El Santuario y otras historias de fantasmas (21 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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Al principio los días transcurrieron con lentitud, tal y como suele pasar cuando uno se va adaptando a un nuevo entorno, y después empezaron a pasar con una rapidez cada vez más acelerada a medida que me iba acomodando a una rutina de productividad. Trabajaba toda la mañana, me obligaba a salir sin demasiadas ganas durante un par de horas por la tarde, y volvía a enfrascarme en el trabajo tras el té y hasta medianoche. Mi labor prosperaba, me encontraba a gusto, y la casa era realmente cómoda, pero durante todo el tiempo que estuve allí experimenté un misterioso instinto que me impelía a abandonar el lugar, o, dado que me resistía, a terminar lo antes posible mi trabajo para poder marcharme. El fuerte y estimulante aire de la costa a menudo me producía soñolencia cuando entraba, y abandonaba mi escritorio para sentarme en el gran sillón y dormitar un rato. Pero siempre tras estas breves y restauradoras siestas me despertaba sobresaltado, sintiendo que Hopkins había entrado silenciosamente en la habitación mientras yo dormía, y acosado por un pánico inexplicable, me giraba esperando verle allí. Y sin embargo, no era a su forma corpórea, si puedo expresarlo así, a la que temía encontrarme, sino a alguna especie de fantasma psíquico que estuviera llevando a cabo siniestras tareas. Eran sus pensamientos los que se concentraban allí (¿se trataba de eso?), algo surgido de su interior que odiaba y rumiaba. Aquello no me concernía; yo parecía ser nada más que un espectador esperando a que se levantara el telón para asistir a la representación de un siniestro drama. Entonces, a medida que este confuso y espantoso momento de despertar pasaba, del mismo modo se desvanecía el horror; no desapareciendo exactamente, sino más bien ocultándose y preparándose para emerger de nuevo.

Y sin embargo, durante todo aquel tiempo, la rutina de aquella ordenadísima casa continuó fluidamente. Hopkins se mantenía ocupado con sus labores, encargándose de la mayor parte del mantenimiento de la casa, y atendiendo la mesa; su esposa seguía poniendo en práctica sus admirables habilidades en la cocina. A veces la puerta de su habitación estaba abierta, y al subir al segundo piso tras haber cenado, podía verles mientras pasaba, cenando amistosamente. De hecho, empecé a preguntarme si aquellos destellos de desagrado por una parte, y aquellas miradas de odio por la otra, no habrían sido producto enteramente de mi imaginación, ya que era lógico suponer que hubiera algún hecho que les traicionara: un tono de voz excesivo y furioso, una respuesta seca y repentina. Y sin embargo nunca hubo nada de eso; de manera silenciosa y eficiente los dos seguían con su trabajo, y a veces, avanzada la noche, podía oírlos caminar por el ático en el que dormían. Sonaban un par de pasos amortiguados, y después se imponía el silencio hasta por la mañana temprano, cuando yo, medio dormido, oía cómo se reanudaban los discretos movimientos, y pasos ligeros pasaban frente a mi puerta en su camino de descenso hacia el piso de abajo.

Aquella habitación, en la que llevaba ya trabajando tan prósperamente durante tres semanas, estaba convirtiéndose a mis ojos en un lugar encantado y terrible. Nunca en mi vida había visto nada fuera de lo ordinario, y nunca había oído ni un solo sonido que revelara otra presencia excepto la mía y la de las batientes llamas de la chimenea, y me decía a mí mismo que en realidad era yo, o más correctamente mi fantasioso sentido de lo invisible y lo inaudible, quien me estaba turbando y causando la fantasmal invasión. Y sin embargo la habitación debía de tener algo que ver, ya que ni en la planta baja ni en el exterior, a merced de los ventosos días de abril, ni siquiera en la misma puerta de la habitación, observaba ni rastro de aquella obsesión cada vez más marcada. Allí había pasado algo que había dejado su huella inmaterial, y que era imperceptible a los órganos de la vista y el oído, y cuyo efecto no sólo se estaba haciendo notar en mi mente, sino que se estaba filtrando hasta la mismísima fuente de la vida. Y sin embargo, la explicación de que un fantasma estaba surgiendo del pasado no era completamente satisfactoria, ya que fuera el encantamiento que fuera, cada vez estaba más próximo, y aunque sus contornos aún no eran visibles, estaban formándose con gran precisión bajo el velo que los cubría. Estaba estableciendo un contacto conmigo, como si se tratara de un habitante de un mundo remoto que intentara llegar hasta mí a través del tiempo y el espacio y ya empezara a rozarme con las puntas de los dedos, y utilizara para ello pequeños sucesos físicos en la habitación, abarcándome con su influencia. Por ejemplo, una noche en la que me estaba peinando antes de bajar a cenar, una cara pálida y sin rostro asomó por detrás de mi hombro, y entonces, con un temblor contenido, vi que tan sólo se trataba del espejo ovalado que colgaba del techo. En otra ocasión, tumbado en la cama, poco antes de apagar la luz, un soplido de viento entró a través de la ventana abierta, hinchando las cortinas, y antes de que pudiera averiguar la causa, había un hombre en pijama de rayas inclinándose sobre la cama que había junto a la ventana. A veces, un resuello proveniente de los carbones de la chimenea sonaba en mis oídos como una boqueada estrangulada de alguien. Algo estaba utilizando aquellos sonidos y visiones triviales para su propio fin, amasando mi cerebro para prepararlo y hacerlo receptivo a la revelación que se estaba preparando. Trabajaba de una manera muy inteligente, ya que a la mañana siguiente de que las cortinas se convirtieran en el hombre del pijama de rayas inclinado sobre la otra cama, Hopkins, cuando llamó para despertarme, se disculpó por su atuendo. Se había quedado dormido y, para no retrasar más mi jornada, había bajado con un abrigo sobre su pijama de rayas. Otra noche, la brisa elevó el cobertor de cretona que yacía sobre la cama junto a la ventana, inflándolo hasta crear la forma de un cuerpo tumbado. Se movió y dio media vuelta antes de volver a desinflarse, y justo en ese momento las ascuas jadearon de asfixia.

