El sastre de Panamá (21 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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Después envió una tarjeta a Rafi Domingo, sabiendo de antemano que su esposa no acudiría porque no lo acompañaba a ninguna parte, así de calamitoso era aquel matrimonio. Y al día siguiente, cómo no, llegó un enorme ramo de rosas, por valor de unos cincuenta dólares, y una tarjeta adjunta con un caballo de carreras estampado y una frase de Rafi donde, de su puño y letra, contestaba que él iría con sumo placer, querida Louisa, pero lamentablemente su esposa tenía otras obligaciones. Y Louisa interpretó con todo acierto el significado de aquellas flores, pues ninguna mujer menor de ochenta años escapaba a las insinuaciones de Rafi; según las habladurías, había renunciado al uso del calzoncillo a fin de mejorar su tiempo y capacidad de movimiento. Y lo vergonzoso —tenía que admitir Louisa si se sinceraba consigo misma, cosa que por lo común sólo ocurría después de dos o tres vodkas— era que lo encontraba desconcertantemente atractivo. Para terminar telefoneó a Donna Oakley, tarea que había dejado aposta para el último momento, y Donna contestó: «¡Carajo, Louisa, será un
gustazo
!», respuesta a la altura de sus modales. ¡Valiente grupo!

El temido día llegó, y Harry por una vez volvió a casa temprano, cargado con unos candelabros de porcelana de dos o trescientos dólares comprados en Ludwig, champán francés comprado en Motta, y una pieza entera de salmón ahumado comprada en algún otro sitio. Y al cabo de una hora se presentó un equipo de pomposos camareros y cocineros, dirigido por un engreído gigoló argentino, y tomó posesión de la cocina de Louisa porque, según Harry, sus criadas no eran dignas de confianza. De pronto Hannah cogió una pataleta de mil demonios cuya causa Louisa fue incapaz de adivinar: ¿No vas a ser amable con el señor Delgado, cielo? Al fin y al cabo, es el jefe de mamá e íntimo amigo del presidente. Y además va a salvar el Canal, y sí, también la isla de Todo Tiempo. Y no, Mark, gracias, no es la ocasión idónea para que nos toques
Lazy Sheep
al violín; los señores Delgado estarían encantados de escucharte pero los otros invitados no.

Entonces entra Harry y dice, vamos, Louisa, déjalo tocar; pero Louisa se mantiene firme y prorrumpe en uno de sus monólogos, que salen a borbotones de su boca, que escapan a su control, sin que ella pueda hacer otra cosa que oírse y gemir: Harry, no entiendo por qué cada vez que doy una orden a mis hijos vienes tú y me contradices sólo para demostrar que eres el señor de la casa. Ante lo cual Hannah empieza a gritar de nuevo y Mark se encierra en su habitación y toca
Lazy Sheep
ininterrumpidamente hasta que Louisa llama a su puerta y anuncia: «Mark, los invitados llegarán de un momento a otro», lo cual es cierto, pues el timbre suena en ese preciso instante y hace su aparición Rafi Domingo, con su olor a loción corporal, su insinuante mirada de sátiro, sus patillas y sus zapatos de piel de cocodrilo. Ni aun los mayores esfuerzos de Harry por vestirlo con elegancia conseguían camuflar aquel aire de macho latino de la peor especie; sólo por la brillantina, el padre de Louisa lo habría echado a la calle por la puerta de atrás.

E inmediatamente después entran los Delgado y, casi a la vez, los Oakley, una prueba más de la anormalidad de la reunión, ya que en Panamá
nadie
llega puntualmente a menos que se trate de ocasiones muy formales. Y de súbito todo está ya en marcha, y Ernesto sentado a la derecha de Louisa con el aspecto del sabio y bondadoso mandarín que es: sólo agua, Louisa, gracias; no soy un gran bebedor, me temo. A lo cual Louisa, que a esas alturas aventaja ya a todos los presentes en dos generosas copas tomadas en la intimidad de su cuarto de baño, responde que, para ser sincera, tampoco lo es ella, y que siempre ha pensado que la bebida echa a perder muchas veladas. Pero la señora Delgado, sentada a la derecha de Harry, oye el comentario y esboza una peculiar sonrisa de incredulidad, como si ella supiese de buena tinta que la realidad es otra.

