El Santuario y otras historias de fantasmas (23 page)

BOOK: El Santuario y otras historias de fantasmas
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—Vaya, Edmund, ¿qué te pasa? —preguntó.

—Un leve ataque de reumatismo —dijo—. Ya se me pasará en cuanto me mueva un poco.

Pero moverse no resultaba tan fácil: el golf quedaba más allá de toda consideración, y tuvo que quedarse sentado todo el día en el jardín, maldiciendo aquella desacostumbrada aflicción, y durante todo el día la imagen de aquel hombre tullido, cuya complexión era la misma que la suya, se le enterró en el cerebro como un topo.

De regreso a Londres, Faraday visitó a un médico fiable, el cual, tras enterarse de sus baños de agua fría y su indisciplinado uso de los placeres de la mesa y la bodega, le puso a régimen, lo que para él era una de las humillaciones más amargas, ya que acababa de alistarse en el despreciable ejército de los cuidadosos.

—Moderación, mi querido señor —dijo el doctor aconsejándole—. Se acabaron para usted los baños de agua fría y el oporto, y ponga límite a su insaciable apetito. Sería también recomendable que empezara a hacer un poco de ejercicio en los días de diario y reducir el de los fines de semana. Siga trabajando, jugando sus partidas y viendo a sus amigos. Pero sobre todo, moderación, y pronto volveremos a tenerle en plena forma.

De acuerdo a aquellos desagradables consejos, Faraday tomó la costumbre de regresar caminando hasta casa cada vez que acudía a cenar cerca del vecindario, y de dar un par de vueltas a la plaza antes de irse a la cama si lo hacía en casa. Aquella semana, contrariamente a la costumbre, las noches pasaron sin invitados, y la última de ellas, antes de regresar al campo, salió cojeando a eso de las once sintiéndose inquieto y mostrando una extraña aprensión hacia el futuro. Aunque la violencia del ataque había remitido, caminar seguía siendo doloroso y difícil, y sus titubeantes pasos, estaba convencido, no podían sino despertar una despreciable compasión en todos aquellos que le conocían y sabían el hombre dinámico y ágil que había sido. La noche aparecía cubierta de nubes y sofocantemente calurosa, y en el ambiente se respiraban una tensión y una opresión que iban a la par con su humor. Todos los placeres de su vida le habían sido arrebatados por aquella indisposición, y en su interior sentía con terrible seguridad que aquello no era sino la sombra de un visitante mucho más espantoso que se estaba acercando. Durante toda aquella semana, además, Alice se había comportado de una manera extraña. Parecía esperar algo, y aquella espera la llenaba de un regocijo secreto. Le vigilaba, tomaba notas, estaba alerta…

Había completado su primera ronda a la plaza y se encontraba ahora realizando la segunda, tras la cual se retiraría. Unos cien metros le separaban de su casa, y tanto la acera como la calzada aparecían completamente desiertas. Entonces, a medida que se acercaba a su puerta, vio que una figura avanzaba en su dirección; como él, cojeaba y se apoyaba en un bastón. Pero aunque hacía una semana había querido encontrarse con aquel hombre cara a cara, algo en su mente había cambiado, y ahora la perspectiva de encontrárselo le llenaba de un tembloroso terror. No había manera, en todo caso, de evitar aquel encuentro, a no ser que volviera a retroceder, y pensar que aquel hombre le estaba siguiendo le parecía algo más intolerable aún que enfrentarse a él. Entonces, mientras se encontraba a unos doce metros, vio que el otro se había detenido justo frente a su puerta, como si le estuviese esperando.

Faraday agarró sus llaves, preparado para entrar. No pensaba mirar al tipo en absoluto, sino pasar a su lado con la cabeza inclinada. Cuando apenas se encontraba a medio metro de él, el otro extendió la mano como haciendo un gesto que reclamara su detención, e involuntariamente Faraday se volvió. El hombre se encontraba junto a una lámpara, y su cara aparecía completamente iluminada. Y aquella cara era la cara de Faraday: era como si se estuviera enfrentando a su propia imagen en un espejo… Respirando dificultosamente, entró en su casa y cerró de un portazo. Allí estaba Alice, a su lado, esperándole, con toda seguridad.

