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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (15 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—¿Y mi padre?

—Bajo tierra, hijo —dice Benny, sumiéndose de nuevo en la desesperación y enjugándose las lágrimas—. Tu padre, mi hermano. Donde también debería estar yo por obligarte a hacer lo que hiciste. Murió de pena, creo yo, que es lo que a mí está a punto de pasarme cada vez que te veo ahí. Aquellos vestidos de verano fueron mi ruina. No hay visión más deprimente en este mundo que quinientos vestidos de verano sin vender en pleno otoño, como cualquier
shlemiel
sabe. Cada día que pasaba, la póliza del seguro resultaba más tentadora. Me dejé arrastrar por el ejemplo de tantos otros, Harry, y peor aún, te hice llevar la antorcha por mí.

—He empezado el curso —anuncia Pendel para levantarle el ánimo cuando suena el timbre—. Voy a ser el mejor sastre del mundo. Fíjate en esto.

Y le enseña una pieza de tela que ha sacado del almacén de la cárcel y ha cortado a medida.

En su siguiente visita el tío Benny, movido por los remordimientos, le entrega una estampa de la Virgen María en un marco de latón que, según él, le trae recuerdos de su infancia en Lvov, cuando se escabullía del gueto para ir a ver rezar a los
goyim
. Y ahora está con él, junto a su cama de Bethania, sobre la mesilla de roten al lado del despertador, y lo observa con su difuminada sonrisa irlandesa mientras se despoja del uniforme de recluso empapado en sudor y se desliza entre las sábanas para compartir el inocente sueño de Louisa.

Mañana, piensa. Se lo diré mañana.

—Harry, ¿eres tú?

Mickie Abraxas, el gran revolucionario clandestino y héroe secreto de los estudiantes, con una borrachera lúcida a las tres menos diez de la madrugada, jurando por Dios que iba a matarse porque su mujer lo había echado de casa.

—¿Dónde estás? —preguntó Pendel, sonriendo en la oscuridad, pues Mickie, por más problemas que causase, sería siempre un compañero de celda.

—En ninguna parte. Soy un vagabundo.

—Mickie.

—¿Qué?

—¿Dónde está Ana?

Ana era la actual
chiquilla
de Mickie, una mujer briosa y realista, amiga de la infancia de Marta, que al parecer aceptaba a Mickie tal como era. Los había presentado Marta.

—Hola, Harry —dijo Ana alegremente.

Y Pendel le devolvió el saludo con igual ánimo.

—¿Cuánto ha bebido, Ana?

—No lo sé. Dice que ha estado en un casino con Rafi Domingo. Ha tomado un poco de vodka, ha perdido un poco de dinero. Puede que también haya esnifado un poco de coca, no lo recuerda. Suda a mares. ¿Llamo a un médico?

Mickie se puso de nuevo al teléfono antes de que Pendel contestase.

—Harry, te quiero.

—Ya lo sé, Mickie, y te lo agradezco. Yo también te quiero.

—¿Apostaste a aquel caballo?

—Pues sí, Mickie, sí. Admito que aposté a aquel caballo.

—Lo siento, Harry. Créeme. Lo siento.

—No te preocupes, Mickie. No se hunde el mundo. Los buenos caballos no siempre ganan.

—Te quiero, Harry. Eres un buen amigo, ¿me oyes?

—Entonces ¿para qué vas a matarte? ¿No te parece, Mickie? —dijo Pendel con delicadeza—. Si tienes a Ana y a un buen amigo…

—¿Sabes qué podemos hacer, Harry? Pasar juntos un fin de semana. Tú, yo, Ana y Marta. Vamos a pescar. Follamos.

—Ahora, Mickie, échate un sueño —atajó Pended con firmeza—, y mañana pasa por la sastrería a probarte el esmoquin y tomarte un sándwich, y charlamos. ¿De acuerdo?