Entretanto Rafi Domingo, a la izquierda de Louisa, reparte su atención en dos polos: estregar el pie descalzo contra la pierna de Louisa cada vez que ella lo consiente —con ese propósito se ha quitado el zapato de piel de cocodrilo— y abismar la mirada en la delantera del vestido de Donna Oakley, cortado con el mismo patrón que los de Emily, es decir, con los pechos levantados como pelotas de tenis y el vértice del escote apuntando en dirección sur hacia lo que el padre de Louisa, en estado de ebriedad, llamaba la zona industrial.

—¿Sabes qué es para mí tu mujer, Harry? —pregunta Rafi en un trabalenguas de deplorable
spanglish
. Esa noche, en consideración a los Oakley, la lengua franca es el inglés.

—No le hagas caso —ordena Louisa.

—¡Es mi conciencia! —Una estridente carcajada con todos los dientes y trozos de comida a la vista—. ¡Y lo curioso es que no sabía que tuviese hasta que la he conocido a ella!

Y encuentra tan graciosa esta humorada que todos deben brindar por su conciencia mientras alarga el cuello para obsequiarse con otra ración del escote de Donna y acaricia con los dedos del pie la pantorrilla de Louisa, lo cual la pone furiosa y cachonda al mismo tiempo: Emily, te odio; Rafi, déjame en paz, degenerado, y aparta ya los ojos de Donna; y por Dios, Harry, ¿por fin vas a echarme un polvo esta noche?

Los motivos de Harry para incluir a los Oakley en la velada fue otro misterio para Louisa hasta que recordó que Kevin se había embarcado en cierta actividad especulativa relacionada con el Canal, ya que era comerciante de algo, y por lo demás lo que el padre de Louisa llamaba un condenado estafador yanqui. Su esposa Donna, entretanto, se dedicaba a mantenerse en forma con los vídeos de Jane Fonda, salir a correr con un pantalón corto de vinilo y menear el culo para disfrute de cualquier apuesto joven panameño que se prestase a empujarle el carrito de la compra en el supermercado, y según rumores, no sólo el carrito.

Y Harry, desde el momento mismo que se sentaron a la mesa, se empecinó en hablar sobre el Canal, primero tratando de sonsacar a Delgado, que respondió con las discretas trivialidades propias de su condición, y luego incitando a intervenir en la conversación al resto de los comensales, tanto si tenían algo que aportar como si no. Sus preguntas a Delgado eran tan zafias que Louisa se sintió abochornada. Sólo el pie errante de Rafi y la clara conciencia de que estaba un poco más sedada de lo conveniente le impidieron decir: «Harry, el señor Delgado es mi jefe, no el tuyo, joder. Así que ¿por qué no dejas de hacer el gilipollas, eh, mamón?». Pero ése era el vocabulario de Emily la Puta, no el de Louisa la Virtuosa, que nunca empleaba palabras soeces, o al menos no delante de los niños y en ningún caso cuando estaba sobria.

No, replicó Delgado cortésmente al bombardeo de Harry; no se habían negociado acuerdos durante la gira presidencial, pero sí se habían propuesto algunas ideas interesantes. Existía un clima general de cooperación, Harry; la buena voluntad era esencial.

Bien hecho, Ernesto, pensó Louisa, dile que corte ya de una vez.

—Aun así, todo el mundo sabe que los japoneses van detrás del Canal, ¿o no es así, Ernie? —dijo Harry, derivando hacia absurdas generalizaciones sin el menor conocimiento de causa—. La cuestión es saber por dónde nos van a salir. ¿Tú que piensas, Rafi?

Los dedos envueltos en seda del pie de Rafi hurgaban en la corva de Louisa, y el escote de Donna se abría como la puerta de un granero.

—Te diré qué pienso de los japoneses, Harry. ¿Quieres saber qué pienso de los japoneses? —respondió Rafi con su voz vibrante de subastador mientras reunía a su público.

