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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

El secreto de Chimneys (5 page)

BOOK: El secreto de Chimneys
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—Me tienta usted, barón; pero continúa siendo imposible.

—Su precio diga entonces.

—Temo que no entiende mi situación. Creo que usted pertenece al bando de los ángeles y que las Memorias pueden perjudicar su causa. Sin embargo, debo ultimar la misión que se me encomendó, sin escuchar las voces de sirena que suenen a mi lado. No sería decente.

El barón, que le había entendido, aprobó varias veces con el gesto.

—Es un honor de caballero inglés.

—Nosotros lo expresamos de otro modo; pero, salvada la diferencia de vocabulario, viene a ser lo mismo.

El barón se levantó.

—Mucho el honor inglés respeto —anunció—. Otro sistema probaremos. Buenos días.

Dio un talonazo, se inclinó y se fue muy erguido.

—¿Qué habrá querido decir? —reflexionó Anthony—. ¿Será una amenaza? En fin, Lollipop no me asusta. El nombre le sienta bien. En adelante le llamaré barón Lollipop.

Se paseó por la habitación indeciso sobre lo que haría. La fecha estipulada para la entrega del manuscrito se hallaba a poco más de una semana de distancia. Era el 5 de octubre. Anthony no pretendía anticiparla. Y, ciertamente, sentía una avidez febril por leer las Memorias, tarea que había retrasado a causa de un ataque de fiebre que le acometió en el barco y que le restó ánimos para descifrar la letra, garrapateada a mano hasta lo ilegible.

Y al mismo tiempo había de atender a algo igualmente urgente.

Cogió la guía telefónica y buscó el apellido Revel. Había seis personas de tal nombre: Edward Henry Revel, cirujano en la calle Harley; James Revel & Cía., talabarteros; Lenox Revel, en los pisos Abbotbury, Hampstead; miss Mary Revel, domiciliada en Ealing; la honorable mistress Virginia Revel, de la calle Pont, número 48; y miss Willis Revel, plaza de Cadogan, 42. Eliminados los talabarteros y miss Mary Revel, le quedaban cuatro nombres, asumiendo la hipótesis de que la dama residiera en Londres. Cerró la guía.

—Lo dejaré al azar. Tal vez ocurra algo.

La suerte de Anthony Cade estribaba principalmente en su fe en ella. Así, media hora después, hojeando las páginas de una revista, halló lo que buscaba. La duquesa de Perth había organizado una fiesta de la que se publicaba información gráfica. Al pie de la fotografía central, la de una mujer vestida de egipcia, se incluía en el epígrafe:

«La honorable mistress Virginia Revel representando a Cleopatra, de soltera Virginia Cawthorn, hija de lord Edgbaston».

Anthony contempló un buen rato la fotografía, modulando un silencioso silbido. Luego arrancó la página y la guardó en un bolsillo. Subió a su habitación, extrajo las cartas de la maleta e introdujo el retrato bajo el bramante que las sujetaba.

Un inesperado ruido hizo que se volviera rápidamente. En la puerta había un personaje que parecía escapado del reparto de una ópera bufa: u n hombre siniestro, de cabeza deprimida y brutal, cuyos labios se plegaban en una malvada sonrisa.

—¿Qué desea? —preguntó Anthony—. ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?

—No existen obstáculos para mí —respondió el desconocido con voz gutural, extranjera, aunque hablaba inglés con soltura.

«Otro latino», pensó Anthony, y ordenó:

—Márchese.

El hombre tenía fijos los ojos en el paquete de cartas.

—No me retiraré sin llevarme lo que he venido a buscar.

—¿Y es...?

El individuo avanzó un paso.

—Las Memorias del conde Stylpitch.

—¿Cómo le voy a tomar en serio? —sonrió Anthony—. Es usted el perfecto villano. ¿Quién le envía? ¿El barón Lollipop?

—¿El barón...?

Y el hombre agregó una retahíla de palabras integradas por ásperas consonantes.

—¿Se pronuncia así? ¿Como si hiciera gárgaras ladrando? Soy incapaz de repetirlo; le continuaré llamando Lollipop. Conque le mandó él, ¿verdad?

No sólo obtuvo una vehemente negativa, sino que su visitante escupió incluso de una manera muy convincente y arrojó un papel sobre la mesa.

—Mire... ¡y tiemble, maldito inglés!

Anthony cumplió interesado la primera parte de la orden. En el papel había pintada una mano roja.

—Parece un miembro humano. Mas estoy dispuesto a conceder que es una visión cubista de una puesta de sol ártica.

—Es el símbolo de los Camaradas de la Mano Roja, a los que pertenezco.

—¡No me diga! —dijo Anthony, estudiándole con exagerada atención—. ¿Sus cofrades se le parecen? ¿Qué opina de usted la Sociedad Eugenésica?

El hombre se enfureció.

—¡Perro, más que perro! ¡Esclavo de una monarquía decadente! Déme las Memorias y no se arrepentirá. Los camaradas son clementes.

—Rasgo que les honra; pero tanto ellos como usted andan desencaminados. Tengo instrucciones de entregar el manuscrito, no a su admirable hermandad, sino a ciertos editores.