—¿Quién era? —preguntó Louisa cuando Pendel colgó.

—Mickie. Su mujer lo ha plantado en la calle otra vez.

—¿Por qué?

—Porque está liada con Rafi Domingo —respondió Pendel, forcejeando con la ineluctable lógica de la vida.

—¿Por qué no le parte la boca?

—¿A quién? —dijo Pendel tontamente.

—A su mujer, Harry. ¿A quién va a ser?

—Está cansado. Noriega le quebrantó el alma.

Hannah se metió con ellos en la cama, y poco después la siguieron Mark y el oso de peluche gigante que había abandonado hacía años.

Ya era mañana, así que se lo dijo.

Lo hice para tener credibilidad, le dijo cuando ella había conciliado de nuevo el sueño.

Para servirte de puntal cuando te tambaleas.

Para ofrecerte un verdadero hombro en que apoyarte, y no simplemente el mío.

Para ser más digno de la hija de un militar de la Zona que habla exaltadamente y se acelera cuando se siente amenazada y se olvida de andar con pasos cortos después de oírle decir a su madre durante veinte años que si no anda así nunca se casará como Emily.

Y se cree demasiado fea y alta mientras todos alrededor son de la estatura correcta y tan encantadores como Emily.

Y que ni en un millón de años, ni siquiera en sus momentos más vulnerables e inseguros, ni siquiera por rencor a Emily, prendería fuego al almacén del tío Benny por hacerle un favor, empezando con los vestidos de verano.

Pendel se sienta en el sillón y se tapa con una colcha, dejando la cama a los puros de corazón.

—Estaré fuera todo el día —avisa a Marta al llegar a la tienda la mañana siguiente—. Tendrás que atender tú a los clientes.

—A las once viene el embajador boliviano.

—Dale hora en otro momento. Por cierto, quiero verte.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

Hasta ese día habían ido siempre en familia, comiendo en el camino a la sombra de los mangos, viendo planear perezosamente a los halcones, las águilas pescadoras y los buitres en la abrasadora brisa; contemplando a los jinetes en caballos blancos como vestigios del ejército de Pancho Villa. O tiraban del bote hinchable por los arrozales inundados, Louisa exultante como pocas veces con pantalón corto y el agua hasta las rodillas haciendo de Katharine Hepburn en
La Reina de África
para el Bogart de Pendel, Mark rogando precaución y Hannah tachándolo de insípido.

O se adentraban en el todoterreno por amarillentos caminos de tierra que se cortaban de repente al llegar al bosque, en cuyo punto, para deleite de los niños, Pendel lanzaba uno de los maravillosos gemidos de desesperación del tío Benny, fingiendo que estaban perdidos. Como de hecho así era, hasta que cincuenta metros más adelante asomaban entre las palmeras las torres plateadas del molino arrocero.

O visitaban las tierras en temporada de siega, montándose de dos en dos en las enormes cosechadoras de oruga, observando frente a ellos el movimiento de las aletas, que golpeaban el arroz y levantaban nubes de mosquitos. El aire caliente y pegajoso comprimido bajo un cielo bajo y severo. Campos llanos como tablas perdiéndose en los manglares. Los manglares perdiéndose en el mar.

Pero aquel día, mientras el Gran Tomador de Decisiones recorría su solitario camino, lo molestaba todo lo que veía, todo se le antojaba un mal augurio: las hostiles alambradas de los depósitos de armas norteamericanos, que le recordaban al padre de Louisa, las pancartas de condena donde rezaba «Jesús es el Señor», los poblados de cartón de los ocupas en cada ladera: cualquier día de éstos me uniré a vosotros.

