El sastre de Panamá (17 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: El sastre de Panamá
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—Gully, ¿a que sería gracioso que existiese un secretísimo plan británico para convertir el Canal en una piscifactoría? —preguntó Maltby con burdo sentido del humor al menudo e impecablemente ataviado teniente Gulliver de la marina real, retirado, agregado administrativo de la embajada—. Los alevines en las esclusas de Miraflores, los medianos en las de Pedro Miguel, los crecidos en lago Gatún. Creo que es una idea brillante.

Gully soltó una estentórea carcajada. La administración era la última de sus preocupaciones. Su misión consistía en colocarle tantas armas inglesas como fuese posible a cualquiera con suficiente dinero de las drogas para pagarlas, y las minas de tierra eran su especialidad.

—Una idea brillante, embajador, brillante —prorrumpió con su habitual estridencia cuartelera a la vez que se sacaba un pañuelo de lunares de la manga y se limpiaba enérgicamente la nariz—. A propósito, este fin de semana he capturado un salmón magnifico. Diez kilos pesaba el muy cabrón. Tuve que pasarme dos horas en coche para pescarlo, pero mereció la pena hasta el último kilómetro.

Gulliver había intervenido en la guerra de las Malvinas, ganando una condecoración, Desde entonces, por lo que Stormont sabía, no había regresado al Viejo Continente. A veces, cuando se emborrachaba, alzaba una copa por «una paciente dama del otro lado del charco» y exhalaba un suspiro. Pero era un suspiro de gratitud más que de privación.

—¿Consejero
político
? —repitió Stormont. Debía de haber levantado la voz más de lo que creía. Quizá se había quedado traspuesto. Tras pasar toda la noche en vela atendiendo a Paddy no sería de extrañar—. El consejero político soy yo, embajador. La asesoría política forma parte de las competencias del ministro consejero. ¿Por qué no lo han asignado a mi sección, como corresponde? Niéguese. No ceda.

—Lamentablemente no hay nada que hacer, Nigel. Es un hecho consumado —respondió Maltby. El aleccionador tonillo de sus relinchos siempre crispaba a Stormont—. Dentro de ciertos parámetros, claro está. Ya envié un fax a Personal con una prudente objeción. En una nota que pasa de mano en mano, uno no puede decir gran cosa. Y hoy en día enviar mensajes codificados acarrea un coste astronómico. Es por todas esas máquinas y mujeres inteligentes, supongo. —La mueca dio paso a otra refrenada sonrisa en dirección a Francesca—. Pero uno defiende su parcela, naturalmente. Su respuesta fue ni más ni menos la que cabía esperar. Comprensivos con nuestro punto de vista pero inflexibles. Lo cual en cierto modo es lógico. Al fin y al cabo, si uno estuviese en el Departamento de Personal, respondería lo mismo. Quiero decir que tampoco ellos tienen elección, ¿no? Dadas las circunstancias.

En la palabra «circunstancias», añadida como una posdata, detectó Stormont el primer indicio de la verdad, pero el joven Simon Pitt se le adelantó. Simon era alto, rubio y travieso, y llevaba el pelo recogido en una coleta que la autoritaria esposa de Maltby le había ordenado, en vano, que se cortase. Acababa de incorporarse a la embajada y se ocupaba de todo aquello que nadie más quería: visados, información, ordenadores bloqueados, súbditos británicos establecidos en Panamá, y de ahí para abajo.

—Quizá podría pasarle algunas de mis tareas, embajador —propuso con descaro, levantando una mano para expresar su oferta—. ¿Qué tal, para empezar,
Los sueños de Albión
? —añadió, aludiendo a una colección itinerante de acuarelas de la primera etapa del gótico inglés que en ese momento se pudría en un cobertizo de las aduanas panameñas para desesperación del Consejo Británico de Londres.

Maltby escogió las palabras con más minuciosidad aún que de costumbre.

