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Authors: Michael White

El secreto de los Medici (26 page)

BOOK: El secreto de los Medici
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En tiempos, el Palazzo Moritti había formado parte de una inmensa finca situada a unos cuatro kilómetros y medio del centro de Padua. Con el paso de los siglos habían ido vendiéndose trozos de tierra y ahora era una mera sombra de su esplendor de antaño, una majestuosa mansión enclavada en un exclusivo barrio de las afueras.

Edie, Jeff y Rose salieron de Venecia a primera hora en un coche alquilado. Rose no se volvió loca con la idea de tener que ir pegada a ellos, pero Jeff no estuvo dispuesto a admitir un no por respuesta. Durante la mayor parte del viaje la niña se mantuvo encerrada en sí misma, en el asiento de atrás, escuchando su iPod.

Concertar una entrevista había resultado ser, efectivamente, una tarea tan fácil como Roberto había dicho que sería, y Giovanni Ricardo Marco Niccoli, el vigésimo tercer
barone
, se había mostrado encantado de conocer a unos amigos de Roberto Armatovani.

El
palazzo
se encontraba en una calleja tranquila de las afueras de Padua, trazada de este a oeste, flanqueada de árboles y a la que se accedía por una avenida principal. Cruzaron unas majestuosas verjas de hierro forjado y prosiguieron por una pista ancha de grava que los llevó por un bosquecillo de cipreses hasta el hermoso Palazzo Moritti, del siglo XV, diseñado supuestamente por un discípulo de Brunelleschi. Un mayordomo elegantemente vestido salió a recibirles a la enorme puerta principal y los escoltó a lo largo de un pasillo lleno de eco hasta un salón.

El
barone
Niccoli les esperaba. Era un hombre alto, vestido con un caro traje azul oscuro. Tenía el pelo blanco y ondulado y unos ojos castaños cálidos y afables.

—Bienvenidos —dijo, con un inglés apenas teñido de acento. Estrechó la mano a Jeff y saludó a Edie con un beso en el dorso de la suya—. Y tú debes de ser Rose. Una auténtica rosa inglesa, por lo que veo.

Rose sonrió de oreja a oreja y todo su enojo acumulado se deshizo al instante.

—Imagino —siguió diciendo el
barone
Niccoli— que no te habrá hecho ninguna gracia haber sido arrastrada hasta aquí por culpa de los asuntos de tu papá. ¿Estoy en lo cierto?

—Durante todo el viaje hizo como si no existiéramos —declaró Jeff.

—¡Papá…!

Niccoli se rió.

—Bueno, yo tengo el antídoto perfecto contra el aburrimiento.

Nada más pronunciar aquellas palabras, dos jóvenes entraron en el salón andando a zancadas. Iban en vaqueros con rotos y camiseta, pero sus rasgos resultaban aristocráticamente clásicos. Aún más llamativo era el hecho de que fuesen como dos gotas de agua, al menos a ojos de un desconocido.

—Rose, éstos son mis hijos: Filippo y Francesco.

Uno tras otro, saludaron a Rose estrechándole la mano.

—¿Te gusta el motocross?

—Bueno… —interrumpió Jeff.

Rose le lanzó una mirada.

—Nunca lo he hecho, pero me gustaría probar. —Dedicó una mirada retadora a los adultos.

—Es bastante seguro, Jeff, llevan protecciones por todo el cuerpo y casco —explicó Niccoli.

Unos segundos después Edie y Jeff estaban sentados en compañía del
barone
, con sendas tazas de café en una mesa entre ellos y él.

—Bueno, cuéntenme más detalles sobre lo que les ha traído aquí. Por cierto, ¿está bien Roberto? Me sorprendió un poco que no me telefonease él personalmente.

—Sufrió un accidente. Nada demasiado grave, pero tendrá que guardar cama unos días.

—Cuánto siento oír eso. Me encantaría volver a verle. Tenía a su padre en gran estima.