Y después de la miseria, el paraíso perdido de la breve infancia de Pendel: una sinuosa extensión de tierra roja de Devon, con reminiscencias de unas colonias de verano en Okehampton; vacas inglesas que lo observaban desde los bananales. Ni siquiera Haydn, sonando en el radiocasete, lo salvó de la melancolía de aquellos animales. Al entrar en el camino de la finca y notar el traqueteo provocado por los baches no pudo menos que preguntarse indignado cuántas veces le había ordenado ya a Ángel que reparase la calzada. Y al ver a Ángel con botas de montar reforzadas, sombrero de paja y cadenas de oro en el cuello se encolerizó más aún. Se encaminaron en el todoterreno hacia el lugar donde su vecino de Miami había abierto su zanja en el río de Pendel.

—¿Sabes una cosa, Harry, amigo mío? —dijo Ángel.

—¿Qué?

—Lo que ha hecho ese juez es una inmoralidad. Aquí en Panamá cuando sobornamos a alguien, confiamos en su lealtad. ¿Y sabes en qué más confiamos?

—No —contestó Pendel.

—Confiamos en el valor de un trato, Harry. Nada de cambiar las condiciones. Nada de ceder a las presiones. Nada de echarse atrás. Para mí que ese individuo es antisocial.

—¿Y qué sugieres?

Ángel se encogió de hombros en un gesto de conformidad propio de alguien cuyas noticias preferidas son las malas.

—¿Quieres mi consejo, Harry? ¿Un consejo sincero, de amigo?

Habían llegado al río. En la margen contraria los esbirros del vecino hicieron como si no viesen a Pendel. La zanja se había convertido en un canal, por debajo, el lecho del río estaba seco.

—Yo te recomiendo que negocies. Reduce las pérdidas, llega a un acuerdo. ¿Quieres que tantee a esa gente? ¿Que inicie un diálogo con ellos?

—No.

—Acude entonces a tu banquero, Ramón tiene fama de negociador implacable. Él hablará en tu nombre.

—¿Cómo es que conoces a Ramón Rudd? —preguntó Pendel—. ¿Quién no conoce a Ramón? Escucha, yo no soy sólo tu administrador, ¿entendido? Soy tu amigo.

Pero Pendel no tiene más amigos que Marta y Mickie, y quizá también el señor Charlie Blüthner, que vive en la costa a quince kilómetros del arrozal y lo espera para jugar una partida de ajedrez.

—¿Blüthner? ¿Cómo los pianos? —preguntó Pendel al tío Benny en los muelles de Tilbury siglos atrás, examinando bajo la lluvia el herrumbroso carguero que transportará al ex recluso hacia la siguiente etapa de su lucha por la vida.

—Exacto, Harry, muchacho, y está en deuda conmigo —contestó Benny, sumando sus lágrimas a la lluvia—. Charlie Blüthner es el rey del
shmatte
en Panamá, y no estaría donde está si Benny no se hubiese mantenido
shtumm
por él como tú hiciste por mí.

—¿Le pegaste luego a sus vestidos de verano?

—Peor aún, Harry, muchacho. Y nunca lo ha olvidado.

Por primera y última vez en sus vidas, se abrazaron. Pendel lloraba también pero en realidad no sabía por qué, pues mientras corría por la pasarela del barco sólo tenía una idea en la mente: He salido y nunca volveré.

Y el señor Blüthner no había defraudado la confianza de Benny. Pendel apenas se había instalado en Panamá cuando el Mercedes granate con chófer pasaba ya asiduamente a recogerlo por su lamentable buhardilla de Calidonia y lo llevaba a la suntuosa villa de Blüthner, con sus varias hectáreas de acicalado jardín frente al Pacífico, sus suelos embaldosados, su caballeriza refrigerada, sus cuadros de Nolde, y sus ornados diplomas donde inexistentes universidades norteamericanas de nombres pomposos lo nombraban estimado profesor, doctor, decano, etcétera, Y también con su piano vertical rescatado del gueto.