—No, Simon, lamentablemente no creo que pueda ocuparse de
Los sueños de Albión
, gracias —contestó, cogiendo un clip y desplegándolo con sus huesudos dedos mientras reflexionaba—. Osnard no es en rigor uno de los nuestros, ¿comprendes? Es más bien uno de
ellos
, ¿me explico?

Ni siquiera entonces, asombrosamente, Stormont extrajo la conclusión obvia.

—Disculpe, embajador, pero no lo entiendo. Uno ¿de
quiénes
? ¿Trabaja con contrato o algo así? —Lo asaltó una horrenda sospecha—. ¿No lo habrán reclutado de la empresa privada?

Maltby lanzó un suspiro de paciencia sobre el clip.

—No, Nigel, que yo sepa no lo han reclutado de la empresa privada. Puede que así sea. No me consta que no sea así. No sé nada de su pasado y casi nada de su presente. En cuanto a su futuro, también es para mí un libro cerrado. Es un Amigo. Aclaremos, no un verdadero amigo, aunque esperemos que a su debido tiempo llegue a serlo. Es uno de esos amigos. ¿Comprendes ahora? —Guardó silencio por un instante para dar tiempo de asimilar la información a mentes menos ágiles que la suya—. Es del otro lado del
parque
, Nigel. Mejor dicho, del río. Se han trasladado, según he oído decir. Lo que antes era un parque ahora es un río.

Stormont recuperó el habla.

—¿Quiere decir que los Amigos abren aquí un puesto? ¿En Panamá? No es posible.

—¡Qué interesante! —replicó Maltby—. ¿Y por qué no?

—Se marcharon. Lo dejaron correr. Cuando terminó la guerra fría, desmontaron el tenderete y cedieron el espacio a Estados Unidos. Existe un acuerdo de mutua comunicación, siempre y cuando se mantengan a distancia. Yo mismo pertenezco al comité conjunto que supervisa el tráfico de información.

—Así es, Nigel. Y realizas una meritoria labor, si me permites decirlo.

—¿Qué ha cambiado, pues? —preguntó Stormont.

—Las circunstancias, cabe suponer. La guerra fría terminó, y por consiguiente los Amigos se marcharon. Ahora la guerra fría empieza de nuevo y los americanos se van. Son sólo conjeturas, Nigel. Yo no sé nada. Sé tanto como tú. Han solicitado su antigua parcela. Y nuestros jefes han accedido.

—¿Cuántos serán?

—De momento uno. Si los resultados les satisfacen, sin duda enviarán alguno más. Quizá asistamos nuevamente a aquellos vertiginosos tiempos en que la principal función del servicio diplomático era encubrir sus actividades.

—¿Se ha informado a los americanos?

—No, y no deben saberlo. La misión de Osnard ha de quedar entre nosotros.

Stormont digería aún la noticia cuando Francesca rompió el silencio. Fran era una mujer práctica. A veces demasiado.

—¿Trabajará aquí en la embajada? Físicamente, quiero decir.

Al dirigirse a Francesca, Maltby cambiaba el tono de voz, así como la expresión. Empleaba algo a mitad de camino entre mandato y caricia.

—Sí, Fran, claro. Físicamente y a todos los efectos.

—¿Tendrá personal a su cargo?

—Nos han pedido que le proporcionemos un ayudante, Fran.

—¿Hombre o mujer?

—Eso está por verse. En cualquier caso, cabe suponer, no será la persona seleccionada quien lo decida, aunque en estos tiempos nunca se sabe. —Una sonrisa.

—¿Qué rango tiene? —Esta vez la pregunta procedía de Pitt.

—¿Acaso los Amigos tienen rango, Simon? ¡Qué gracioso! Yo siempre he considerado su condición un rango en sí mismo. ¿No estás de acuerdo? Estamos todos
nosotros
, y después están todos
ellos
. Posiblemente ellos vean las cosas de manera distinta. Estudió en Eton. Es curioso, qué datos nos facilitan y qué datos nos ocultan. Así y todo, no debemos prejuzgarlo.

