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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

El sastre de Panamá (11 page)

BOOK: El sastre de Panamá
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—¿Mickie?

—¿Quién va a ser?

Y de pronto Pendel, inducido por el mismo duende que lo había obligado a pintar a Delgado como un tunante, sintió la necesidad de presentar a Abraxas como un héroe moderno: Si este Osnard se ha creído que puede desechar a Mickie de un plumazo, está muy equivocado. Mickie es mi amigo, mi apoyo, mi camarada, mi compañero de celda. A Mickie le rompieron los dedos y le aplastaron los testículos mientras tú jugabas a la pídola en tu selecto colegio inglés.

Pendel lanzó un furtivo vistazo alrededor para asegurarse de que no los oían. En la mesa contigua un hombre de cabeza ahusada cogía un enorme teléfono portátil de color blanco que le ofrecía el maître. Cuando acabó de hablar, el maître retiró el teléfono para acercárselo, como si de una copa de la amistad se tratase, a otro cliente con iguales necesidades.

—Mickie sigue metido, Andy —murmuró Pendel—. En el caso de Mickie, lo que uno ve no es ni remotamente lo que se esconde detrás, por así decirlo. Ya no lo era antes y tampoco lo es ahora.

¿Qué hacía? ¿Cómo se le ocurría decir aquello? Estaba desconocido, era un atolondrado. En algún rincón de su fatigada mente se albergaba la idea de que podía hacerle una ofrenda de amor a Mickie, erigirlo en algo que no sería nunca, un Mickie
redux
, regenerado, rutilante, combativo e intrépido.

—Metido ¿en qué? No te entiendo. Otra vez hablas en clave.

—Metido
en el asunto
.

—¿Dónde?

—En la Oposición Silenciosa —respondió Pendel como un guerrero medieval que lanza su estandarte a las filas enemigas para después arremeter contra ellas y recuperarlo.

—La
¿qué?

—El sector que se opone silenciosamente. Él y un grupo de correligionarios estrechamente unidos en la defensa de su causa.

—¿
Qué
causa, por Dios?

—La de quienes creen que esto es una parodia, un mero barniz, una apariencia bajo la que se oculta algo muy distinto —insistió Pendel, ascendiendo vertiginosamente a inexploradas cotas de fantasía. Recientes diálogos con Marta recordados a medias acudieron con presteza en su ayuda—. Que este inmaculado nuevo Panamá es una seudodemocracia. Todo es una falacia. Eso te ha dicho Mickie. Tú mismo lo has oído. Engañar. Conspirar. Mentir. Falsear. Corre la cortina y encontrarás a los mismos que instalaron en el poder a quien ya sabemos esperando a coger de nuevo las riendas.

Los ojos como orificios de Osnard mantenían atrapado a Pendel en su negro haz. Es el alcance de mi información lo único que le interesa, pensó Pendel, protegiéndose ya de las consecuencias de su irreflexión. No la exactitud sino el alcance. Poco le importa si leo anotaciones, hablo de memoria o improviso. Probablemente ni siquiera me escucha, no con verdadera atención.

—Mickie está en contacto con los del otro lado del puente —prosiguió con audacia.

—¿Quiénes demonios son ésos?

Se refería al puente de las Américas. Una vez más debía la expresión a Marta.

—El ejército en las sombras, Andy —respondió Pendel con osadía—. Los denodados luchadores e idealistas que prefieren el progreso a los sobornos —añadió, citando textualmente las palabras de Marta—. Los campesinos y artesanos que se han visto traicionados por un gobierno inepto y codicioso. Los profesionales modestos que viven con honradez. Esa parte respetable de la población panameña sobre la que nunca se habla. Han empezado a organizarse. Están ya hartos. Y Mickie también.

—¿Marta tiene algo que ver con todo eso?

—Podría ser. Andy. Nunca pregunto. No es asunto mío. Yo tengo mi propia visión. Con eso está todo dicho.

Un largo silencio.

—¿Y de qué están hartos exactamente?

Pendel recorrió el restaurante con una rápida mirada de complicidad. De pronto encarnaba a Robin Hood, portador de esperanza a los oprimidos, administrador de justicia. En la mesa contigua una docena de vocingleros comensales se atiborraba de langosta y Dom Pérignon.

—De esto —contestó Pendel con voz baja y rotunda—. De esa gente y todo lo que representa.

Osnard quería saber más acerca de los japoneses.

—Verás, Andy, los japoneses… Has conocido uno hace un rato; supongo que a eso se debe tu curiosidad. Los japoneses, te decía, están muy presentes en Panamá, y es así desde hace ya bastantes años, unos veinte quizá —explicó Pendel con entusiasmo, contento de haber dejado atrás el tema de su único verdadero amigo—. Tenemos los desfiles japoneses para diversión de las multitudes; tenemos las bandas de música japonesas; tenemos un mercado de pescado que los japoneses obsequiaron a la nación, y tenemos incluso un canal de televisión educativo financiado con capital japonés —añadió, recordando uno de los pocos programas que sus hijos no tenían prohibido ver.

—¿Cuál es tu japonés de mayor rango?