Pero para entonces ya había terminado mi trabajo; me había propuesto no ceder al temor que me pudieran provocar aquellas extrañas y turbadoras fantasías hasta que no lo hubiera hecho, y aquella noche, ya muy tarde, garabateé una línea bajo las últimas palabras de la última página, y añadí la fecha. Me hundí en la silla, bostezando y cansado, pero contento porque ya era libre para regresar a Londres al día siguiente. Durante la última semana había pasado a ser el único huésped de la casa, y reflexioné que era natural que, aislado en mí mismo y mi trabajo durante todo el día, sin ver a nadie, hubiera creado fantasmas para que me hiciesen compañía. Perezosamente, mi mirada se desvió hacia el calendario, y vi que una vez más señalaba martes 8 de mayo… Inmediatamente, me di cuenta de que mis ojos me habían engañado; habían visualizado algo que estaba en mi cerebro, ya que un segundo vistazo me confirmó que el día indicado era de hecho martes, pero 24 de abril.

—Ciertamente ya va siendo hora de que me marche de aquí —me dije.

El fuego se había apagado y la habitación estaba bastante fría. Sintiéndome adormecido y a la vez muy contento de haber terminado mi tarea, me desnudé rápidamente, sin molestarme en abrir la ventana que había junto a la otra cama. Pero las cortinas estaban descorridas y la persiana alzada, y la última cosa que vi antes de dormirme fue un estrecho rayo de luna reflejado en el suelo.

Me desperté, o por lo menos creí haberlo hecho. El rayo de luna se había ensanchado hasta abarcar oblicuamente un buen tramo de la habitación, el cual aparecía completamente iluminado. La cama, situada algo más allá, permanecía entre las sombras, pero resultaba perfectamente visible, y vi que había alguien durmiendo en ella. Y también había alguien al pie de la cama, alguien que vestía un pijama de rayas. Atravesó en dos pasos el parche de luz lunar y después, extendiendo velozmente los brazos hacia el frente, se inclinó sobre la cama. La figura que yacía en ella se movió: se dispararon las rodillas y un brazo asomó por debajo de la colcha. La cama crujió y tembló en respuesta a la lucha que sobre ella se acababa de desatar, pero el hombre se mantuvo con fuerza sobre lo que fuera que estaba agarrando. Saltó sobre la cama, obligando a las rodillas a volver a extenderse, y sobre su hombro reconocí a la mujer que allí yacía. Durante un momento consiguió liberar su cuello del cepo que la tenía agarrada, y pude oír un agónico jadeo que reclamaba aire. Entonces, las manos del hombre volvieron a encontrar su agarradero: una vez más la cama se agitó, como lo hacen las hojas de los árboles ante un vendaval, y después todo quedó en calma.

El hombre se levantó; permaneció un momento completamente iluminado por la luna, retirándose el sudor de la cara, y pude verle con toda claridad. Entonces me di cuenta de que estaba sentado en la cama, contemplando la familiar habitación. Estaba completamente iluminada por la luz de la luna que se reflejaba en el suelo, pero vacía y silenciosa. Allí estaba la otra cama, con su cobertor de cretona impecablemente alisado.

El desenlace probablemente les resulte familiar a la mayoría como El Asesinato de Farignham. La mañana del 8 de mayo, según las declaraciones de Hopkins a la policía, bajó como siempre del ático en el que había dormido hasta las siete y media, y descubrió que la puerta principal de su casa había sido forzada, y que estaba abierta. Su esposa aún no había bajado, por lo que subió a la habitación del primer piso en la que habitualmente dormían juntos cuando no estaba siendo usada por algún huésped, y la encontró en su cama, estrangulada. Sin perder un instante llamó a la policía y al doctor, aunque estaba seguro de que había muerto, y mientras les esperaba observó que un cajón de su mesa, en el que solía guardar el dinero, también había sido descerrajado. Ella había acudido al banco el día anterior para cobrar un cheque de cincuenta libras, con las que pensaba pagar las facturas del mes, y los billetes habían desaparecido. Él la había visto guardarlos en el cajón al regresar del banco. Al preguntársele por qué había dormido en el ático, dejando a su mujer sola en el primer piso, respondió que su habitación había sido ocupada recientemente y que volvería a serlo en un par de días, por lo que había juzgado que no merecía la pena trasladarse, aunque su mujer sí lo había hecho.

