Pero los almorávides reaccionaron y enviaron un ejército para recuperar Valencia. Rodrigo Díaz de Vivar salió a su encuentro, los derrotó a pocas millas de la capital y se apoderó de un fabuloso tesoro. La noticia de la victoria del Cid corrió como el viento en todas las direcciones. El caballero cristiano había demostrado que los almorávides no eran invencibles y su ya crecida aumentó de modo extraordinario. Decenas de juglares cantaban sus hazañas por los mercados y las ferias y eran muchos los que pensaban que Rodrigo había sido elegido por Dios para devolver al-Andalus a la cristiandad. Algunos predicadores anunciaron que su persona era sagrada y que durante esa batalla se había visto brillar sobre su cabeza un aura dorada.
La caída de Valencia se acogió en Zaragoza con incertidumbre.
—Somos una isla en territorio cristiano. Entre nosotros y el resto de las tierras musulmanas se ha cortado la vía directa. Sólo permanece abierta la salida por el Ebro hasta Tortosa y de allí al mar. Nuestra única esperanza es que los almorávides vuelvan a reaccionar como hace años en Zalaca y derroten a Rodrigo —reflexionaba al-Musta'ín en el Salón Dorado del Palacio de la Alegría en compañía de sus consejeros.
—Los cristianos son cada días más fuertes, y nosotros hemos contribuido a que su fuerza aumente sin cesar. Desde hace décadas les hemos pagado abundantes cantidades de dinero para que nos dejaran en paz. Pero ya no se conforman tan sólo con el dinero, no quieren unas migajas, lo quieren todo —dijo uno de los visires.
—Hasta ahora los hemos mantenido a raya; siempre los hemos derrotado —sostuvo Ibn Buklaris.
—Nuestras victorias han sido vanas. Es cierto que hemos vencido en las grandes batallas: en Graus, en Barbastro, en Almenar…, pero ¿qué provecho hemos sacado de ellas?: ninguno. Seguimos perdiendo castillos y aldeas mientras ellos avanzan incontenibles como una mancha de aceite hacia el sur. Ya amenazan Huesca y Zaragoza. Nuestra situación es muy grave —reconoció al-Musta'ín.
—Podríamos intentar un nuevo acuerdo, pactar una tregua a cambio de oro —propuso entonces el honorable cadí Ibn Furtis.
—Nuestras arcas están vacías. Además, eso sólo aportaría un pequeño retraso al asalto definitivo y haría aún más poderosos a los cristianos —señaló el rey.
—Creo que nuestra independencia está llegando a su fin —musitó Juan al oído de Ibn Buklaris.
El Cid se asentó en Valencia como señor absoluto y aplastó cuantas revueltas contra su gobierno estallaron en la ciudad. Obsesionado por la fama y las riquezas, el Cid recibió de Ibn Yahhat el tesoro que al-Qadir había logrado reunir durante varios años, pero se enteró de que el cadí valenciano había guardado parte del oro para sí. Enfurecido por el engaño, mandó apresarlo y lo condenó a muerte. Ibn Yahhat fue enterrado hasta la cintura y rodeado de una hoguera murió de manera horrorosa entre las llamas. Cuando su cuerpo comenzó a arder, él mismo acercó con sus manos las ramas ardientes para perecer cuanto antes.