—Claro que sí, Rafi —aseguró Harry obsequiosamente.

Pero Rafi requería la atención de todos los presentes.

—Ernesto, ¿quieres saber qué pienso de los japoneses?

Delgado, deferente, expresó su interés por oír la opinión de Rafi sobre los japoneses.

—Donna, ¿quieres saber qué pienso de los japoneses?

—Dilo ya de una vez, Rafi, por Dios —prorrumpió Oakley, irritado.

Pero Rafi seguía acaparando público.

—¿Louisa? —preguntó, haciéndole cosquillas en la corva con los dedos del pie.

—Diría que estamos todos pendientes de tus palabras, Rafi —contestó Louisa en su papel de encantadora anfitriona y hermana puta.

Así que por fin Rafi emitió su dictamen sobre los japoneses.

—¡Lo que yo creo es que esos cabrones de japoneses inyectaron una dosis doble de valium a mi caballo
Dolce Vita
antes de la carrera principal del fin de semana pasado! —clamó, y estalló en tales carcajadas por su propio chiste, irradiando el brillo de tantos dientes de oro, que su público no pudo menos que reír con él, siendo Louisa la más efusiva, seguida muy de cerca por Donna.

Pero Harry no se dejó distraer. Al contrario, abordó el tema que, como bien sabía, más alteraba a su esposa: ni más ni menos que el inminente destino de la antigua Zona del Canal.

—Porque hay que admitirlo, Ernie, os va caer en las manos de la noche a la mañana un buen pedazo de tierra de primera calidad. Más de mil doscientos kilómetros cuadrados de jardín norteamericano, cuidado y regado como el Central Park, más piscinas que en todo Panamá junto… Uno no puede evitar preguntarse qué va a ser de todo eso. Y no sé si la idea de la Ciudad del Saber sigue siendo el plato fuerte, Ernie. Según algunos de mis clientes, no tendría mucho futuro, una universidad en medio de la selva. Cuesta imaginarse a un distinguido profesor que considerase eso la cima de su carrera. No sé si estarán equivocados, mis clientes. —Estaba quedándose sin palabras, pero como nadie salió en su auxilio, continuó—: Supongo que todo depende de cuántas bases militares abandone Estados Unidos al final del día, ¿no? Pero para saberlo, por lo que parece, necesitaríamos una bola de cristal. Tendríamos que pinchar las líneas secretas del Pentágono para conocer la respuesta a ese acertijo, diría yo.

—Tonterías —lo interrumpió Kevin—. Eso ya se lo han repartido todo entre cuatro listillos hace años, ¿o no, Ernie?

Un aterrador vacío cayó sobre ellos. El delicado rostro de Delgado se quedó sin color ni expresión. Nadie sabía qué decir, a excepción de Rafi que, indiferente a todo clima, interrogaba desenfadadamente a Donna sobre su maquillaje para recomendárselo a su esposa. Intentaba asimismo meter el pie entre las piernas de Louisa, que las había cruzado en actitud defensiva. De pronto Emily la Bruja halló las palabras que Louisa la Inmaculada reprimía por decoro, y éstas empezaron a brotar de su boca, primero en una serie de declaraciones testimoniales, luego en un aluvión imparable inducido por el alcohol.

—Kevin, no entiendo qué insinúas. El doctor Delgado ha defendido siempre la conservación del Canal. Si no te habías enterado, es porque Ernesto, en su modestia y cortesía, ha preferido no decírtelo. Tú, por tu parte, has venido a Panamá con la única intención de amasar fortuna a costa del Canal, un objetivo para el que no fue creado. La única manera de sacar provecho del Canal es destruyéndolo. —Su voz fue desbocándose a medida que enumeraba los crímenes que Kevin había maquinado—. Talando los bosques. Privándolo del agua de los ríos. Descuidando el mantenimiento de su maquinaria y su estructura al nivel exigido por nuestros antepasados. —Su voz se tornó áspera y nasal. Louisa la oía pero era incapaz de hacerla callar—. Por tanto, Kevin, si tienes la imperiosa necesidad de enriquecerte vendiendo las grandes gestas de insignes norteamericanos, te sugiero que vuelvas a San Francisco y le vendas el Golden Gate a los japoneses. Y Rafi, si no me quitas la mano del muslo ahora mismo, voy a clavarte un tenedor en los nudillos.