Sin embargo había dos puntos débiles en su historia. El primero era que la mujer había sido estrangulada mientras yacía en la cama, completamente cubierta con las sábanas y la manta hasta la barbilla. Pero si el supuesto ladrón la hubiera estrangulado al verse descubierto debido a que ella se hubiera despertado y quisiera dar la alarma, parecía increíble que hubiera permanecido tumbada y con la ropa de cama cubriéndola hasta la barbilla. Por otra parte, aunque efectivamente el cajón en el que ella había guardado el dinero había sido forzado, en ningún momento había estado cerrado con llave. El ladrón sólo hubiera tenido que tirar de la manilla y se habría abierto. Hopkins fue detenido y la casa registrada, encontrándose el fajo de billetes en el forro de un viejo y enorme abrigo suyo que había en el ático. Antes de serle administrada la pena capital, confesó su crimen y relató cómo lo había cometido. Había bajado de su dormitorio, entrando en el de su mujer y estrangulándola. Posteriormente había forzado la puerta principal desde el exterior e, innecesariamente, el cajón en el que ella había guardado el dinero… Al leerlo, pensé en la teoría de Lionel Bailey, y en mi propia experiencia en la habitación en cuyo interior se había cometido el asesinato.

LA SILLA DE RUEDAS

A los cincuenta años de edad, Edmund Faraday tenía todas las razones para estar satisfecho de la vida: poseía todo lo que realmente deseaba, y además en abundancia. La salud era una de las principales causas de su satisfacción, y a menudo pensaba que la profesión médica tendría muy poca cosa que hacer si todo el mundo fuese como él. Su apreciación de su buena suerte le permitía en ocasiones tentarla: comía sin mesura y consumía grandes (aunque nunca excesivas) cantidades de alcohol proveniente de diversos tipos de licor, aludiendo agradablemente a su inmunidad ante cualquier efecto desagradable. También hacía saber a todo el mundo que cada mañana tomaba un baño de agua fría, que pasaba diez minutos frente a una ventana haciendo ejercicios y flexiones, y que se tomaba el desayuno con gran apetito. No resultaba tan popular, sin embargo, su escaso respeto por aquellos que tenían que cuidarse. Y no es que lo expresase en términos despreciativos, sino más bien al contrario: mostraba una jovial simpatía por todos aquellos hombres, quizá diez años más jóvenes que él, que elegían ser prudentes con el alcohol.

—Eso que se pierde, abuelo —comentaba—, pero ya espabilará.

Además de estas ventajas físicas, era dueño de unos considerables ingresos derivados de sus acciones en una compañía muy segura dedicada a los grandes almacenes, que él mismo había fundado y de la que era presidente: aquello y sus ahorros acumulados le permitían vivir como le apeteciese. Tenía una casa cerca de Ascot en la que pasaba casi todos los fines de semana, desde el viernes hasta el lunes, jugando constantemente al golf, y otra en Massington Square, convenientemente cercana a su negocio. Podía esperar una razonable y próspera travesía en aquel último tramo de la vida que en los hombres acomodados suele continuar hasta bastante después de haber cumplido los setenta. En Londres estaba acostumbrado a jugar todos los días al bridge durante un par de horas en su club, antes de regresar a su hogar de soltero, del que se encargaba su hermana, y desde la mañana hasta la noche su vida se centraba en disfrutar o procurarse placeres.

Alice Faraday era, dentro de su propio campo, una de las claves de su próspera existencia, ya que era la que se encargaba de los asuntos domésticos. El la veía poco, ya que siempre desayunaba solo y durante la mañana únicamente coincidían unos instantes, cuando él descendía las escaleras para dirigirse hacia su oficina y le decía si vendrían algunos amigos a cenar o si por el contrario era él quien cenaría en otro lugar; entonces ella hablaba con el cocinero, telefoneaba a los proveedores, y recorría la casa para asegurarse de que todo estaba ordenado e impoluto. Al final del día era también rara la ocasión en la que recibían juntos la noche, ya que o bien él cenaba fuera dejándola sola, o bien invitaba a tres o quizá a siete amigos, entre los que formaban una o dos mesas de bridge. En aquellas ocasiones, Alice nunca participaba. No le gustaba jugar a las cartas, estaba bastante sorda, mantenía un silencio nada decorativo y sentía que ya había quedado representada por la admirable comida que les había proporcionado tanto a él como a sus amigos. En la residencia de Ascot desempeñaba un papel parecido, acudiendo allí en tren los viernes por la mañana para que la casa estuviera preparada cuando llegara él montado en su coche algo más tarde.

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