Ibn Bajja recibió la primera de las cartas que Ibn Hasday envió desde Egipto. Contaba que se había instalado en una mansión del suburbio norte de El Cairo, un barrio residencial limpio y tranquilo, desde donde algunos días visitaba la biblioteca de la mezquita de Ibn Tulún y otros recorría los alrededores de la gran urbe. Describía con cierto detalle las famosas pirámides y decía de ellas que eran sin duda la obra más colosal hecha por el hombre. Pocas semanas después recibieron sendas cartas Juan, Ibn Paquda e Ibn Buklaris, a quien le enviaba el tratado del célebre médico Ibn Sina y le comentaba las excelencias del gran hospital de Ahmad ibn Tulún, provisto de salas para las distintas enfermedades, dormitorios para enfermos y un laboratorio de farmacia dotado con todo tipo de libros de farmacopea. Con las misivas llegaron varios libros de afamados autores, sobre todo tratados de filosofía que Ibn Bajja e Ibn Paquda habían reclamado a Ibn Hasday antes de su partida; es así como se conocieron las obras de Ibn 'Ata, al-Gazzali, Harán al-Basri, Malik ibn Dinar y Du-l-Nun al-Misrí, entre otros. Todos los libros se depositaron en la biblioteca del Palacio de la Alegría que al fin superó en número de ejemplares a la de la mezquita mayor. Al rey le remitía un libro sobre el arte de la guerra y una enciclopedia de cuentos orientales.
Los aragoneses, repuestos del golpe que supuso la muerte de su monarca ante los muros de Huesca, volvieron a la carga pocos meses después. Pedro, sucesor de su padre Sancho Ramírez, se había jurado a sí mismo que no cesaría de combatir hasta conquistar esa ciudad. Los aragoneses ocuparon las estratégicas localidades de Naval y Calasanz y fortificaron un cerro al lado mismo de Huesca, al que dieron el nombre de el Pueyo de Sancho, en honor de su rey muerto.
En Zaragoza, Ismail celebraba su ascenso a capitán de una compañía de caballería, logrado dos semanas antes al regreso de una cabalgada contra las tierras del rey de Albarracín.
—Fue un combate centelleante. Nos encontramos frente a frente con los jinetes de los Banu Razín en campo abierto; eran algunos más que nosotros, pero tenían el sol de cara y parecían peor armados. Confiados en su número cargaron sin pactar el combate. Espolearon sus caballos en cuanto vieron que nuestro portaestandarte flameaba el león rampante y la media luna de los Banu Hud. Nosotros formamos en dos filas y decidimos esperar firmes el envite. Cuando nos alcanzaron, sus caballos llegaron fatigados, pues estábamos situados sobre una ligera elevación de la llanura. Aguantamos la primera embestida de sus lanzas y cargamos con violencia con nuestras espadas. Nada pudieron hacer; en pocos momentos veinte cadáveres de los hombres de Albarracín yacían desperdigados por el suelo; nosotros sólo habíamos sufrido cuatro bajas —explicaba Ismail a Juan y a su madre en el jardín de la casa de la medina mientras comían un suculento guisado de oca con verduras.
—Hijo, debes tener cuidado. Te arriesgas demasiado en el combate. Moriría si te pasara algo —advirtió Shams.
—Tu madre tiene razón. Deberías reflexionar una vez más sobre tu permanencia en el ejército —intervino Juan.
—Siempre estáis con lo mismo. Soy un soldado del islam. Nuestra tierra está amenazada por los infieles. Mi deber es defenderla aun a costa de mi sangre. Así lo ordenó el Profeta —apostilló Ismail.
—El Profeta, su nombre sea bendito, no incitó a la muerte, sino a la vida —aseveró Juan.
—Si no detenemos a los cristianos, no habrá vida para nosotros —recalcó Ismail.
En ese momento un criado apareció en el jardín con una carta en la mano. Pidió permiso para acercarse hasta la mesa y la entregó a Ismail, quien la abrió y la leyó en silencio.
—¿Es importante? —preguntó Shams.
—Sí. Es de mi comandante. Ordena a todos los oficiales que nos presentemos esta tarde en el cuartel de la Zuda occidental preparados para partir —resumió Ismail.
—¿A dónde te llevan ahora? —interrogó Shams.
—Regresamos a Huesca. Los aragoneses están acercando sus garras de nuevo a esta ciudad. Parece que se prepara una gran batalla para la próxima primavera. Si vencemos, habremos logrado detenerlos durante varios años —señaló Ismail.
—¿Y si perdemos? —inquirió Juan.