Maltby se había formado en Harrow.

—¿Habla español? —quiso saber Francesca.

—Con soltura, según me han dicho, Fran. Pero las lenguas nunca me han parecido garantía de nada. Para mí, un hombre capaz de decir necedades en tres idiomas distintos es tres veces más necio que un hombre que está limitado a un solo idioma.

—¿Cuándo llega? —preguntó Stormont.

—El viernes día 13, muy atinadamente. Mejor dicho, el 13 es la fecha en que se me ha comunicado que llegará.

—Eso es a ocho días vista —protestó Stormont.

El embajador alargó el cuello hacia un calendario en que aparecía la reina con un sombrero de plumas.

—¿Ah, sí? Bueno, bueno. Pues que así sea.

—¿Está casado? —preguntó Simon Pitt.

—No que yo sepa, Simon.

—¿Significa eso que no? —Otra vez Stormont.

—Significa que no me han informado al respecto, y como él ha pedido alojamiento de soltero, doy por sentado que, tenga o no pareja, vendrá solo.

Maltby extendió los brazos y, doblándolos cuidadosamente, cruzó las manos tras la nuca. Aunque extravagantes, sus gestos rara vez carecían de significado. Aquél en concreto indicaba que se acercaba la hora de su partido de golf y la reunión estaba a punto de concluir.

—Por cierto, Nigel, es un nombramiento en firme, no algo temporal. —Con cierto optimismo, añadió—: A menos que lo echen del país, claro. Fran, querida, el Foreign Office espera con impaciencia aquel memorándum preliminar del que hablamos. Si no es mucho pedir, ¿podrías robarle unas horas al sueño esta noche, o ya te has comprometido?

De nuevo la sonrisa voraz, tan triste como la vejez.

—Embajador.

—Vaya, Nigel. ¿Qué hay?

Era un cuarto de hora más tarde. Maltby guardaba unos documentos en su caja fuerte. Stormont lo había sorprendido a solas. A Maltby no le complacía.

—¿Qué clase de información se supone que va a cubrir Osnard? Deben de habérselo dicho. Me cuesta creer que les haya firmado un cheque en blanco.

Maltby cerró la caja fuerte, quitó la combinación, se irguió y consultó su reloj.

—Pues me temo que así ha sido. ¿Para qué iba a resistirme? De todos modos harán lo que quieran. No es culpa del Foreign Office. A Osnard lo apadrina una poderosa agencia interministerial. No podía negarme.

—¿Y cómo se llama esa agencia?

—Planificación y Realización. Nunca se me habría ocurrido pensar que fuésemos capaces de lo uno o de lo otro.

—¿Quién está al frente?

—Nadie. Yo pregunté lo mismo, y eso me contestó el Departamento de Personal. Debo aceptarlo y dar las gracias. Y eso sirve también para ti.

Nigel Stormont se hallaba sentado en su despacho, cribando la correspondencia. En su día se había granjeado cierta fama de hombre frío en situaciones de presión. Cuando estalló el escándalo en Madrid, se reconoció de mala gana que su comportamiento había sido ejemplar. Y ésa fue su salvación, ya que cuando presentó la obligatoria carta de dimisión, el jefe del Departamento de Personal estaba más que dispuesto a aceptarla, hasta que instancias superiores lo detuvieron.

—Vaya, vaya. Las siete vidas del gato —masculló el jefe de personal desde las profundidades de su lóbrego e inmenso palacio de la antigua sede, no tanto estrechándole la mano a Stormont como palpándosela para saber a qué atenerse en el futuro—. Así que todavía no le ha llegado el cese. Lo mandan a Panamá. Lo compadezco. Lo pasará bien con Maltby, no me cabe duda. Y volveremos a hablar de usted dentro de un año o dos, ¿no? Esperaremos impacientes.

Cuando el Departamento de Personal enterró el hacha de guerra, dijeron los listillos de la sala tercera, Stormont navegaba ya hacia la tumba.

