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Authors: Elena Moreno

Tags: #Narrativa, novela

El salón de la embajada italiana (39 page)

BOOK: El salón de la embajada italiana
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Y luego llegó la hora de despedirnos. Pero ya no era igual el adiós. Le habíamos dado la vuelta al corazón y habíamos encontrado el lugar preciso para alojar aquel milagro.

Cuando se fue puse una vela a Nuestra Señora del Azar prometiéndole creer en ella el resto de mi vida.

Sobre la mesilla, al lado de mi cama grande reposaban los libros de poemas que habíamos repasado. En la página cuarenta y tres de
Café para una dama,
Ángel Martínez-Lezo había escrito:

Sé que no te despido cuando pronuncio

adiós

porque, cuando te has ido,

te encuentro escondida entre

las semanas, los meses, los años,

las primaveras y los inviernos.

Por eso sé

que no seré el primero en olvidar

Epílogo

ABRIL DE 2007

Vivo en esta casa con vistas al mar. La casa de mi tía Carmen I. Farinelli. Una casa amada e inesperada.

Hace tres días se fueron los pintores. El aire todavía no está impregnado del olor de mi perfume, del bizcocho de mantequilla que hago los sábados, de los jacintos que he plantado y que aún no han florecido, de mi hija y sus amigas cuando se tiran en el suelo a ver una película con palomitas y gritan como si Georges Cloony se hubiera materializado. Todavía no huele a mí, ni a mis hijos cuando entran apestando a cenicero, a ganas de hogar, a espaldas forjadas y corazoncitos tiernos. Pero no tardarán en habitarse de nosotros las estancias vacías de vida, de olores, de rastros. Entonces, cuando mis papeles estén desordenados en la mesa del despacho, mi hija haya dejado sus zapatos abandonados a mi furia en la cocina, el inalámbrico no esté en su lugar y alguien haya atacado la nevera dejándola tiesa: entonces sabré que es mi hogar.

Mi hijo Juan ha venido a pasar unos días. Grande, generoso, amable, introvertido. Él no se concentra en su vida si parte de ella pende de un hilo. Quería presenciar por sí mismo la transición de esta familia de un lugar a otro. Me ha ayudado a colocar los muebles en su lugar con esa paciencia que no sé de dónde ha sacado y que premio con besos y comidas ricas, a la antigua usanza. Su presencia aviva recuerdos de hace muchos años. Las veo a ellas, mi madre y mis tías, con él en brazos, dándole el biberón, desfilando por la cocina haciendo ruido con las tapaderas de las cazuelas para que comiera. Mi nonna Luchía, mi madre, las tías. Y me veo ahora a mí, asombrándome de cuánto me parezco a las Farinelli.

Hemos comido todos, incluidos Ernesto y el novio de Marina, en el comedor, grande, pintado de blanco, luminoso. Éramos seis y todavía sobraban tres sillas. Era un placer verlos juntos en esa mesa tan grande.

Casi a media tarde se han ido todos menos Juan. Me ha enseñado sus fotos, me ha contado sus sueños y hasta se ha atrevido a desvelar parte de sus miedos. Nos ha gustado compartir un café sentados en el nuevo sofá.

Mi hijo no era el hijo de siempre. Era el hijo de la vida. Un hijo que me preguntaba si me arrepentía de algo, si era feliz, si había otro hombre en mi vida, si aún quería a su padre, si me sentía sola, si podía hacerme todas esas preguntas. Antes de contestarle lo he besado como cuando era niño.

Le he dicho que no me arrepiento de nada. Que en esta vida me ha dado tiempo a conocer el amor de una familia, de un marido al que amé más que a nadie y al que le di los mejores años de mi vida, a parir tres hijos maravillosos, a heredar una casa con vistas al mar y a tener un remanente para ponerme a escribir. ¿Qué más puedo pedir? Además de entregarme a lo que la vida me tenga reservado.

También le he dicho que soy la última generación que se ocupa de sus padres, que no se divorcia antes de los diez años, que hace croquetas y que retoma su vida después de haber pasado treinta años con el mismo hombre y cumplidos los cincuenta... Que él hará las cosas distintas, porque su vida es distinta... Que se casará varias veces. Que vivirá en otro país, que sus hijos hablarán quizás otro idioma, y que volverá de vez en cuando y encontrará que seguimos igual, coexistiendo con el disfrute que ponemos en la vida y con la brutalidad que exhibimos en nuestros modos. Que seguiremos untando el pan en la salsa de los txipirones en su tinta y soportando ese informativo de despropósitos. Que susurraremos palabras de amor y seguirán insultándose en las tertulias. Que saldrá corriendo para poder anhelar lo que le espera como todos lo hemos hecho y que volverá anhelando lo que sueña como también lo hemos hecho todos. Que quizás gane el Athletic la copa, la recopa y la Champions, solamente para que yo le vea feliz. Que me haré vieja y que lo echaré de menos. Le dije muchas cosas, pero hice hincapié en una. Que nunca se olvide de que existimos de verdad cuando alguien nos ama y amamos y que la única patria que merece la pena está allá donde residen nuestros amores.

Todo eso le dije, y él me contó que se iba a vivir con su novia. Una teutona que mejoraría la raza y que quizás me diera unos nietos rubios de ojos azules a los que tendría que contar la historia de aquel napolitano que se enamoró a la orilla del río Arno para que yo tuviera los ojos color caramelo café con leche.

