí mediante un conjuro, Lirio podría salir volando por la ventana. Pero ¿dónde estaban Gaviota y los demás?
Una mano deforme y retorcida se enredó en los cabellos de Mangas Verdes, y otra agarró su capa. Aturdida por el terror, la joven druida ni siquiera era capaz de pensar en la huida a través del éter. Lo único que quería era estar lejos de allí, en algún sitio donde se encontrara a salvo.
Chundachynnowyth estaba recordando que hubo un tiempo muy lejano en el que ella también sabía conjurar criaturas y animales. La anciana hechicera había marcado a muchas criaturas en sus días de juventud. Si consiguiera recordar... ¡Ah!
La anciana elfo pasó la lengua por sus marchitos labios y se imaginó a un hombre-bestia de una fuerza tan devastadora que podía aplastar huesos, una criatura de las fábulas a la que había conocido. Murmurando fragmentos inconexos de viejos hechizos, pues no los recordaba con demasiada exactitud, Chundachynnowyth juntó las yemas de sus dedos e invocó...
... a un montón de huesos resecos.
Mangas Verdes, que estaba retrocediendo ante el horror, tropezó con los enormes huesos haciendo mucho ruido y se encontró con el trasero en el sucio y frío suelo de piedra. El horror dio un paso tambaleante, pues sus dos piernas y la mitad de una tercera tenían una forma muy extraña. Abrió una boca repleta de colmillos situada en su pecho, y sacó de ella una roja lengua hendida que dirigió hacia Mangas Verdes. La druida gritó. Mangas Verdes se avergonzaba de haber sucumbido al pánico, pero no podía evitarlo. Aquello era peor que ninguna pesadilla. Durante las décadas venideras se imaginaría a aquella cosa dando tumbos en las más oscuras profundidades de su mente..., si sobrevivía.
Mangas Verdes logró levantarse, esparciendo huesos en todas direcciones, pero enseguida volvió a caer.
Lirio estaba buscando otra arma. Sacó un taburete de debajo de una mesa y lo lanzó, haciendo tambalear al monstruo. La criatura se retorció y fue hacia ella. Los huesos crujieron bajo sus pies deformes. Una pequeña parte de la mente de Lirio, que estaba decidida a fijarse en detalles sin importancia, se dio cuenta de que eran huesos humanos, pero el cráneo del que brotaban unos cuernos rotos había pertenecido a un toro. ¿Qué razón había podido tener la anciana hechicera para conjurar a semejante ser?
Chundachynnowyth también se estaba haciendo esa misma pregunta. Conjurar al minotauro no le había servido de nada, cierto, pero ¿por qué? Oh. ¿Había muerto de viejo hacía ya bastante tiempo, quizá? ¿Realmente llevaba tantos años sin invocarlo? Pero el mero hecho de pensar en morir, y especialmente en morir de vieja, bastó para distraerla durante un momento. Tenía que volver a concentrarse en sus experimentos para mantener a raya a la muerte. No, antes tenía que echar de su torre a aquellas intrusas. ¿Con qué? Chundachynnowyth, farfullando para sí misma, se imaginó una caverna debajo de un volcán. ¿O era una gruta oculta debajo de un acantilado marino...?
Y entonces Chundachynnowyth se acordó por fin. Curvó los dedos, y conjuró una nube blanca delante de ella. La nube giraba, bailaba y crujía, temblando en el aire como un remolino de cenizas surgido de una chimenea. Al principio las criaturas que la formaban parecieron ser simples murciélagos, pero enseguida quedó claro que tenían ojos multifacetados como los de las moscas y un juego de mandíbulas dobles colocadas de lado que recordaban a los de las mantis religiosas.
Apenas se hubo materializado la horda blanca, sus componentes siguieron con su eterna búsqueda de alimento, insectos y calor. En cuestión de segundos ya estaban saltando y revoloteando alrededor de las dos mujeres, deslizándose por entre sus cabellos en busca de piojos, pulgas o garrapatas.
Lirio gritó cuando las criaturas la envolvieron como una nube de mosquitos. Tiró de su chaqueta para colocársela encima de la cabeza, pero sus senos hinchados hacían que le quedara demasiado ceñida. Lirio empezó a asestar manotazos a las criaturas que parecían murciélagos, y acabó tropezando con una mesa y la volcó con un estrépito ensordecedor.
