Cuando los dos bandidos, vestidos con harapos, fragmentos de armadura robada y suciedad, se dejaron caer desde los árboles, cada centauro advirtió al otro con un resoplido.
La lanza de Holleb brilló en el aire y se incrustó en el pecho del primer bandido, que era bastante joven. La punta de la lanza, tan afilada como una navaja de afeitar y de un palmo de anchura, se abrió paso a través del hígado y los riñones del muchacho y salió por su espalda. El centauro inclinó impasiblemente su lanza en cuanto el joven agonizante empezó a deslizarse a lo largo del astil entre chorros de sangre, bajándola para permitir que cayera al suelo. Las robustas manos cubiertas de vello rojizo de Holleb hicieron girar la lanza en el último momento para causar todavía más destrozos en las entrañas del bandido, y después hicieron que su cuerpo saliera despedido por los aires hasta que su cabeza acabó chocando con el tronco de un árbol. El ladrón había muerto tres veces antes de que su cuerpo tocara el suelo.
Helki se enfrentó a una mujer que intentaba saltar sobre su ancha grupa de caballo. Lanzando una coz con sus patas traseras, la mujer-yegua se hizo a un lado tan rápidamente que su atacante cayó de bruces sobre el suelo del bosque. La fuerza del impacto expulsó el aire de sus pulmones. Helki invirtió su lanza y dejó caer la contera de hierro en que terminaba el astil sobre el cráneo de la bandolera, dejándola aturdida. Después asestó otro golpe de contera sobre la mandíbula de la mujer. La bandolera se quedó inmóvil.
Helki bajó la cabeza desde su gran altura para contemplar a su cautiva, y sonrió con satisfacción.
Pero un instante después soltó un balido de sorpresa cuando Holleb pasó velozmente junto a ella y alanceó a la bandolera en el vientre. La mujer se sacudió como un pez en el anzuelo. Holleb bajó la contera de su lanza, y golpeó hacia arriba para atravesarle el corazón. La mujer sufrió un espasmo, escupió un chorro de sangre muy roja y murió.
—¿Por qué la matas? —Helki habló en la lengua común de los humanos, aunque su voz apenas llegó a ser un susurro porque seguían estando en misión de exploración—. ¡Si es posible, Gaviota quiere que capturemos a nuestros enemigos!
El áspero gruñido de réplica de Holleb llegó en el lenguaje de resoplidos y relinchos de los centauros de las estepas. Su compañero siempre hablaba así cuando estaban a solas.
—Gaviota es un estúpido. Si hechas a una rata de un barril de grano, ¿es que no vuelve nunca? Estos bandidos atacan nuestros carros de provisiones, roban y saquean, y por eso seguimos su pista y por eso ponemos fin a sus robos.
Gaviota el leñador les había pedido que encontraran a los ladrones porque ninguno de sus rastreadores humanos podía seguir su pista. Dotados de ojos que podían ver hasta el horizonte, los centauros eran capaces de «seguir el rastro de un insecto sobre el rostro de la luna».
Helki inspeccionó la contera de su lanza para asegurarse de que seguía unida a la madera. Después deslizó la punta de la lanza por entre las harapientas ropas de la mujer, y sólo encontró pulgas y una vaina de cuchillo.
—No estamos en las estepas. Ahora las cosas son distintas. Trabajamos con los dos-patas, y debemos respetar sus costumbres.
Holleb arrancó unas cuantas hojas amarillas de una parra silvestre y limpió cuidadosamente la sangre de la punta de su lanza. Después inspeccionó el filo, tan cortante como el de una navaja, en busca de melladuras.
—Trabajamos para los dos-patas, tal como ha hecho siempre nuestro pueblo —replicó—. Pero no debemos volvernos como ellos. Nunca serán ni la mitad de lo que somos. Las cosas no son distintas. No olvides eso.
Helki meneó la cabeza. Agarró a la mujer muerta de los cabellos con una mano, la alzó en vilo y metió su cadáver por entre los zarcillos de la parra y detrás de un muro de piedra, ocultándolo para evitar que fuese visto si otros bandidos venían por allí.
—No podemos borrar la sangre.
—No importa. Si pasan, correrán con nosotros persiguiéndoles. Y los humanos están ciegos, y podrían llegar a tropezar con un búfalo... Los que se escondían en las ramas de los árboles pensaban que no podíamos verlos.
Holleb escrutó el bosque que se extendía por delante y por detrás de ellos. El final del otoño se estaba preparando para convertirse en invierno. Aquella mañana había llovido y volvería a llover antes de que anocheciese, pero el bosque aún estaba ataviado por un espléndido ropaje de vivos colores. Las hojas amarillas de las hayas, el follaje anaranjado de los robles enanos y el negro de los troncos de los grandes robles centenarios todavía formaban un dosel que se cernía sobre el bosque como un diluvio de claridad solar invertida. El aire estaba impregnado por la picante mezcla del perfume de las bayas rojas y las moras y el acre olor del tanino de la corteza de los robles. Los fugaces movimientos de las hojas que caían al suelo girando lentamente estaban por todas partes y suponían una distracción constante, pero los centauros ya habían adaptado su visión para que excluyera cualquier cosa más pequeña que un rostro humano.