Ernesto y yo tuvimos esa conversación que veníamos aplazando desde tiempo atrás el último día del año 2006. Era la primera Nochevieja de nuestra vida en la que estábamos solos. Nuestros hijos se fueron con las uvas todavía en la boca ansiosos de ponerle la guinda a ese año que venía y que, probablemente, les regalara mucho más de lo que les había dado el anterior. No había Farinelli, ni primos, ni hermanos... No había representaciones de ópera, regalos sorpresa, noticias que escuchar, tías que devolver a sus hogares, ni disputas de cariños...

Estábamos por fin solos. Nos miramos a los ojos y comprendimos que nuestra historia compartida llegaba a su fin. Habíamos llegado a ese temido momento en que uno se para y reflexiona para ver con nitidez el hueco del mundo en el que se ha instalado, después, con la inmediatez de la certeza, lo coteja con aquel que soñó ocupar y acepta lo irremediable.

Él necesitaba una mujer que acudiera con él al desfile del club de tenis. Necesitaba una mujer que le deseara como yo le había deseado años atrás. Quería hacer cruceros contando chistes a esos matrimonios largos y aburridos, comprarse un apartamento en Tenerife e irse todas las primaveras a su tierra. Había cambiado desde aquel día en que lo encontré en la cabina de la plaza de Alonso Martínez y sus rizos morenos me volvieron loca.

También yo había cambiado. Ya no tenía miedo a estar sola, ni necesitaba que me quisieran porque sabía que me habían querido, que me querían y que el amor no se mantiene a fuerza de cocinar merlucitas a la koskera (aunque también). Quería escribir. Estaba aburrida de tutelar a los que amaba. No necesitaba a nadie que fuera infeliz a mi lado porque no podía acompañarlo a su paraíso.

Ninguno de los dos necesitábamos a nadie que se arrepintiera una vez al día de no necesitarnos. Ninguno de los dos necesitábamos acunarnos en la pena, hacernos a ella y hasta necesitarla para empujar los días a su destino. Ya habíamos construido una familia, nos habíamos amado intensamente y levantado aquel pequeño cobijo de comodidades y bienestares. Y lo habíamos hecho bien.

Lloramos mansamente, despidiéndonos inevitablemente como si hubiéramos sabido de antemano el diagnóstico de nuestra enfermedad. Nos abrazamos y acariciamos nuestros cabellos salpicados de canas. Lo hicimos con el miedo justo, sin agravios y, por supuesto, con un dolor soportable que compartiremos durante mucho tiempo. También eso lo hicimos bien.

En cuanto a nuestros hijos, los que de algún modo nos habían mantenido juntos, estuvieron a la altura de las circunstancias. Para ese momento los tres tenían algo parecido a una pareja, lo cual era una ventaja, porque el amor amortigua el dolor, lo empequeñece. Además tenían la estatura suficiente para comprender y ayudar a recomponer el nuevo orden de nuestros hogares. Los habíamos dotado de esas herramientas imprescindibles para tolerar las frustraciones, los dolores y la impertinente tenacidad de la historia para descomponer la eternidad de nuestros deseos.

No sé si han entendido que necesitaba perder el miedo a la libertad. Que no se trataba de pasar de unos brazos a otros, de un amor que paliara la soledad a otro amor que renovara la sensación de que siempre estás acompañada. No sé si pueden entender que su madre no quiere renunciar a la pasión que sabe que será la última de sus pasiones. No sé si comprenden que nunca renunciaré a lo que he construido, a ellos, al inmenso amor que siento por Ernesto, el hombre con el que he compartido casi toda mi vida de adulta y que me dio la posibilidad con su amor de tener fuerzas para construir una familia, no sé si entenderán que hasta ahora no había comprendido que la vida no está bien diseñada para que el amor sea eterno. Pero aunque ahora no puedan hacerse cargo de todas las vueltas que tiene el nudo de mi decisión, sin duda lo harán algún día y comprenderán mi elección.

Sigo durmiendo mal... Al parecer, el sueño mantiene un tenaz litigio con las mujeres de mi edad. Pero como duermo sola, me levanto a mirar cómo comienzan y se acuestan los días cuando el mar vigila celoso el horizonte. Luego voy al ordenador y escribo un e-mail que llegará al otro lado de algún país de este mundo. Le cuento a Mateo el color que tenía el cielo cuando pensaba en él y el número de vuelo y el horario de mi llegada a Nueva York. Lo echo de menos. Me hace falta su abrazo cada uno de los días en que siento que mi corazón palpita, pero lo amo desde este nuevo lugar en que me hago sitio. Mi propio lugar. No sé si algún día Mateo y yo encontraremos un lugar, o conjugaremos en plural esos verbos cotidianos; vamos, venimos, comemos, jugamos, dormimos... De momento nos tenemos algunos días, algunos meses.

Y escribo. Junto palabras como si tuviera que componer un ramo de novia, un ikebana, un ramillete para que alguien huela desde el interior de mis páginas la vida que otros viven. La vida vista por otros ojos, sentida por otro corazón. Escribo una historia de amor. Desvelando en cada palabra el latido de alguien que ya lo ha vivido. Dejando como Hansel y Grettel migas de pan en un camino que la historia borrará. Escribo esta historia de amor.

Y a ella, a la tía Carmen I. Farinelli, nunca terminaré de agradecerle la vida que me ha devuelto al desvelarme las sombras que hubo en la suya.

Fin

Notas

[1]
Tienda de lencería y encajes muy conocida en Bilbao.

[2]
Nombre de una santa que la Iglesia no reconoce pero que el pueblo peruano ha nombrado patrona de los marginados.

[3]
Cantante popular invidente

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