—Edmund —dijo, y junto a esa misma seguridad percibió en su voz un temblor que delataba alegría—, acabo de salir para echar una carta al correo y me he encontrado con el hombre que vino el otro día a preguntar por la casa. Qué curioso.

Él se limpió los goterones de sudor frío que le invadían la frente.

—¿Le has visto bien? —preguntó—. ¿Cómo era?

Ella dejó escapar su risa bovina, y sus ojos brillaron alegres.

—¡Es algo de lo más extraordinario! —dijo—. Se te parece tanto que llegué a hablarle antes de darme cuenta de que no eras tú. Su modo de andar, su complexión, su rostro: todo. ¡Extraordinario! Bueno, me voy a la cama. Ya es tarde, pero pensé que querrías saber que estaba por aquí, por si acaso querías charlar con él. Me pregunto quién será y qué querrá. ¡Felices sueños!

A pesar de aquellos buenos deseos, Faraday no durmió bien en absoluto. Siguiendo su costumbre, había abierto completamente las ventanas antes de acostarse, y estaba quedándose dormido cuando oyó en el exterior unos pasos irregulares y el sonido de un bastón golpeando contra el suelo; su propio paso, podría haber pensado, y el sonido de su propio bastón. Se paseaba frente a su casa, de un lado a otro, patrullando su reducido perímetro. A veces cesaba durante un rato, pero tan pronto como el sueño empezaba a rondarle empezaba de nuevo. ¿Debería mirar, se preguntaba, y ver si había alguien ahí? Desechó la idea, ya que la perspectiva de volver a mirarse a sí mismo, a su propia cara y a su propio cuerpo, le inundaba la frente de sudor. Finalmente, incapaz de seguir soportando aquella vigilia, se asomó a la ventana. Desde un extremo al otro, hasta donde le alcanzaba la vista, la plaza estaba vacía salvo por la presencia de un policía que realizaba su ronda en silencio, iluminándose con su linterna.

El doctor Inglis le visitó al día siguiente. Desde su última cita, había examinado las radiografías de la articulación dañada, y podía ofrecerle nuevos detalles. No había rastros de artritis; un reumatismo muscular, el cual sin duda desaparecería con el apropiado tratamiento, era todo el achaque. De modo que Faraday se dirigió a su oficina, mientras que el doctor se quedó para hablar con Alice, ya que, según le había confesado jovialmente el primero, sospechaba que no iba a ser un paciente demasiado obediente, y que debería decirle a su hermana cuáles eran sus instrucciones respecto a la comida y los medicamentos.

—Físicamente no tiene ningún problema demasiado grave, señorita Faraday —dijo—, pero hay algo que quiero consultarle. Le he encontrado muy nervioso y estoy seguro de que quería contarme algo, pero no se ha decidido a hacerlo. Debería haber superado este reumatismo hace días, pero tiene algo en la mente que está minando su vitalidad. ¿Tiene usted idea, en completa confidencialidad, por supuesto, de qué podría tratarse?

Ella lanzó un pequeño balido, riendo.

—Ya sé que no está bien que me ría, doctor Inglis —dijo—, pero es que me alivia tanto saber que no le pasa nada malo a mi querido Edmund… Sí, hay algo que le preocupa… ¡Caramba, es algo tan ridículo que apenas puedo hablar de ello!

—Pero quiero saberlo.

—Bueno, se trata de un tullido al que ha visto en varias ocasiones. Yo también le he visto, y lo más extraño es que es exactamente igual a Edmund. Anoche se lo encontró frente a la casa y entró… bueno, con un aspecto horrible.

—¿Y cuándo le vio por primera vez? Apuesto a que fue después de que le asaltara esta cojera.