Andrew Osnard, repitió Stormont para sí. Un ave. Una bandada de osnards surca el cielo. Gully acaba de cazar un osnard. Muy gracioso. Un Amigo. Uno de
esos
amigos. Soltero. Habla español. Una condena a largo plazo a menos que consiga la remisión de la pena por mala conducta. Rango desconocido, todo desconocido. Nuestro nuevo consejero en asuntos políticos. Apadrinado por una agencia que no existe. Un hecho consumado. Aquí dentro de una semana con un ayudante de sexo indeterminado. Aquí ¿para hacer qué? ¿A quién? ¿Para reemplazar a quién? ¿A un tal Nigel Stormont? No deliraba, por más que la tos de Paddy estuviese destrozándole los nervios; al contrario, era muy realista.

Cinco años atrás habría sido inimaginable que un advenedizo anónimo del otro lado del parque, adiestrado para estar de plantón en una esquina y abrir sobres con vapor, se considerase el sustituto adecuado para un diplomático de pura cepa como Stormont. Pero eso era antes de la actual etapa de racionalización del gasto público y la tan pregonada contratación de expertos en gestión para llevar al Foreign Office agarrado del pescuezo hacia el siglo xxi.

¡Dios, cómo detestaba a aquel gobierno! Inglaterra S. A. Dirigida por un hatajo de ineptos y embusteros que no servirían ni para regentar una sala recreativa en un pueblo de mala muerte. Conservadores que despojarían al país hasta de su última bombilla con tal de conservar el poder. Que consideraban la función pública un lujo tan superfluo como la supervivencia del mundo o la sanidad, y el cuerpo diplomático el lujo más superfluo de todos. En ese clima de charlatanería y soluciones fáciles no era en absoluto inimaginable que el puesto de ministro consejero en Panamá se declarase innecesario, y a Nigel Stormont con él.

¿Para qué duplicar las funciones?, debían de graznar los gerifaltes semiautónomos de Planificación y Realización desde sus tronos de un día a la semana y treinta y cinco mil libras al año. ¿Para qué vamos a tener a un tipo haciendo el trabajo delicado y a otro haciendo el trabajo sucio? ¿Por qué no reunir los dos puestos en una misma persona? Enviamos a nuestro pájaro, Osnard, y cuando conozca el terreno, sacamos de allí al otro pájaro, Stormont. Nos ahorramos un puesto de trabajo, racionalizamos un empleo, y después nos vamos todos a comer a cuenta del contribuyente.

El Departamento de Personal estaría encantado. Y Maltby también.

Stormont se paseó por el despacho, explorando las estanterías. En
Quién es Quién
no aparecía un solo Osnard. En
Debrett’s
tampoco. Y en Aves de Gran Bretaña, supuso, tampoco. La guía telefónica de Londres saltaba de Osmotherly a Osner, pero era de cuatro años atrás. Hojeó un par de antiguos libros rojos del Foreign Office, buscando algún rastro de las anteriores encarnaciones de Osnard en las embajadas de países hispanohablantes. Nada. Ni en tierra ni en vuelo. Consultó Planificación y Realización en la guía de instituciones de Whitehall. Maltby tenía razón. No existía tal agencia. Llamó por el teléfono interior a Reg, el encargado del mantenimiento, para hablar del controvertido tema de la gotera en el tejado de su casa de alquiler.

—La pobre Paddy tiene que andar poniendo moldes de pudin en la habitación de los invitados cada vez que llueve, Reg —se quejó—. Y llueve lo suyo.

Reg, inglés afincado en el país, era un empleado local y vivía con una peluquera panameña llamada Gladys. Nadie conocía a Gladys personalmente, y Stormont sospechaba que era un chico. Por decimoquinta vez tuvo que oír la historia del contratista en la quiebra, el juicio pendiente y la escasa cooperación que recibían del Departamento de Protocolo panameño.

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