Bajaron sus lanzas sin decir ni una palabra más, se separaron hasta dejar dos cuerpos de distancia entre ellos y reanudaron la cacería. El sendero era casi totalmente llano bajo sus cascos. Unos cincuenta metros más adelante se dividió de repente, convirtiéndose en dos caminos que se alejaban hacia la izquierda y hacia la derecha. Los dos estaban marcados por grandes arces de troncos tan gruesos que habían derrumbado secciones enteras de los muros de piedra al irlos empujando hacia un lado.
Helki describió un lento círculo. A los centauros les gustaba moverse en círculos, estando preparados para enfrentarse a cualquier peligro, y lo preferían a volver la cabeza: sabían que esa costumbre ponía bastante nerviosos a los humanos, que temían ver aplastados sus pies bajo sus enormes cascos herrados. Su equipo, una espada de bronce, los rollos de cuerda y las alforjas para transportar comida tintinearon y crujieron suavemente.
—Calle principal. Los arces eran árboles ornamentales.
Holleb emitió un gruñido de asentimiento. Los centauros supieron que habría ruinas más adelante apenas llegaron al camino, a pesar de que éste se hallaba cubierto por varios centímetros de tierra. Holleb fue por una de las dos avenidas para averiguar qué había más allá de los muros de piedra y los troncos de los árboles, pero el terreno se convertía en un amontonamiento de terrazas, laberintos y edificios de piedra. El centauro volvió con su compañera.
—Grandes jardines que nadie cuida desde hace tiempo —dijo—. Muchos lugares en los que buscar.
Helki había explorado la otra avenida.
—Viejas mansiones. Hay un lago seco a ese lado, y un viejo embarcadero cubierto. Pero ésta debe de ser la parte de atrás de las residencias. Ha de haber una gran ciudad, lejos al oeste, para haber mantenido tantas casas tan grandes... Estará toda en ruinas, pero deberíamos informar a Mangas Verdes para la búsqueda de artefactos, y a los cartógrafos y bibliotecarios para que puedan ponerla en sus mapas.
Holleb resopló. La historia humana no le interesaba en lo más mínimo.
El hombre-corcel contempló el cielo por entre las hojas, y vio que ya era primera hora de la tarde y que las nubes no tardarían demasiado en traer lluvia. Holleb tomó una decisión, aunque le disgustaba dividir el equipo que formaban.
—No tenemos tiempo suficiente para buscar por todas partes —dijo—. Tú vas al norte, yo al sur. Si el camino es simétrico, nos encontraremos delante de las casas en el oeste. Si encuentro sendero, entonces llamaré como el búho de orejas largas. Espérame... No vayas en su busca sola.
Helki escondió una sonrisa mientras asentía. Ya sabía todo lo que le estaba diciendo Holleb, pero le gustaba que su esposo se preocupara por ella. Los centauros, que se unían para toda la vida, sentían unas emociones muy profundas hacia su pareja..., tan profundas, de hecho, que Helki sospechaba que los humanos no podían llegar a entenderlas. A pesar de su fachada de hosca rudeza, Holleb era la criatura más lacrimosamente sentimental que jamás había conocido. Su compañero no podía entonar las viejas canciones de guerra o recitar las sagas de amor sin prorrumpir en sollozos. Pero eran precisamente aquellas emociones tan potentes, que nunca estaban muy lejos de la superficie, las que le hacían proyectar una apariencia tan coriácea y las que provocaban tal ferocidad en la guerra y la gélida eliminación de los prisioneros. A veces Holleb sentía una nostalgia tan desgarradora de su tierra perdida que Helki a duras penas conseguía evitar que cayera en la melancolía, y por eso había acogido con tanto entusiasmo aquella misión exploratoria. Cuando estaba ocupado, Holleb era feliz.
—Es bueno que estemos trabajando juntos. Como en los viejos tiempos. —Holleb la obsequió con una de sus raras sonrisas, un saludo de su lanza y el chiste más viejo conocido entre los centauros—. ¡Vigila tu cola!
Después, nuevamente serio, se alejó al trote por el camino con sus agudos ojos observando cuanto le rodeaba.
Helki dejó escapar un suspiro surgido de las profundidades de su pecho y volvió grupas para regresar al camino. Tenían enemigos a los que seguir la pista, y estarían en algún lugar de aquel laberinto repleto de vegetación..., y no demasiado lejos.
* * *
Helki contempló el camino desde debajo de la protuberancia frontal de su casco pintado, examinándolo en busca de señales de actividad. La centauro acabó decidiendo que aquellos bandidos eran muy listos. Llevaban zapatos de piel de ciervo a la que no se le había quitado el pelaje y arrastraban los pies mientras caminaban, por lo que iban borrando su rastro en el mismo instante en que lo creaban.
