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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (25 page)

BOOK: El secreto de los Medici
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—Quisiéramos consultarle acerca de un asunto —dijo Edie como quien no quiere la cosa—. Roberto nos ha dicho que es usted la máxima autoridad en Vivaldi.

—¿Eso ha dicho, de veras? Vaya, es un cumplido maravilloso. ¿Qué tal se encuentra el maestro?

—También un pelín resacoso —respondió Jeff, y lanzó una rápida mirada a Edie—. Nos preguntábamos si sabría usted decirnos si Vivaldi tuvo algún interés por lo esotérico. ¿Estuvo interesado de alguna manera en lo oculto?

—Sin lugar a dudas, fue un personaje más bien curioso —respondió Tafani rápidamente—. Se le conocía con el sobrenombre de
Il Prete Rosso
, el Cura Pelirrojo, debido a su melena rojo encendido, y mantuvo una relación intermitente con las autoridades del Pio Ospedale della Pietà, donde fue maestro de violín.

—¿Pio Ospedale della Pietà? ¿Qué es eso? —preguntó Edie.

—El Devoto Hospital de la Piedad. Había cuatro en Venecia a finales del siglo XVII. Su finalidad era dar cobijo y formación a niños abandonados o huérfanos; era un lugar bastante ilustrado para la época. Vivaldi se responsabilizó de la enseñanza del violín y tenía el encargo de escribir conciertos para que los huérfanos los interpretasen en público.

—Cuéntenos más detalles sobre su turbulenta relación con las autoridades.

—Vivaldi ejerció el sacerdocio sólo unos meses. Corrieron feos rumores acerca de que había seducido a unos adolescentes del orfanato, y de que coqueteaba con indeseables prácticas sexuales y esotéricas. Pero no hay absolutamente ningún indicio que lo demuestre. Yo estoy hasta la coronilla de la denominada historia revisionista. Da la impresión de que ninguno de nuestros héroes fuera inmune, como si la sociedad actual necesitase hundir a los maestros para que nos sintamos mejor con nuestra falta de principios morales. Yo creo que ello dice más de nuestra propia época que de los grandes hombres y mujeres responsables de nuestro legado cultural.

—Entiendo lo que quiere decir —dijo Edie con una sonrisa de comprensión.

—¿Vivaldi residió toda su vida en Venecia? —preguntó Jeff.

—No, no, viajó lo suyo. En realidad, de joven le echaron del orfanato. Pero volvieron a admitirle al cabo de un año.

—¿Y qué hizo durante ese año?

—Fue instructor de los niños de una familia aristocrática de Padua. La familia Niccoli, creo.

—¡¿La familia Niccoli de Florencia?! —exclamó Eddie.

—Ajá, sí. Creo que eran originarios de allí. Pero llevaban ya por lo menos doscientos años en Padua en la época de Vivaldi. ¿Por qué?

—¿No tendrá usted información sobre el año que Vivaldi pasó allí, verdad? —preguntó ella.

—Puede que esté usted de suerte. —Tafani empezaba a reaccionar al creciente entusiasmo de Edie—. Vivaldi dejó un testamento muy complicado. Murió lejos del hogar, en Viena, donde solicitó un puesto en la corte imperial, pero el emperador Carlos VI murió poco después de su llegada y el compositor se quedó varado, sin blanca y sin mecenas. Unas semanas después, falleció. Algunos documentos suyos se quedaron en Viena, otros fueron a parar a manos de parientes suyos repartidos por toda Italia, y otros acabaron en manos de sus amigos más íntimos, aquí en Venecia. Existe un conjunto de documentos bastante famoso, el denominado «Confesionario», que Vivaldi entregó a su mejor amigo, el pintor Gabriel Fabacci.

—¿Qué es el «Confesionario»?

—Vengan, se lo mostraré. —Tafani se levantó.

—¿Lo tiene aquí? —Edie no podía creerlo.

Tafani sonrió.

—No exactamente, pero poseemos un archivo informático con prácticamente todo lo que se ha escrito en relación con Vivaldi.

Les condujo desde el despacho hasta una galería. A los pocos minutos se hallaron en una biblioteca, con dos filas de ordenadores en el centro de la sala. Retiraron sendas sillas y Tafani manejó un ratón mientras retomaba el hilo.

—Lo que me dispongo a mostrarles es un documento particularmente fascinante. Vivaldi contrajo la escarlatina estando en Viena y quedó sumido en el delirio durante varios días antes de sucumbir definitivamente. La mayoría de los expertos creen que redactó este testamento en el lecho de muerte, y que en su mayor parte consiste en la pura fantasía e ilusión de un auténtico hombre de Dios que temía por su alma mortal.

Las palabras
La Confessione
aparecieron en la pantalla.

—Es bastante largo, pero afortunadamente lo tenemos en varios idiomas. Recibimos la visita de un buen número de eruditos procedentes del extranjero que acuden a Venecia con el exclusivo propósito de acceder a nuestra base de datos.