—¡Bah! ¿Sueña con llegar vivo a sus oficinas? ¡Basta de charla!... Los papeles o disparo...

El individuo blandió un revólver.

El juicio de Anthony Cade estribaba en premisas falsas y estaba acostumbrado a enfrentarse con adversarios cuya prontitud de acción aventajaba casi a la facultad de pensar. Anthony no aguardó a que el arma le amenazara. Así que el revólver brilló en el aire, se lo arrancó de la mano. El puñetazo hizo girar al hombre, que presentó la espalda a su enemigo.

La ocasión era excelente. Un certero y vigoroso puntapié de Anthony envió al conspirador al pasillo, a través de la puerta, transformado en un revoltijo de brazos y piernas.

Anthony siguió su trayectoria, pero el Camarada de la Mano Roja, cansado de que le manejasen como a un títere, se incorporó y escapó corredor abajo.

—¡Fin de los Camaradas de la Mano Roja! —murmuró, renunciando a perseguirle—. Su pintoresco aspecto no resiste la acción directa. ¿Cómo se introdujo hasta aquí? Algo resulta claro: mi misión no será tan fácil como creía. Me he indispuesto con los monárquicos y con los revolucionarios. Pronto, supongo, los nacionalistas y los independientes me mandarán una delegación. ¡Es seguro! Esta misma noche empezaré la lectura del manuscrito.

Una ojeada a su reloj le indicó que se aproximaban las nueve y optó por cenar en la habitación. No esperaba más sorpresas, pero le convenía mantenerse alerta, impidiendo que registrasen su maleta mientras comía en el restaurante. Pidió el menú, eligió un par de platos y una botella de Burdeos. El camarero se fue con el encargo.

Mientras llegaba la cena, sacó el manuscrito y lo depositó en la mesa, al lado de las cartas.

Tras previa llamada en la puerta, reapareció el camarero con una mesita portátil y los cubiertos. Anthony había retrocedido a la chimenea, cuyo espejo, al que miraba distraídamente, le reveló un hecho curioso.

El camarero contemplaba el paquete del manuscrito como si sus ojos se hubieran prendido de él. De vez en cuando miraba de soslayo a Anthony. Haciéndolo se movió alrededor de la mesa; le temblaban las manos y se humedecía los labios con la lengua. Anthony le examinó interesado. Era alto, esbelto, como la mayoría de los camareros, de rostro bien afeitado y expresivo. Sería italiano o francés, se dijo el joven.

Anthony giró en el instante crítico, sobresaltando al camarero, que simuló atarearse con las vinagreras.

—¿Cómo se llama usted? —preguntó súbitamente Anthony.

—Giuseppe, monsieur.

—Italiano, ¿verdad?

—Sí, monsieur.

Anthony le dirigió la palabra en su idioma materno y el camarero respondió con harta soltura. En tanto que cenaba, atendido por Giuseppe, reflexionó:

¿Se había equivocado? ¿El interés de Giuseppe por el paquete obedecía a una inocente curiosidad? Tal vez; no obstante, el recuerdo de la intensa emoción del nombre lo desmentía. Anthony se sintió interesado.

—¡Maldición! —se dijo—. ¿Piensa todo el mundo en el dichoso manuscrito? No debo permitir que me domine la fantasía.

Acabada la cena y levantada la mesa, se dedicó a la lectura de las Memorias, que progresó lentamente a causa de la enrevesada letra del difunto conde. Los bostezos de Anthony se sucedieron con delatora generosidad. Al final del cuarto capítulo se dio por vencido.

Hasta entonces las Memorias eran un dechado de aburrimiento, sin el menor vislumbre de escándalo moral o político.

Reunió las cartas, las envolvió con el papel manuscrito y las encerró en su maleta. Después echó la llave a la puerta, en la que también por cautela apoyó una silla. En la silla colocó una jarra de la mesita de noche llena de agua.

Después de repasar, no sin cierto orgullo, tales disposiciones, se acostó y acometió de nuevo las Memorias de Stylpitch; mas le pesaban los párpados tanto, que guardó las cuartillas debajo de la almohada, apagó la luz y se durmió inmediatamente.

Cuatro horas más tarde se despertó de improviso. ¿Qué le había desvelado? Quizás un ruido, quizás el agudo instinto que se desarrolla en los hombres de existencia azarosa.

Trató, inmóvil, de concretar sus impresiones. Percibió un roce sigiloso y notó entonces una negrura más densa que la reinante entre él y la ventana, en el suelo, junto a la maleta.

Se levantó de un salto, encendiendo al mismo tiempo la luz. Una persona se incorporó del suelo desde el lugar en que estuviera arrodillada.

Era Giuseppe, el camarero. Un cuchillo, largo y delgado, brilló en su diestra. Se abalanzó sobre Anthony, cuyos sentidos se hallaban ya en total sobre aviso. Estaba inerme. Giuseppe semejaba un maestro en el empleo del arma blanca.