La repentina aparición de los insectos-murciélagos no afectó demasiado a Mangas Verdes porque eran simples animales, si bien un poco extraños. Pero el horror seguía intentando agarrarla, y los murciélagos le nublaban la vista. El miedo estaba empezando a ser sustituido por la ira y la joven druida maldijo con los juramentos de su hermano, pero un instante después resbaló en un charco de aceite y volvió a caer.
¡Por el Espíritu del Bosque, si lo único que deseaba era estar lejos de allí! Quería estar en aquel Bosque de los Susurros que tanto amaba, cerca de su árbol favorito, en un sitio lleno de tranquilidad donde podría disfrutar de su sombra, escuchar el canturreo de los pájaros y la charla de las ardillas en sus ramas, relajarse en un lugar lleno de paz...
Chundachynnowyth percibió una ventaja. La mujer de blanco se había dejado distraer por los murciélagos. La jovencita flacucha que vestía de verde se hallaba atrapada contra la mesa, y estaba a punto de ser hecha pedazos. ¿Qué más podía lanzar contra ellas? ¿Y dónde estaban sus guardias? Tendrían que haber venido corriendo nada más oír sus gritos. Chundachynnowyth volvió a juntar las yemas de los dedos. ¿Por qué no se le había ocurrido que podía limitarse a dejarlas paralizadas? Se estaba dejando aturdir por tanta confusión, y no pensaba con claridad...
Pero Mangas Verdes estaba igualmente aturdida, y ya había iniciado un conjuro sin ni siquiera saberlo. Quería estar lejos de allí, junto a su árbol favorito, pero tenía que seguir en aquel lugar esperando a su hermano, por lo que no podía huir y dejar abandonada a Lirio, pero si estuviera cerca de su árbol favorito...
Y cuando todo aquel caos de pensamientos se confundió con su poder y sus deseos más profundos y secretos...
... el árbol fue hacia Mangas Verdes.
El árbol, un gigantesco roble rojo de cuarenta y cinco metros de altura, se había alzado por encima de todo el bosque, señor de sus dominios. Su copa se extendía decenas y decenas de metros en todas direcciones y contenía decenas de millares de hojas. Pesaba muchas toneladas.
Pero, sin quererlo y sin darse cuenta de lo que hacía, Mangas Verdes lo había traído hasta el último piso de la torre de un castillo en el centro de un pantano mediante un conjuro.
La joven druida sólo vio una ondulación de luz, verde primero y luego marrón, azul y amarilla, pero el perímetro de aquel nuevo temblor iridiscente era tan grande como la circunferencia del tronco y más grande que la mayoría de las casas. Mangas Verdes sólo tuvo tiempo de entreverlo antes de que toneladas de madera y corteza aparecieran en la habitación. Después, cuando las ondulaciones se desvanecieron y el árbol acabó de cobrar existencia, su peso y su tamaño cayeron sobre la pequeña torre de piedra.
Empujada hacia el exterior por el árbol, toda una esquina de la torre se desmoronó dentro del pantano. El suelo se derrumbó en un diluvio de losas de piedra que eructaron chorros de polvo por entre sus grietas y rendijas. El muro exterior también se desmoronó, y las tejas del techo se partieron y quedaron hechas añicos. Las raíces del árbol derramaron toneladas de tierra sobre las secciones inferiores de la torre, dejando medio enterrados los restos de la estructura.
Después de haber quitado de en medio la esquina de la torre, el enorme árbol permaneció erguido durante sólo un instante..., y luego se derrumbó.
El roble cayó en un veloz desplome vertical, aplastando bloques de granito, mesas, guardias que corrían de un lado a otro y prisioneros atrapados, para acabar chocando con el suelo de la isla pantanosa. Mangas Verdes, sin quererlo, había conjurado el árbol y lo había traído lo suficientemente cerca de ella para poder tocarlo con la mano. Un instante más tarde retrocedía de un salto y se tapaba los oídos mientras el árbol sembraba su cosecha de caos y después, inclinándose junto a los restos de la torre, se desplomaba hacia un lado. La archidruida tuvo un fugaz atisbo de aire nocturno, luciérnagas que parpadeaban sobre las aguas fétidas y cipreses festoneados de musgo que se agitaban con un estremecimiento casi imperceptible al sentir aquel temblor. Después el árbol chocó con el pantano.