—Entonces, mi querido tío, es probable que esto sea el comienzo del fin —advirtió Ismail—. Ahora debo marcharme. Madre, ten confianza, volveré pronto y victorioso. Quizá logre un ascenso a comandante; sería el más joven del ejército. Ni el mismísimo general Umar lo consiguió tan pronto.
Antes de partir, Juan le regaló una espada con la empuñadura nihelada en plata, forjada en Egipto, con vaina de piel de antílope con contera y embocadura de plata fina, con cordones de cuero rojo adornados con oro y pedrería y un tahalí con brocado tustarí verde ceñido con jacintos.
Ismail besó a Shams, saludó a Juan, agradeciéndole el espléndido presente, y se despidió alegre de sus padres. Una vez solos, Shams estalló en lágrimas.
—Vamos, vamos, volverá. Es impetuoso pero sabe combatir como nadie. Por sus venas corre la sangre de un linaje de guerreros desde hace muchas generaciones. Yo he sido el único eslabón de la familia que no ha seguido la llamada de la milicia. Lo envidio. Tengo ya cincuenta años y sólo he vestido una vez la cota de malla, aunque sólo llegué a empuñar la espada en una batalla; fue durante la campaña de Almenar, al lado del Cid. Ahora me gustaría tener veinte años menos y saber manejar una espada para combatir al lado de nuestro hijo.
—¿Yperderos a los dos? —alegó Shams.
—No vas a perdernos a ninguno. He hablado con el rey y está de acuerdo con nuestra boda. Ya han pasado muchos años desde que murió Yahya, nadie podrá alegar nada en contra.
—¿Crees que deberíamos decirle a Ismail que tú eres su verdadero padre? —preguntó Shams.
—Sí, considero que será lo más conveniente. No me gusta que me diga tío; deseo que me llame padre —recalcó Juan.
Los aragoneses, con ayuda de otros cristianos, sitiaron Huesca mediada la primavera. 'Abd al-Rahman, gobernador militar de la ciudad, solicitó ayuda urgente a al-Musta'ín, quien apenas tenía contingentes de refresco.
—No tengo tropas para enviarle. Aquí sólo quedan quinientos jinetes de la guardia real. No podemos dejar indefensa Zaragoza —lamentaba al-Musta'ín.
—Majestad, podemos pedir ayuda a los castellanos, o al Cid —intervino Juan.
—El Cid no nos socorrerá, lo sé. Y en cuanto a Castilla… sí, quizá dé resultado. Parte raudo, tú ya conoces a su rey Alfonso. Pídele ayuda a cambio de, de… —al-Musta'ín dudó unos instantes—, a cambio de Tudela.
—¿Vais a cambiar Tudela por Huesca? ¿Qué ganamos entonces? —preguntó Juan.
—Tiempo, tiempo —respondió al-Musta'ín.
Juan partió hacia Castilla y consiguió un contingente de trescientos caballeros y setecientos peones castellanos mandado por García Ordóñez, el aguerrido conde de Nájera, y el conde Gonzalo Núñez de Lara. Al regreso a Zaragoza, pidió permiso al rey para acudir con los cristianos a Huesca.
—De ninguna manera. Tú eres mi mejor consejero. No puedo permitirme el lujo de perderte ahora. Mi padre me dijo que confiara plenamente en ti. Te apreciaba mucho —resaltó al-Musta'ín.
—Majestad, tengo razones muy poderosas para ir —insistió Juan.
—No hay razón más poderosa que defender el islam en el puesto que mejor sepamos hacerlo; y tu puesto está aquí en la corte —apostilló el rey.
Durante todo el verano continuó el asedio de la ciudad de la frontera norte; el otoño se echó encima y con los primeros fríos se esperaba que los aragoneses levantaran el sitio y retornaran a sus cuarteles de invierno. Pero continuaron allí y la situación de los sitiados se hizo desesperada. Fue el conde de Nájera quien acuciado por sus hombres insistió en librar una batalla en campo abierto contra los aragoneses. El gobernador musulmán mostró serias reticencias, pero finalmente accedió a combatir convencido de que los fríos del invierno no iban a hacer desistir a esos duros hombres acostumbrados a las nieves y los hielos de las montañas.