Tafani encontró la versión inglesa y abrió el archivo. Poniéndose en pie, dijo:

—Les dejo a solas para que le echen un vistazo a sus anchas. Espero haberles sido de ayuda. Vengan a verme antes de marcharse.

—Delante de ellos, en la pantalla, había un documento titulado «El tomar y el devolver». Empezaron a leer.

Me estoy muriendo. Lo que digo ahora es la verdad absoluta tal como yo la veo, una verdad que deseo dar a conocer antes de reunirme con Dios mi Señor, el Todopoderoso Salvador de Todos los Hombres.

Mi confesión arranca con mi padre, Giovanni Battista. Cuando yo era un niño, él trabajaba para un arquitecto al que se había encargado la reforma de una vieja casa de la Calle della Morte. Un elemento curioso de la casa era una columna metálica que recorría el edificio en toda su extensión, desde los cimientos hasta la cubierta. A día de hoy nadie sabe por qué la pusieron allí. Mi padre estaba trabajando como obrero en el sótano de la casa. Un día se encontró con un recio estuche de metal que estaba justo debajo de un compartimento semiesférico, en la base de la columna metálica. Escondió el estuche y más tarde, una vez a solas, abrió la cerradura por la fuerza.

Creo que se llevó una pequeña desilusión, pues el estuche no contenía ni oro ni joyas. En vez de eso, lo que encontró fue un fragmento de una carta. Estaba escrita en un pergamino muy antiguo que se deshacía por todas partes. Había sido escrita en latín, un idioma totalmente desconocido para él.

Mi padre murió unos años después y yo heredé la caja y la carta. Pero no fue hasta 1709, cuando contaba yo treinta y dos años, cuando presté atención a aquella reliquia. Había permanecido olvidada muchos años. Un día, estaba vaciando un armario para hacer sitio a unos manuscritos y partituras nuevos, cuando la encontré.

Era un fragmento de carta, escrito nada más y nada menos que por Contessina de’ Medici, la mujer de Cosimo el Viejo. Estaba dirigida a un hombre llamado Niccolò Niccoli. Trágicamente, gran parte del original se había perdido, pero ofrezco aquí el resto.

Decimotercer día de junio, año de Nuestro Señor de 1470.

Mi noble Niccolò:

Han pasado ya seis años enteros desde que falleciera mi amado Cosimo y tú y yo estamos haciéndonos muy viejos. Pronto me llegará la hora de cumplir las promesas que hice un día, y de completar la tarea iniciada hace tantos años…

… No me malinterpretes, mi querido amigo, admiro tu laboriosidad y considero que la crónica que escribiste hace más de medio siglo pertenece a la máxima categoría de erudición y calidad literaria. Pero tengo miedo. No necesito recordarte lo delicado del asunto. Nadie debe conocer la verdad de nuestro gran descubrimiento, al menos no en nuestro tiempo. Confío en tu integridad y sé que serás precavido, que nunca dejarás que tus textos caigan en las manos equivocadas, pero no tengo la misma confianza en otros y, tristemente, nos hallamos cerca del final de nuestros días…

… Tengo planeado visitar en breve a los cartógrafos y a través de ellos esconderé el tesoro… Mientras escribo estas líneas tengo junto a mí el frasco, listo para dejar oculto a la vista lo que ocurrió en Golem Korab…

… ¿Me permitirías depositar tus escritos junto al tesoro?… ¿para que queden a buen recaudo? A continuación te envío, sólo para ti, la pista:

… Con los cartógrafos… la tela Santa…

La cruz de hierro… en el centro exacto…

Tu amiga,

… Contes…

Quedé inmediatamente cautivado y perplejo. Resultaba especialmente frustrante que la última parte hubiese quedado en tan mal estado y que se hubiesen perdido fragmentos de la pista. Huelga decir que me sentí impelido a saber más.

Aconteció que a las pocas semanas me apartaron de plano de mi cargo como maestro de violín en el Pio Ospedale della Pietà. Al parecer, no era del agrado de algunos de los administradores de más edad. Por suerte, recibí una pequeña herencia de mi padre y había conseguido ahorrar un poco de dinero por mi cuenta. Dediqué un tiempo a buscar a la familia Niccoli, quienes resultó que procedían de un linaje muy antiguo y aristocrático. El descendiente varón directo de Niccolò Niccoli vivía entonces en Palazzo Moritti, una enorme finca próxima a Padua. Convencí al director del Pio Ospedale della Pietà para que me escribiese una carta de presentación y, una semana después de haberme quedado sin mi puesto en Venecia, hallé empleo como profesor de música de la generación más joven de Niccoli.

En el Palazzo Moritti disfruté de mucho tiempo de ocio. Sólo impartía lecciones dos horas al día; el resto del tiempo lo dedicaba a la contemplación y a la composición de música. Pero yo me hallaba allí con un propósito concreto: averiguar todo lo posible sobre la relación entre la familia de los Medici y la de los Niccoli, para rellenar los huecos que quedaban en el manuscrito de Contessina. ¿Qué naturaleza había tenido su viaje? ¿Y cuál era el motivo que la llevaba a revestirlo todo obsesivamente de secreto?