La tremenda sacudida hizo que todos los ocupantes de la habitación perdieran el equilibrio. Un camino surgió entre las negras aguas como por obra de un milagro, y el pantano se expandió de repente para sumergir la hierba, los matorrales y los arbolillos. El barro hirvió en un sinfín de oleadas convulsas, alzándose entre una pestilencia nauseabunda para salir despedido en todas direcciones con un estrépito tan ensordecedor como el de un colosal redoble de tambores. La copa del árbol, tan grande como la misma torre, se separó del tronco con un retumbar de trueno, y la rotura de las ramas hizo tanto ruido que pareció como si un huracán hubiera surgido repentinamente de la nada. Las aves nocturnas chillaron y las ranas croaron en varios kilómetros a la redonda.
El horror se había esfumado. El árbol había aparecido entre él y la druida, y el monstruo fue primero aplastado y convertido en pulpa al ser presionado contra el muro exterior, y luego arrastrado hasta desaparecer por entre la avalancha de bloques de piedra y tejas del techo.
Y Mangas Verdes, aterrada, vio que lo mismo le había ocurrido a un puñado de los prisioneros que habían venido a salvar..., o a rescatar de su espantosa situación mediante una muerte misericordiosa.
Se levantó mientras el edificio seguía rompiéndose y se iba agrietando a lo largo de sus lindes. Pero la torre había sido construida hacía mucho tiempo por grandes señores y cada bloque había sido encajado en su sitio mediante la magia y la fuerza de los bueyes, y los restos de la torre y del diminuto castillo podían sostenerse en pie incluso con una esquina arrancada a la estructura. Los mosquitos, que habían sido mantenidos a distancia mediante un sencillo hechizo mágico, entraron en la habitación. Lirio se incorporó y dejó escapar un siseo ahogado al contemplar el corte que un trozo de olla le había hecho en la mano. Dos prisioneros medio muertos gemían entre sus cadenas junto a la pared medio desmoronada. Apenas se podía ver nada, pues casi todas las velas y lámparas habían sido volcadas o extinguidas. Mangas Verdes volvió la mirada hacia la esquina que había quedado bruscamente abierta al pantano, y la claridad de las estrellas le permitió contemplar los restos de su árbol favorito, arrancado de su hogar y arrojado a un pantano pestilente.
Y un instante después el chillido de Chundachynnowyth hizo que la joven druida girase sobre sus talones.
—¡Mi torre! ¡Mis experimentos! ¡Los has echado a perder! —El largo y flaco rostro, el puntiagudo mentón y las grandes orejas curvadas de la elfo se habían vuelto de un color azul claro salpicado por manchitas oscuras—. Has... Has...
Mangas Verdes retrocedió y estuvo a punto de caer por el borde del suelo roto. Una losa se inclinó, cayó y resbaló a lo largo de un montículo de tierra recién sacada de las profundidades. Mangas Verdes volvió rápidamente la cabeza de un lado a otro en busca de Lirio, y la encontró agarrándose la muñeca y encogida detrás de una mesa volcada. ¿Dónde estaban su hermano y los guardias?
¿Y qué podía hacer para detener a aquella hechicera enloquecida?
Si no le quedaba más remedio...
Chundachynnowyth había dejado de chillar para llevarse las manos al pecho. La anciana hechicera dejó escapar un jadeo de dolor, y su aliento se convirtió en una mezcla de silbido y resoplido entrecortado. Chundachynnowyth fue cayendo de rodillas en un derrumbarse tan lento como el de un árbol que agoniza, y después cayó de costado y empezó a contorsionarse en una dolorosa agonía. Su cuerpo fue recorrido por un último estremecimiento, y Chundachynnowyth se quedó inmóvil. Sus labios todavía murmuraban.
—Mis exper-i-mentos...
Detrás de la hechicera agonizante podían divisarse la escalera de caracol y la única puerta de la habitación. De repente se oyeron ruidos en el exterior, y hubo un parpadeo de luces cuando varios cuerpos se agitaron delante de las antorchas colocadas en los muros. Hubo un gruñido seguido por un rugido, y un estrépito final.
Un guardia entró bruscamente en la habitación, empujado con tanta violencia que medio voló por los aires. Llevaba una armadura de escamas negras que recordaba el caparazón de algún insecto, con un largo blasón amarillo al que adornaba un sol rojo, y un casco de cuero cerrado que sólo dejaba ver sus ojos. Atravesado en el pecho por alguna hoja enorme, el hombre tropezó con la hechicera agonizante, chocó con una mesa y cayó al suelo.