—No. Fue antes. Ambos le vimos antes. Era como si… ¡va a sonar tan tonto!… como si esta especie de doble suyo le hubiera mostrado lo que iba a sucederle.

Había regocijo y placer en su voz. Y qué desaliñada y grosera resultaba su apariencia con aquel mechón de pelo gris revuelto sobre su frente y sus manos descuidadas. El doctor Inglis sintió disgusto: se preguntó si estaría del todo bien de la cabeza.

Ella se agarró una rodilla con aquellos dedos largos y huesudos.

—De modo que eso es lo que le turba. Oh, le conozco perfectamente —dijo—. A Edmund le aterroriza ese hombre. No sabe lo que es. No
quién es,
sino
qué es.

—¿Pero qué es lo que hay que temer? —preguntó el doctor—. El tullido no es producto de su alterada imaginación, ya que también usted le ha visto. Es un ser humano normal y corriente.

Ella se rió de nuevo y palmeó como una niña complacida.

—¡Oh, por supuesto, así debe ser! —dijo—. De modo que no hay nada que temer. ¡Espléndido! Tengo que decírselo a Edmund. ¡Qué alivio! Y en cuanto a las reglas que usted le ha impuesto, sobre la comida y toda eso, seré muy estricta con él. Comprobaré que hace exactamente lo que le ha dicho. Seré implacable.

Durante una semana o dos, Faraday no volvió a ver a aquel visitante no bienvenido, pero no le olvidó, y en algún lugar de su cerebro, bien enterrada, permanecía aquella sensación de miedo. Entonces llegó una noche en la que había estado fuera cenando con unos amigos: la comida y el vino eran excelentes, y los otros se habían burlado de él por su condición de abstemio, de modo que relajó un poco sus restricciones y disfrutó de una noche alegre, como en los viejos tiempos. Le parecía haber escapado de la sombra que se había cernido sobre él, y regresó caminando a casa de buen humor, cojeando y apoyándose en su bastón, pero con bastante más energía que en los días anteriores. Debía levantarse por la mañana temprano, ya que se aproximaba la asamblea general de su compañía y al día siguiente tenía que acabar de escribir su discurso para los accionistas. Les ofrecería una agradable media hora; los almacenes Faraday habían conseguido un doce por ciento libre de impuestos y un cinco por ciento en el incremento de beneficios.

Tomó un atajo a través de la oscura callejuela en la que había residido su padre durante sus últimos años de enfermedad, y sus pensamientos retrocedieron, con el sentimiento de una carga liberada, a la última vez que le había visto vivo, sentado en su silla de ruedas en el jardín de la plaza, mientras Alice le leía. Edmund se había acercado hasta el jardín para charlar con él, pero su padre sólo le había mirado con malevolencia desde sus hundidos ojos, farfullando y murmullando desde su barba. Era como un mono viejo, pensó Edmund, desdentado, furioso y débil, y entonces, súbitamente, le había golpeado con la mano que aún podía mover. Edmund le había respondido ofreciéndole el lado más agresivo de su labia; le había dicho que más le valía comportarse mejor si no quería que le retirase su pensión. ¡Vaya una manera más agradable de comportarse con un hijo que le había dado hasta el último penique que tenía!

De este modo, meditando agradablemente, salió de aquel desagradable callejón y se aproximó a la plaza. Aquella noche había bastante gente, los coches recorrían una y otra dirección y un taxi se había detenido en la casa que había al lado de la suya, privándole de cualquier otra visión de la calle. Al sobrepasarlo vio que justo debajo de la lámpara, frente a su propia puerta, había una silla de ruedas vacía. Detrás de ella, como si fuera a empujarla cuando su ocupante estuviera preparado, se alzaba un viejo de barba blanca y desordenada. Observándole, Edmund pudo ver sus ojos hundidos y su boca balbuceante, y entonces lo reconoció. Las llaves se le escaparon de la mano, pero sin detenerse para recogerlas se abalanzó sobre las escaleras y, en un acceso de pánico incontrolable, empezó a llamar al timbre y al aldabón de la puerta además de golpearla con sus propias manos. Oyó pasos en el interior, y allí estaba Alice. La empujó y se derrumbó sobre una silla del recibidor. Antes de que ella cerrase la puerta y se le acercara, sonrió y besó la mano de alguien que esperaba en el exterior.