—Estamos preparando un documental histórico para la televisión —dijo Edie—. El presidente de la Sociedad Vivaldi de Venecia nos habló de usted. Al parecer, el compositor se hospedó aquí durante unos meses, entre 1709 y 1710.

—Sí, correcto.

—Y quedó fascinado con los diarios de uno de sus antepasados, Niccolò Niccoli, el condotiero que además fue amigo íntimo de Cosimo el Viejo.

El
barone
estiró el brazo para coger su
espresso
y dio un sorbo.

—Sí, entiendo la atracción que reviste para la televisión. La historia está poblada de conexiones entre unos personajes históricos realmente fascinantes. Mi ilustre antepasado fue el primero en elevar a nuestra familia a la clase aristocrática. Le debemos mucho.

—Los diarios resultan particularmente interesantes —siguió diciendo Jeff—. El episodio en que Vivaldi acude aquí para instruir a varios miembros de la familia se sale completamente de lo normal. Nos interesa la descripción que hace de cuando robó los diarios para luego devolverlos en un ataque de arrepentimiento.

Niccoli rió entre dientes.

—Así fue, aunque yo creo que la historia se ha exagerado bastante. —Suspiró—. En fin, les ayudaré en lo que esté en mi mano. Hasta hace poco poseíamos varias copias de los diarios. En la década de 1920 un conocido historiador británico, J. P. Wheatley, pasó un año aquí traduciendo los originales y trabajando con la versión que Vivaldi había transcrito y devuelto a mis antepasados a consecuencia de lo que usted denomina un «ataque de arrepentimiento». Pero entonces se produjo el incendio.

Jeff y Edie se cruzaron una mirada preocupada.

—¿No conocen ese detalle? Ocurrió hace más de treinta años, en algún momento de 1977. Yo estaba en Oxford. Mi padre se encontraba enfermo y mi madre, la
baronessa
, había muerto, lo cual en cierto sentido fue un alivio. Ella amaba la biblioteca y aquello la habría destrozado.

—¿Fue un incendio provocado? —preguntó Edie.

—Sí, se supo que lo habían cometido unos horribles matones de poca monta de la ciudad. La policía los apresó, pero nada pudo devolvernos lo que se había perdido. La mitad de la biblioteca quedó destruida: varias Biblias de incalculable valor, una primera edición del
Mensajero de las estrellas
de Galileo, también este de valor incontable. Perdimos más de dos mil ejemplares, entre ellos la edición de Vivaldi de los diarios de mi antepasado y prácticamente todo lo que tradujo el profesor Wheatley. Sólo pudimos salvar unas cuantas páginas del primer volumen.

—Pero ¿los originales sobrevivieron?

—Posiblemente.

—¿Qué quiere decir?

—Los incendiarios eran también ladrones. Antes de iniciarse el fuego, retiraron de las estanterías unos cuantos volúmenes. Sin embargo, eran bastante ineptos. A lo largo del año siguiente se localizaron varios tomos extremadamente valiosos. Al fin y al cabo, les resultaba prácticamente imposible vender los libros. Hallamos uno de Petrarca, otro de Aristóteles, dos de Boiardo y una colección de dibujos originales de anatomía de Leonardo.

—¿Pero los diarios nunca aparecieron?

—Tristemente, no.

Jeff miró a Edie; la decepción era evidente en su rostro y reflejaba la suya propia.

—Siento no poder serles de más ayuda.

—Ha mencionado una parte de uno de los tomos que se salvó de las llamas. ¿La conserva aún?

—Sí, pero no es más que un fragmento del original.

—¿Podríamos verlo?

El
barone
apuró su taza y la dejó en el platillo.

—Síganme.