Hallé respuestas en la magnífica biblioteca, un monumento al recientemente fallecido cabeza de familia, Michelangelo Niccoli, que había sido un ávido coleccionista de textos arcanos amén de archivero de la familia.

El texto crucial se encontraba recogido en tres volúmenes de viajes escritos por Niccolò Niccoli. No puedo divulgar el contenido de aquellos libros, pues se refieren a las cosas más terribles imaginables. Leí hasta la última palabra escrita por aquel hombre. Tanto me cautivaba su narración que estuve a punto de ser descubierto en la biblioteca, un recinto estrictamente privado de la familia. De hecho, estaba tan fascinado que robé los tres volúmenes, entregué mi minuta en cuanto pude y regresé a Venecia.

A lo largo de los seis meses siguientes llené todo mi tiempo libre copiando los diarios de Niccolò Niccoli. Tenía la indudable intención de devolver los originales a la familia. Cuando hube acabado la transcripción, envié los libros bajo anonimato al Palazzo Moritti, a través de un discreto intermediario.

Mi empeño en desentrañar los secretos de los Medici avanzaba lentamente debido a que mucho de la parte final del diario estaba redactado en una especie de clave que tardé años en descifrar.

Ahora puedo al menos sentir cierto orgullo por haber tenido la fuerza de voluntad precisa para parar. He llegado al final de mi vida y confío la carta y las copias de los diarios a mi mejor amigo, Gabriel Fabacci. Yo mismo las cogería y las destruiría, pero me siento incapaz siquiera de volver a posar la vista en esos documentos. Aconsejaré a mi amigo que destruya la compilación, o que los mande, tal vez, a quienes más derecho tienen a conservarla: la familia Niccoli.

Que Dios se apiade de mí.

Antonio Vivaldi

26 de julio de 1741, Viena

Jeff se empujó con las manos para retirar la silla.

—Conque este fragmento de la carta de Contessina es el «venerable documento» al que se refería Bruno. En su propia crónica, decía que tenía una pista pero que no había encontrado nada. Su criado, Albertus, debió de depositar el fragmento de carta en el Gritti Badoer, donde el padre de Vivaldi lo encontró casi cien años después.

—Así pues, es evidente que tenemos que echar un vistazo a los diarios de Niccolò Niccoli.

Jeff estaba a punto de responder a eso cuando sonó su móvil.

—Papá, soy Rose.

—Hola, cariño.

—Acaban de llamar del hospital: Roberto se ha despertado y quiere veros.

—Entonces, ¿realmente habéis leído la transcripción? Es increíble.

Roberto tenía tubos en los dos brazos y le habían puesto un pulsioxímetro con los cables sujetos en una peana, junto a su cama, cerca de un monitor de actividad cardiaca que no paraba de emitir pitidos. Tenía magulladuras en la cara, una ristra de tiras de esparadrapo le juntaba los bordes de una brecha en la frente y tenía partido el labio superior. Era evidente que sentía mucho dolor, pero que trataba de que no se le notase.

—¿Alguna novedad sobre el pistolero?

—Candotti parece tener tan poco a lo que agarrarse como cuando murió Sporani.

—Seguro que le tendré por aquí interrogándome en cuanto los médicos le den autorización.

—Pues que el gorila de la puerta le pare los pies. —Jeff y Edie habían estado a punto de no poder acceder a la habitación privada de Roberto gracias a la vigilancia de su guardaespaldas personal, una mole de ciento treinta kilos vestido con traje negro.

Roberto hizo una mueca al sonreír.

—Oh, Lou es un gatito cuando le conoces bien.

—No estoy seguro de querer conocerle mejor —replicó Jeff frotándose la zona del brazo por donde le había agarrado mientras le hacía pasar a la habitación, unos minutos antes.

—Tafani sí fue de gran ayuda —dijo Edie—. Aun así, con la pista del Gritti Badoer estamos completamente en blanco.

—No te preocupes por eso; es cosa mía. Por cierto, ¿la tenéis?

Jeff tendió a Roberto el papel con membrete del hotel.

—Gracias. Tenéis que seguir la línea de investigación relacionada con Vivaldi. Id a Padua en cuanto podáis.

—Eso es más fácil en la teoría que en la práctica.

—Bobadas. No tenéis más que llamar a la familia Niccoli.

—Oh, por supuesto… qué fácil —empezó a decir Jeff en tono sarcástico, y se detuvo—. ¡Un momento! No me lo digas: les conoces.

—Bueno, a decir verdad…

Edie se rió y se inclinó hacia delante para acariciarle a Roberto la mejilla con la palma de la mano.

—No tienes precio.

—Vaya, gracias…

Se oyeron unos suaves golpes de nudillos en la puerta y entró Aldo Candotti.

Roberto hizo todo lo posible por sonreír.

—Estábamos justo hablando de usted, subprefecto.

Jeff se dirigió a la puerta y Edie besó a Roberto en la mejilla.

—Y Jeff —dijo Roberto desde la cama, con semblante serio—. Llevaos a Rose con vosotros.

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