Ambos bandos fijaron la batalla para el día 19 de noviembre, pactando que el vencedor se quedaría con Huesca. El anuncio del acuerdo se supo en Zaragoza unos días antes y al-Musta'ín decidió acudir en defensa de la ciudad sitiada en cabeza de un pequeño contingente de cien jinetes. Al amanecer del día señalado, los dos ejércitos formaron frente por frente en el llano de Alcoraz, apenas a tres millas de las murallas. Los aragoneses y sus aliados franceses se agrupaban en un compacto bloque de tres mil hombres, dos mil de ellos a caballo, con la caballería pesada en el centro de la agrupación. La vanguardia la mandaba el joven infante Alfonso, segundo hijo del segundo matrimonio del rey Sancho y hermanastro del rey Pedro. El ejército musulmán lo componían casi tres mil hombres, dos mil del ejército hudí y mil más del contingente castellano.
Equipados con cotas de malla con faldillas hasta media pierna bajo armaduras de cuero grueso cubierto con escamas y placas de metal sobre túnicas de recio paño y armados con pesados broqueles de madera reforzados con tiras de hierro, lanzas en ristre y largas y rectas espadas, mazas y azagayas sujetas a los arzones de los caballos, las cabezas protegidas con almófares sobre los cuales brillaban cascos cónicos con orejeras, los jinetes acorazados cristianos cargaron en brutal acometida contra las filas de los musulmanes. El envite aragonés quebró el centro enemigo. Ismail, que mandaba un batallón de caballería en el ala derecha, al contemplar el hundimiento del centro de su formación dio la orden de cargar sobre los jinetes acorazados cristianos, que de manera magistral se abrían paso entre las desbaratadas filas musulmanas.
Los musulmanes no lograron reponerse de la primera carga de la caballería aragonesa y se vieron obligados a mantenerse a la defensiva. Durante varias horas se luchó encarnizadamente en los llanos de Alcoraz. Entre los musulmanes destacó la bravura de un altísimo y joven capitán cuyo largo cabello rubio ondeaba al viento en tanto repartía mandobles con su magnífica espada; parecía intocable protegido tras su rodela de metal totalmente abollada. A su lado le secundaban varios jinetes musulmanes insuflados del valor que transmitía aquel colosal guerrero.
Un conde aragonés apreció la bravura del joven oficial árabe y ordenó a varios ballesteros que dispararan contra él y no cesaran hasta abatirlo. Una docena de virotes silbó en el aire y uno de ellos atravesó el cuello de Ismail, que cayó de bruces al suelo sin pronunciar un solo quejido y con la espada asida con fuerza. Poco después, el ejército musulmán estaba derrotado y el propio al-Musta'ín, protegido por su guardia personal, huyó hacia Zaragoza. Algunos caballeros aragoneses, viendo a lo lejos que el estandarte real de los hudíes se retiraba hacia el sur, iniciaron una persecución desaforada que duró varias horas. Hasta bien entrada la noche los aragoneses pisaron los talones a al-Musta'ín, que logró refugiarse en el castillo de Almudévar, a mitad de camino entre Zaragoza y Huesca.
Tres mil cadáveres quedaron tendidos en los llanos de Alcoraz. Casi tres cuartas partes eran musulmanes y castellanos, muchos de ellos muertos en el primer envite de la caballería pesada aragonesa, que a la postre se había convertido en el factor decisivo para la victoria. Aferrado a un estandarte yacía el cuerpo de 'Abd al-Wahhab al-Ansarí, maestro en ciencias sagradas, que había acudido a aleccionar a los guerreros del islam sobre la necesidad de combatir en la guerra santa. Era un mujahid más, uno de los guerreros que habían ascendido directamente al Paraíso por haber muerto defendiendo la sagrada tierra del islam.