Esquivó la acometida. Los dos hombres se revolcaron en el suelo. La fuerza de Anthony se concentró en retorcer el brazo que tenía el cuchillo. La mano libre del camarero se cerró en su garganta, asfixiándole lentamente. Sin embargo, continuó inmovilizando el brazo.

El cuchillo resonó en el pavimento. El italiano retorció el cuerpo de pronto y se zafó de los brazos de su enemigo. Anthony se lanzó hacia la puerta con el propósito de interceptarle la retirada. Demasiado tarde descubrió que la silla y la jarra de agua estaban en su sitio.

Giuseppe había penetrado por la ventana y hacia ella se dirigía. La errónea acción de Anthony en dirección a la puerta le permitió saltar al alféizar, desde el que se arrojó al balcón contiguo y a continuación a una tercera ventana.

Un intento de persecución habría sido estéril, el ladrón había estudiado bien la escapada.

Anthony, advirtiéndolo, regresó al lecho y buscó las Memorias debajo de la almohada. Se felicitó de no haberlas guardado en la maleta. Fue hacia ésta con el objeto de sacar las cartas.

Masculló un juramento.

¡Las cartas habían desaparecido!

Capítulo VI
-
Chantaje

Exactamente a las cuatro menos cinco minutos, Virginia Revel, a quien la curiosidad hacía puntual, regresó a su domicilio de la calle Pont. Entró con su llave y en el vestíbulo halló al impasible Chilvers.

—Señora, un... una persona la espera.

Virginia no concedió de momento gran importancia al matiz sutil del vocabulario del mayordomo.

—¿Mister Lomax? ¿Dónde está? ¿En la sala?

—¡Oh, no, señora! No es ese caballero —dijo Chilvers, en leve tono de reproche—. Es una persona... Rehusé atenderla hasta que me aseguró que le traía un asunto de interés relacionado con el difunto capitán. Por consiguiente, pensé que usted la recibiría y le introduje en el gabinete...

Virginia reflexionó. Muchos opinaban que sus rarísimas alusiones a su marido disimulaban la viva herida de su espíritu; otros, menos misericordiosos, atribuían su silencio a lo opuesto, a que no había amado a Tim Revel y que a su carácter sincero le repugnaba simular una pena que no sentía.

—Creo oportuno que la señora sepa que ese individuo parece extranjero —agregó Chilvers.

Se avivó la atención de Virginia. Su marido, miembro del servicio diplomático, había tenido un cargo en la embajada británica en Herzoslovaquia poco antes del famoso asesinato del rey y de su consorte. Tal vez su visitante fuese un herzoslovaco que sirviera en su casa de Ekarest.

—Perfectamente, Chilvers —dijo con gesto de aprobación—. ¿Dónde dijo que le había hecho entrar? ¿En el gabinete?

Cruzó el vestíbulo, moviéndose con la gracia etérea de una diosa, hasta la pequeña habitación adyacente al comedor.

El hombre se había acomodado en una butaca próxima a la chimenea. Se levantó al verla. Virginia, dotada de una excelente memoria, no dudó de que le veía por primera vez. Era alto, moreno, delgado y extranjero, como afirmara el mayordomo; pero no oriundo de un país eslavo. Debía de ser italiano o español.

—¿Desea hablarme? —preguntó—. Soy mistress Revel.

El hombre tardó algo en responder, mientras la contemplaba con una vaga insolencia que le molestó.

—Tenga la bondad de responder —ordenó impaciente Virginia.

—¿Es usted mistress Revel, mistress Virginia Revel?

—Acabo de decirlo.

—En efecto. Me alegro de que me haya recibido, señora, porque de lo contrario, como avisé al mayordomo, me hubiese entrevistado con su marido.

Una premonición impidió que Virginia expresara verbalmente su asombro.

—No le hubiera sido fácil —replicó en cambio.

—¡Bah! Soy muy tenaz. Pero no perdamos el tiempo. ¿Reconoce esto?

Enseñó algo que Virginia estudió con interés.

—¿Qué es, señora?

—Una carta, creo —respondió Virginia, persuadida de que su interlocutor no estaba en su sano juicio.

—Note a quién va dirigida —pidió el hombre con acento significativo, entregándosela.

—Está dirigida al capitán O'Neill, rue de Quenelles, 15, París.

El individuo buscó en su rostro una expresión que no consiguió hallar.

—Lea, por favor.

Virginia extrajo el papel del sobre. Bastó una mirada para que intentara devolvérselo.

—Es una carta particular que no tengo derecho a leer. El hombre rió sardónico.

—La felicito, mistress Revel, por su arte. Es una magnífica actriz. Con todo, no se atreverá a negar la firma.

—¿Qué firma?

Virginia volvió la carta... y se quedó muda de aturdimiento. La letra, delicada, sensitiva, mostraba el nombre de Virginia Revel. Ahogando su consternación, leyó deliberadamente las líneas desde el principio. Después meditó. La índole de la carta aclaraba el objetivo de la visita de aquel sujeto.

—¿Es o no su nombre, señora?

—Sí, lo es.

«Pero no mi letra», pudo agregar Virginia. Sonrió, en cambio, de un modo deslumbrante.

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