Fueron por un ancho pasillo hasta llegar a una estancia amplia. A un lado, unas ventanas de cristal ofrecían las vistas de exuberantes jardines y de un lago con un cenador de color azul claro construido sobre pilotes en uno de los extremos del agua. La pared de enfrente estaba revestida con paneles y exhibía una hilera de retratos, en los que la nariz característica de la familia se repetía casi como una fotocopia, a lo Warhol renacentista.

Cruzaron una puerta doble y continuaron por un pasillo decorado con sencillez. El
barone
se detuvo al llegar a un pasadizo abovedado y les hizo pasar a la biblioteca, una sala de grandes dimensiones, sin una sola ventana. Nada indicaba que hubiese sido reconstruida a finales de la década de 1970. En el centro había dos sofás de aspecto antiguo, colocados respaldo contra respaldo. Tres de las paredes estaban forradas de estanterías hasta el último centímetro, repletas de miles de libros.

—Qué envidia —comentó Jeff.

—Nuestros mayores tesoros se guardan aquí, en estas vitrinas de cristal —dijo Niccoli—. Tras los sucesos de 1977, quedó claro que teníamos que ser un poco más cuidadosos.

Abrió una de las vitrinas marcando una secuencia numérica en un teclado. Debajo de tres estantes de lomos de piel había dos anchos cajones. Al abrir el inferior, Edie acertó a ver un trozo de papel de seda y unas láminas plastificadas. El
barone
extrajo lentamente una carpeta de piel y la trasladó a una mesita.

Dentro había cuatro láminas de papel protegidas con plástico por medios profesionales. Cada una de las páginas estaba hecha pedazos y dos de ellas presentaban evidentes marcas de quemado en los bordes. Una de las páginas estaba fragmentada en tres trozos que habían sido dispuestos de tal manera que pudiera leerse el texto.

—¿Esto es todo lo que queda de la traducción inglesa? —preguntó Jeff, sin poder dar crédito.

—Trágicamente, es todo lo que sobrevivió de los tres volúmenes. Según el informe de la policía forense que recibimos unos seis meses después del incendio, hay ciertas pruebas que confirman que la copia de Vivaldi quedó destruida durante el fuego. También se quemó un noventa y cinco por ciento de la traducción en tres volúmenes del profesor Wheatley. Aparecieron unos diminutos fragmentos de papel carbonizado que presentaban la misma filigrana que estas páginas, pero los originales auténticos, escritos de puño y letra de mi antepasado… en fin, espero que no los tiraran a un río o que los usaran para revestir tuberías. Prefiero pensar que alguien, en algún lugar, conserva los diarios como un tesoro, aun sin tener derecho a poseerlos.

—¿Me permite? —preguntó Edie.

—No faltaba más. Tómense su tiempo, se lo ruego. Lean estos tristes restos. Tengo unas cuantas tareas aburridas de las que ocuparme.

… el rescate fue verdaderamente un milagro, pero Cosimo no lo apreció en aquel momento. Descubrió muchas cosas sobre su prometida, pero lo que aprendió fue tal vez demasiado brutal como para aceptarlo de buen grado. Sólo mucho más tarde me enteré de los detalles más concretos de su aventura en Venecia: la historia del extraordinario Luigi, lo del cura traidor, lo de la lucha en la capilla…

… el capitán y toda la tripulación, excepto seis marineros, perecieron en aquella espantosa tormenta. Yo no sé cómo conseguí llegar a tierra. Sólo recuerdo el frío, el agua helada y los gritos. Encontré el cuerpo de Caterina ahogada e hinchada. Para mi gran alivio y dicha, Cosimo y Contessina habían sobrevivido, pero se encontraban en estado de conmoción, al igual que Ambrogio, que salió del suplicio sólo con cortes leves y magulladuras.

El mar nos había arrastrado hasta una playa cercana a un pueblo de pescadores. Unos viejos nos encontraron y nos llevaron a la aldea. Todos se portaron con suma amabilidad. En un momento dado, llegaron a la orilla parte de los víveres que llevaba el barco. Cogimos lo que necesitábamos para el resto de nuestro viaje y dejamos el resto para que se lo repartiesen nuestros rescatadores. Era lo mínimo que podíamos hacer por quienes nos habían dado comida y cobijo.