Con dificultad consiguieron subirle hasta su habitación, ya que aunque hasta entonces se hubiera mostrado activo, todas las fuerzas parecían haberle abandonado, los huesos le bailaban en sus articulaciones, y ascendió las escaleras balanceándose y retorciéndose cada vez que subía un escalón. Siguiendo sus directrices, Alice cerró con cerrojo las ventanas y echó las cortinas; él no dijo ni una sola palabra sobre lo que había visto, pero no hacía falta que lo hiciera.

Después de dejarle, ella se retiró a su propia habitación, alerta y ansiosa, ya que ¿quién podía saber lo que podría pasar antes de que llegara el día? Qué inteligente había sido dejando el trabajo en otras manos: no había tenido más que concentrarse y pensar, y ahora podía contemplar cómo sus pensamientos y la fuerza que había permanecido oculta detrás de ellos empezaban a tomar forma en el mundo material. El terror, ese gran mecanismo destructivo, tenía atenazado a Edmund, el cual había quedado atrapado entre su maquinaria y estaba siendo arrastrado hacia sus implacables tornos. Y aun así, ella no debía interferir: debía seguir odiándole y deseándole males. Qué momento tan maravilloso había resultado aquel en el que había aporreado la puerta, frenético de terror, y cuando al abrirla había visto la destartalada silla de ruedas y a su padre detrás de ella. Apenas pudo dormir aquella noche, pero yació feliz y preguntándose, reconfortada y tensa, si la fuerza podría volver a reunirse en cualquier momento para otorgar el golpe que acabara de una vez por todas con todo. Pero la breve y cálida noche de verano pronto se convirtió en día, y ella retomó las tareas de la casa, de modo que todo resultara lo más cómodo posible para Edmund.

En aquel momento bajó su criado, con orden de telefonear al doctor Inglis. Después de que el doctor le viera, solicitó volver a hablar con Alice. Esta repetición de su entrevista le resultó tan encantadora… Era como la repetición de un fraseo musical en una sinfonía, amplificado e interpretado por más instrumentos, ya que el punto de vista que sobre su paciente le ofreció fue mucho más pesimista. Aquella repentina rigidez de las articulaciones no podía ser explicada mediante causas físicas, y además había llegado acompañada de una acentuada pérdida de energías que no podía ser explicada con ninguna lesión corporal. Ciertamente había recibido un
shock
tremendo, mas no quería hablar de ello. De nuevo el doctor le preguntó si sabía algo al respecto, pero todo lo que ella le pudo decir fue que había llegado la noche anterior en un estado de terror absoluto y de colapso completo. Además, había otra cosa. Estaba muy preocupado por el discurso que debía dar en su asamblea general. Era importantísimo que descansara y durmiera, y mientras aquel discurso ocupara su mente, evidentemente no podría conseguirlo. Estaba determinado a levantarse para descender a su estudio, donde tenía los papeles necesarios. Con la ayuda de su criado, podría llegar hasta allí, y cuando su trabajo estuviese acabado, podría descansar tranquilamente. El doctor Inglis regresaría por la tarde para volver a examinarle: también sería recomendable que pasara una o dos semanas en una casa de reposo. Le dijo a Alice que le vigilara intermitentemente, y que si algo la alarmaba enviara a alguien a avisarle. Enseguida volvió al piso de arriba para ayudar a Edmund a bajar, y entonces se oyeron los ruidos de unas pesadas pisadas, y los crujidos del pasamanos, como si un peso muerto se estuviese deslizando sobre él. Aquello le trajo a Alice a la memoria el recuerdo del funeral de su padre, y del momento en el que habían descendido su ataúd por las estrechas escaleras de la pequeña casa que la generosidad de su hijo les había proporcionado.

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