En pocas semanas Pendel se había convertido, o así se veía él, en el amado vástago del señor Blüthner, ocupando su lugar natural entre los animosos y bullangueros hijos y nietos, las augustas tías y los rechonchos tíos, y las sirvientas con sus uniformes verde pastel. En las celebraciones familiares y el
kiddush
cantaba desafinadamente y a nadie le importaba. Jugaba fatal al golf en su campo privado y no se molestaba en pedir disculpas. Chapoteaba con los niños en la playa y conducía los buggies de la familia a toda velocidad por las dunas de arena negra. Retozaba con los desastrados perros y les lanzaba mangos caídos y contemplaba los escuadrones de pelícanos sobre el mar, y creía en todo ello: la fe de la familia, la moralidad de su riqueza, las buganvillas, el millar de matices de verde, y su respetabilidad, cuyo resplandor eclipsaba por completo los destellos del pequeño incendio que el tío Benny pudiese haber provocado en los difíciles comienzos del señor Blüthner.

Y la amabilidad del señor Blüthner no se restringía a su casa, ya que cuando Pendel dio sus primeros pasos en el campo de la confección a medida, Blüthner Compañía Limitada le concedió seis meses de crédito en su enorme almacén textil de Colón, y las recomendaciones de Blüthner le proporcionaron los primeros clientes y le abrieron muchas puertas. Y cuando Pendel intentaba agradecérselo, el señor Blüthner, un hombre de corta estatura, arrugado y lustroso, movía la cabeza en un gesto de negación y decía: «Dale las gracias a tu tío Benny». Luego añadía su habitual consejo: «Busca una buena chica judía, Harry. No nos abandones».

Ni siquiera cuando se casó con Louisa se interrumpieron sus visitas al señor Blüthner, aunque inevitablemente exigieron un mayor sigilo. El hogar de los Blüthner se convirtió en su paraíso secreto, un santuario al que únicamente podía acudir solo y con algún pretexto. Y el señor Blüthner, en correspondencia, prefería pasar por alto la existencia de Louisa.

—Tengo un ligero problema de liquidez, señor Blüthner —admitió Pendel cuando se encontraban ya sentados en la terraza norte separados por un tablero de ajedrez. Había una terraza en cada ala para que el señor Blüthner estuviese siempre a resguardo del viento.

—¿En el arrozal? —preguntó el señor Blüthner. Su pequeña mandíbula era de roca hasta que sonreía, y en ese momento no sonreía. Sus viejos ojos pasaban mucho tiempo dormidos. En ese momento dormían.

—Y en la sastrería —aclaró Pendel, sonrojándose.

—¿Has hipotecado la sastrería para financiar el arrozal, Harry?

—Sólo en cierta medida, señor Blüthner. —Recurrió al humor—. Así que, como es lógico, ahora busco un millonario loco.

El señor Blüthner lo pensaba todo con detenimiento, tanto si jugaba al ajedrez como si le pedían dinero. Permaneció inmóvil mientras reflexionaba; daba la impresión de que ni siquiera respirase. Pendel recordó a viejos reclusos en aquella misma actitud.

—O se está loco, o se es millonario —respondió el señor Blüthner por fin—. Harry, muchacho, todo hombre ha de pagar sus sueños; es la norma.

Nervioso, como siempre en los instantes previos a sus citas con ella, avanzaba por la avenida 4 de Julio, antiguo límite de la Zona del Canal. Abajo, a su izquierda, la bahía. Arriba, a su derecha, el cerro Ancón. Y en medio se extendía el reconstruido barrio de El Chorrillo, con su parcela de césped demasiado verde en el lugar donde se había alzado la
comandancia
. A modo de indemnización se habían construido un puñado de infames edificios pintados a franjas en tonos pastel. Marta vivía en el de en medio. Pendel subió con cautela por la inmunda escalera, recordando que en su anterior visita alguien, amparado en la oscuridad, se había orinado sobre él desde un piso superior mientras el edificio entero se estremecía en una salva de abucheos carcelarios y delirantes carcajadas.

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