Los integrantes de la tripulación que habían sobrevivido se quedaron en Ragusa a esperar un barco que los llevase a Italia. Nosotros permanecimos en esa elegante y noble ciudad el tiempo justo para orientarnos y prepararnos para el viaje hacia el sureste, hacia Macedonia. Empleamos algunos de los objetos de valor que rescatamos del Gisela para intercambiarlos por caballos, suministros y mapas y para pagar a guías locales…

… una tierra salvaje. Sólo diez o doce años antes el lugar había sufrido la invasión de los turcos. Las gentes, míseros campesinos casi en su totalidad, vivían apenas un poco mejor que los esclavos. El sultán controlaba con mano férrea la vida cotidiana en esta penosa provincia, cuya población, por otra parte, vivía espiritualmente bajo el yugo del patriarca de Constantinopla…

… Nos hallábamos en grave peligro, por supuesto. Por un lado, nos parecía que lo más sensato era evitar a los numerosos soldados que mantenían a raya a los campesinos. Pero, por otro, éramos vulnerables a los ataques de los ajduks, los integrantes del movimiento de resistencia local. El tercer día, habiendo cruzado sanos y salvos la frontera de Macedonia, llegamos a las regiones más remotas, la falda de los Alpes Dináricos, y a la cumbre más elevada, el propio Korab…

… un país tan agreste e inhóspito. Ambrogio se quejaba sin cesar, por supuesto. Contessina y Cosimo eran inseparables y prácticamente actuaban como una sola persona, no sólo fortalecidos por lo que habían pasado sino además impelidos por una ardiente ambición. Yo, lo admito, estaba cansado. Pero, como viajero más experimentado, mis compañeros confiaban en mí…

… vimos una luz a lo lejos, en lo alto, en el cielo, cerca de donde Korab se erigía en medio de la oscuridad… pista de montaña nos llevaba directamente al este. Por el camino encontramos un villorrio compuesto por casuchas de piedra; habían sido arrasadas. En el interior de una de ellas había dos bultos negros: una madre y un niño abrazados, víctimas del fuego.

De todos mis viajes, aquélla fue la imagen más triste, una visión que me acompañará todos los días de mi vida. El olor a carne quemada y a paja carbonizada pesaba aún en el aire. Cierta clase de terror había pasado por allí poco tiempo antes, quizá la noche anterior.

A primera hora de esa noche alcanzamos la cima de la montaña y allí, mientras el sol flotaba bajo, envuelto en una bruma rojiza, alcanzamos a ver por primera vez el monasterio de Golem Korab…

… El abad, el padre Kostov, era un hombre alto y fornido. Aun ataviado con su hábito informe, burdamente tejido, poseía una indefinible dignidad. Había estudiado en Génova y en París y hablaba cuatro idiomas. Nos interrogó largo y tendido antes de permitirnos entrar en el monasterio. Pero en cuanto el abad nos aceptó como invitados, fuimos tratados con suma cortesía…

… primera noche cenamos con el abad en sus espartanos aposentos, junto a los dormitorios de los monjes, y le hablamos de nuestra misión. Él nos explicó que se encontraban en peligro. Un señor de la guerra llamado Stasanor había arrasado las aldeas cercanas y había puesto sus codiciosos ojos en ellos…

… pasaron tres días desde nuestra llegada cuando por fin nos mostró la biblioteca… muchas maravillas que hicieron que nuestras tribulaciones merecieran la pena. Desde aquel momento, Cosimo y Ambrogio Tommasini rara vez se dejaban ver; el buen abad les había dado total libertad para moverse por el lugar, así como permiso para copiar todo aquello que quisieran…

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