—¿Cómo cliente? El de mayor rango, no sé. Son lo que yo llamo gente enigmática. Tendría que preguntar a Marta. Como siempre decimos, por cada uno que viene a tomarse las medidas, entran seis a hacer reverencias y sacarse una fotografía, y si no es ésa la proporción exacta, se aproxima bastante. Hay un tal Yoshio, de una de las delegaciones comerciales, un fulano más bien prepotente que se deja caer por la sastrería de cuando en cuando. Y está también Toshikazu, de la embajada. Pero en cuanto a si son de primera o segunda línea, tendría que informarme.

—O pedirle a Marta que indague.

—Así es.

Advirtiendo de nuevo la oscurecida mirada de Osnard, Pendel le dedicó una encantadora sonrisa en un esfuerzo por esquivarla, pero la táctica no surtió efecto.

—¿Alguna vez has invitado a Ernie Delgado a comer en tu casa? —dijo Osnard de pronto cuando Pendel esperaba aún alguna otra pregunta sobre los japoneses.

—Pues no, Andy, no.

—¿Por qué? Es el jefe de tu mujer.

—Dudo que a Louisa le gustase la idea, la verdad.

—¿Por qué?

El duende de nuevo. Ese que asoma para recordarnos que nada se pierde en el vacío, que un instante de envidia puede generar una ficción perpetua, y que lo único que puede hacerse con un buen hombre cuando se lo ha enlodado es enlodarlo más aún.

—Ernie pertenece a lo que yo llamo la derecha dura, Andy. Era ya una figura de peso en el régimen de quien ya sabemos, aunque lo llevaba muy escondido. Cuando estaba con sus amigos liberales, se cagaba en todo, con perdón, pero en cuanto los otros se daban la vuelta, iba a ver a quien ya sabemos y todo era «Sí, señor; no, señor; ¿en qué puedo servir a su excelencia?».

—Lo cual, sin embargo, no es un hecho conocido. La mayoría lo tenemos por un hombre intachable.

—Y por eso resulta doblemente peligroso, Andy. Pregúntale a Mickie. Ernie es un iceberg. Lo que se ve de él no es ni la décima parte de lo que se oculta bajo la superficie, por así decirlo.

Osnard partió en panecillo con las manos, añadió una pizca de mantequilla y empezó a masticar, accionando la mandíbula inferior con movimientos lentos y circulares de rumiante. Pero su mirada negra no se saciaba con pan y mantequilla.

—Esa sección que tienes en la sastrería, en el piso de arriba… el Rincón del Deportista…

—Te ha gustado, ¿verdad, Andy?

—¿Nunca has pensado en convertirla en una especie de sala de reuniones para tus clientes? ¿Un sitio donde puedan desmelenarse? Sería más cómodo para tus tertulias de los jueves que un sofá destartalado y un sillón, ¿no crees?

—Admito que le he dado muchas vueltas a esa posibilidad, Andy, y me asombra que se te haya ocurrido lo mismo después de un simple vistazo. Pero siempre choco con una objeción inamovible: «¿Dónde pondría entonces el Rincón del Deportista?».

—¿Te salen muy a cuenta, esas cosas?

—Sí, sin duda.

—A mí no me volvían loco.

—Los artículos deportivos son lo que yo considero un gancho, Andy. Si no los vendo yo, los venderá otro, y de paso me quitará la clientela.

Ni un solo movimiento innecesario, advirtió Pendel con cierta inquietud. Conocí a un sargento de policía igual que tú en eso. Nunca jugueteaba con las manos ni se rascaba la cabeza ni movía el culo en el asiento. Se quedaba allí quieto y te miraba con aquellos ojos suyos.

—¿Me estás tomando las medidas para un traje, Andy? —preguntó con tono burlón.

Pero Osnard no tuvo necesidad de contestar, pues la atención de Pendel se desvió de nuevo hacia el otro extremo del comedor, donde una docena de bulliciosos recién llegados ocupaban sus sillas en torno a una mesa larga.

—¡Y ahí tenemos al otro miembro de la ecuación, podríamos decir! —anunció Pendel mientras cruzaba briosas señas con el hombre sentado a la cabecera de la mesa—. ¡Ni más ni menos que Rafi Domingo en persona, el otro amigo de Mickie! ¡Ahí es nada!

—¿Qué ecuación? —quiso saber Osnard.

—Me refiero a la mujer que está junto a él, Andy —informó Pendel, abocinando una mano en torno a la boca para mayor discreción.

—¿Qué tiene de especial?

—Es la esposa de Mickie.

Osnard lanzó un vistazo furtivo hacia aquella mesa a la vez que fingía concentrarse en su comida.

—¿La de las tetas? —preguntó.

—La misma, Andy. Uno se pregunta a veces por qué se casan ciertas parejas, ¿no?

—Quiero oír algo acerca de Domingo —ordenó Osnard, como si dijese: «Quiero oír un
do
mayor».

Pendel tomó aire. Le daba vueltas la cabeza y tenía la mente cansada, pero al parecer no había llegado aún el interludio, así que siguió solfeando.

—Pilota su propia avioneta —comenzó arbitrariamente.