Dobló una esquina, avanzando hacia el oeste, y algo se movió en el límite de su campo de visión. Helki se puso rígida y se encogió sobre sí misma y, mirando a lo largo de un túnel oscuro, vio una hoja de álamo temblón que había sido retorcida sobre su tallo por el contacto con algo. Alguien la había rozado, dándole la vuelta de tal manera que las vetas blancas brillaban bajo la luz. Helki inspeccionó el camino que había seguido, y después dobló las patas delanteras para inclinarse hacia adelante y echó un vistazo por el túnel, una vieja abertura en un muro de piedra. Sí, había pisadas hechas por un mínimo de tres humanos, probablemente dos hombres y una mujer con los pies menos anchos. Pero las pisadas ya tenían varios días de antigüedad, y eran lo bastante viejas para que las hormigas hubieran reconstruido el hormiguero que había quedado aplastado en el hueco dejado por un talón. No había ningún rastro de salida, por lo que Helki decidió olvidarse de aquellas huellas y encontrar la otra boca del túnel en algún lugar al noroeste.
Helki sabía que la única desventaja que padecían los exploradores centauros era su gran tamaño y su miedo a los lugares angostos, que siempre les impulsaba a evitar todo lo posible el meterse en agujeros y túneles.
Un palpitar ahogado debajo de sus cascos la advirtió de que algo se aproximaba sobre cuatro robustas patas. Helki volvió grupas y bajó instintivamente su lanza, asegurándose de que había espacios abiertos por los que echar a correr en el caso de que fuese necesario. Pero, al mismo tiempo, ya sabía de quién se trataba.
Holleb dobló la esquina, levantando las patas en un enérgico trote que hacía ondular el plumoso pelaje que casi cubría sus pezuñas. Los músculos ondulaban debajo de sus lustrosos flancos. La parte de abajo de sus patas estaba salpicada de hojas de haya caídas al suelo.
—¡He encontrado un rastro! —medio gruñó y medio susurró en la lengua de los centauros.
—¿Sí? Enséñamelo —dijo su compañera, y esperó hasta que Holleb estuvo separado de ella por la longitud de su lanza.
Y entonces atacó, dirigiendo la lanza hacia un punto situado entre el final de su peto y su mentón. Los músculos de los brazos de Helki se hincharon y se tensaron, impulsando el astil como una flecha gigante lanzada desde una ballesta descomunal.
La ancha punta de acero atravesó la garganta de Holleb antes de que el centauro pudiera levantar su lanza, partiendo por la mitad su tráquea y los vasos sanguíneos y atravesando su columna vertebral. Helki tiró de su lanza hasta sacarla, y la herida empezó a desprender chorros de sangre que se esparcieron formando un abanico muy rojo. El hombre-corcel apenas pudo parpadear antes de que su cabeza, ya medio separada del cuerpo, se inclinara hacia un lado y su cuerpo se derrumbara sobre las losas del camino. Un escarabajo cubierto de sangre salió del charco pegajoso, subió por la larga nariz bronceada de Holleb y atravesó el inmóvil globo ocular.
—¡Idiota! —bufó la mujer-yegua, y limpió su lanza en el flanco rojizo del centauro.
El pelaje ya no era lustroso, y estaba empezando a perder su brillo y su color tan deprisa como las hojas caídas de los árboles. Antes de que hubiera transcurrido un minuto, el centauro se había convertido en una criatura marchita y reseca, un ovillo oscuro que recordaba una enorme semilla reventada.
Bailoteando nerviosamente sobre sus cuatro patas, Helki se aseguró de que la punta de acero de su lanza seguía firmemente sujeta al astil y de que todavía estaba afilada.
Después hundió los cascos en la blandura de la tierra y se lanzó al galope por la avenida.
* * *
Holleb vio la primera amenaza, pero no la segunda.
Había ido avanzando a lo largo de los muros de piedra y encontró un rastro similar al descubierto por Helki. Pero aquel rastro era fresco, y a juzgar por la nitidez de los bordes de una pisada y lo húmedos que estaban sólo tenía un día de antigüedad. Aquel túnel era lo suficientemente alto para que incluso Holleb pudiera pasar por él, siempre que se encorvara un poco, pues discurría por una arcada de piedra que se encontraba a menos de tres metros entre los zarzales y matojos.
El centauro pasó por debajo de la arcada sin hacer ningún ruido, levantando las ramas que colgaban sobre él con la punta de su lanza. Holleb vio que los arbustos espinosos habían sido rosales: los tallos eran tan gruesos como cuerdas y estaban repletos de espinas, y todavía se veían diminutos capullos blancos aquí y allá. El recinto era un patio delimitado por muros de piedra, aunque la vegetación del jardín se había vuelto tan frondosa que sólo se veían algunos palmos de piedra. Un fresno monstruoso había curvado las losas empujándolas desde abajo, como si el árbol hubiera agitado sus raíces. Hojas de bordes aserrados y racimos de bayas de un color amarillo oscuro llenaban el cielo por encima de su cabeza.