Tras lo cual todos decidieron de pronto que no podían quedarse más tiempo. Los esperaban su hijo enfermo, su canguro, su perro, o cualquier cosa que se hallase a una distancia prudencial de donde estaban en ese momento.

¿Y qué se le ocurre a Harry después de apaciguar a sus invitados, acompañarlos a sus coches y despedirse de ellos desde la puerta de la casa? Nada menos que dirigir un discurso a la junta directiva.

—Hay que expandirse, Lou, he ahí la cuestión. —Abrazándola y dándole unas palmadas en el hombro—. Cultivar la clientela. —Enjugándole los ojos con su pañuelo de hilo irlandés—. En estos tiempos es la expansión o la muerte, Lou. Ya ves cómo acabó el bueno de Arthur Braithwaite. Primero se le escapó de las manos el negocio, luego la vida. No querrás que eso me pase a mí, ¿verdad? Así que expandámonos. Abramos el club. Relacionémonos. Promocionémonos, porque así debe ser. ¿De acuerdo, Lou?

Pero sus paternales atenciones han endurecido a Louisa, que se zafa de él.

—Harry, hay otras maneras de morir. Quiero que pienses en tu familia. Conozco demasiados casos, y tú también los conoces, de hombres de cuarenta años que han sufrido infartos y otras enfermedades relacionadas con el estrés. Y me sorprende que tu sastrería no esté ya en expansión, pues recientemente te he oído hablar mucho de mayores ventas y resultados. Pero si de verdad te preocupa el futuro, y todo eso no es sólo un pretexto, recuerda que siempre podemos echar mano del arrozal, y sin duda todos preferiríamos pasar estrecheces, ejercitando la abstinencia cristiana, a seguir el tren de vida de tus amigos ricos e inmorales y perderte en el camino.

Al oír sus palabras, Pendel la envuelve en un feroz abrazo y promete volver pronto a casa mañana, y quizá llevar a los niños a la feria o al cine. Y Louisa solloza y dice, eso, Harry, vayamos todos juntos. Vayamos. Pero el plan se frustra. Porque cuando llega mañana, él recuerda la recepción prevista para la delegación comercial brasileña —muchos personajes importantes, Lou—, ¿por qué no vamos mañana? Y cuando llega ese otro mañana, lo siento, Lou, pero tengo una cena en tal club donde acaban de aceptarme como miembro. Han preparado una fiesta por todo lo alto para unos peces gordos mejicanos, y por cierto ¿era el último
Spillway
lo que he visto en tu escritorio?

Pues así se llama,
Spillway
, el boletín informativo del Canal.

Y el lunes tuvo lugar la inevitable llamada semanal de Naomi. Por su voz, Louisa dedujo de inmediato que tenía alguna noticia trascendental. Se preguntó qué sería esta vez. Adivina a quién se llevó Pepe Kleeber en su viaje de negocios a Houston la semana pasada, quizá. O ¿te has enterado de lo de Jaqui López y su profesor de equitación? O ¿a que no sabes a quién visita Dolores Rodríguez cuando dice a su marido que va a reconfortar a su madre después de su operación de
bypass
? Pero en esta ocasión Naomi no sacó a relucir ninguno de esos asuntos, y mejor así, porque Louisa estaba dispuesta a colgarle si lo hacía. Naomi sólo deseaba conocer las buenas nuevas de la encantadora familia Pendel. ¿Cómo le iba a Mark con su examen de violín? ¿Y si era cierto que Harry iba a comprarle a Hannah su primer poni? ¿Lo era? Louisa, Harry es el hombre más generoso del mundo. ¡El mezquino de mi marido tendría que tomar ejemplo! Sólo cuando habían terminado de pintar entre las dos el empalagoso cuadro de la delirante felicidad de la familia Pendel comprendió Louisa que Naomi estaba compadeciéndose de ella.

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