Retazos de conversación que había oído al vuelo en la sastrería.

—¿Y eso?

—Dirige una cadena de buenos hoteles en los que no se aloja nadie.

Habladurías de procedencia diversa.

—¿Porqué?

El resto, afluencia.

—Los hoteles pertenecen a cierto consorcio con sede en Madrid, Andy.

—¿Y?

—Pues que, según rumores, ese consorcio es propiedad de ciertos caballeros colombianos no totalmente ajenos al tráfico de cocaína. Dicho consorcio es una empresa próspera, como sin duda te alegrará saber. Un nuevo hotel a todo lujo en Chitré, otro a medio construir en David, dos en Bocas del Toro, y Rafi Domingo salta de uno a otro en su avioneta como un grillo en una sartén caliente.

—¿Y por qué tantos viajes?

Un silencio de espías mientras el camarero volvía a llenarles los vasos de agua. Un tintineo de cubitos de hielo como el tañido de minúsculas campanas. Y un silbido en los oídos de Pendel como una ráfaga de inspiración genial.

—Todo son suposiciones, Andy, pero Rafi no tiene la menor noción de hostelería, lo cual no representa problema alguno porque, como te he dicho, los hoteles no admiten huéspedes. No se anuncian, y si intentas reservar una habitación, te dicen cortésmente que no les queda ninguna libre.

—No comprendo.

A Rafi no le importaría, pensó Pendel. Rafi es otro Benny. Diría: «Harry, muchacho, cuéntale a ese Osnard lo que sea para mantenerlo contento, siempre y cuando no haya testigos delante».

—Cada hotel ingresa cinco mil dólares diarios, ¿de acuerdo? Al final de este ejercicio anual o el siguiente, tan pronto como los hoteles alcancen una situación contable saneada, se venderán al mejor postor, quien casualmente será Rafi Domingo en nombre de otra compañía. Los hoteles se hallarán en perfecto estado de conservación, como no será de extrañar considerando que nadie ha dormido en las camas y no se ha preparado una sola hamburguesa en las cocinas. Y serán negocios legítimos, porque en Panamá el dinero con tres años de vida es más que respetable; tiene hasta solera.

—Y se tira a la mujer de Mickie —concluyó Osnard.

—Eso dicen, Andy —respondió Pendel, ahora con cautela, pues esa parte era verdad.

—¿Te lo ha confirmado Mickie?

—En realidad no, Andy. Al menos no de manera explícita. En el caso de Mickie, esas cosas se adivinan. —De nuevo la afluencia. ¿Por qué lo hacía? ¿Qué lo impulsaba? Andy. Un artista es un artista. Si el público no está a favor, está en contra. O quizá con su propia ficción desmantelada, necesitaba aderezar las ficciones de los demás. Quizá se sentía regenerado al reconstruir su mundo—. Rafi es uno de ellos, Andy, ¿comprendes? De hecho es la primerísima figura.

—La primerísima figura ¿de qué?

—De la Oposición Silenciosa. Los chicos de Mickie. Los que esperan entre bastidores, como yo digo. Los que saben lo que se avecina. Rafi es un pardo.

—Un ¿qué?

—Un pardo, Andy. Como Marta. Como yo mismo. En su caso con sangre india. En Panamá no hay discriminación racial, te alegrará saber, pero no les entusiasman los mestizos, y menos los nuevos. Cuanto más asciendes en la escala social, más blancas son las caras. Lo que yo llamo el mal de las alturas.

El chiste acababa de ocurrírsele, y pensaba incluirlo en su repertorio, pero Osnard no lo entendió. O si lo entendió, no lo encontró gracioso. De hecho, a juzgar por lo que Pendel veía, daba la impresión de que hubiese preferido estar presenciando una ejecución pública.

—El pago irá en función de los resultados —explicó Osnard—. No puede ser de otro modo. ¿Conforme? —Había hundido la cabeza en los hombros, y el volumen de su voz había descendido en igual proporción.

—Andy, me he regido por ese principio desde que abrí la sastrería —respondió Pendel con fervor, intentando recordar cuándo había pagado a alguien por última vez en función de los resultados.

Ligeramente mareado por la bebida y envuelto en una sensación de irrealidad, en cuanto a sí mismo y todos los demás, estuvo tentado de añadir que también el bueno de Arthur Braithwaite se había regido por ese principio, pero se reprimió, diciéndose que ya había exprimido bastante su afluencia por aquella noche y que un artista, por más que se sienta con ánimos de continuar hasta el amanecer, debe saber dosificarse.

—Ahora ya nadie se avergüenza de ser mercenario. El interés es lo único que mueve a la gente.

—Coincido plenamente contigo, Andy —dijo Pendel, suponiendo que Osnard se lamentaba del deplorable estado en que se hallaba Inglaterra.

Osnard echó un vistazo alrededor para cerciorarse de que nadie los oía. Y quizá se envalentonó al ver tantos conspiradores cara a cara en las mesas vecinas, pues su rostro reflejó de pronto una dureza que Pendel encontró poco reconfortante, y su voz, aunque apagada, adquirió un tono cortante como los dientes de una sierra.

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