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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (111 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Ahora Ankhesenamón se debía a su esposo, al que amaba sobre todo lo demás. Había intentado darle hijos, pero no había sido posible. Su vientre se encontraba infecundo a su simiente, aunque ella tuviera esperanzas de que algún día dejara de serlo. La Gran Esposa Real ya había sido madre una vez, y estaba convencida de que el milagro volvería a repetirse. Tutankhamón necesitaba un heredero, y Ankhesenamón conocía las consecuencias que podría tener el no dárselo.

Con la llegada de la pubertad, Tutankhamón había sufrido un nuevo trastorno en su ya maltrecha salud. Su pie izquierdo comenzó a imposibilitarle andar, y poco a poco sus dedos se fueron deformando hasta el punto de que le era necesario el uso de un bastón para caminar. Aquel hecho supuso un golpe terrible para el joven faraón que quería convertirse en guerrero. Con un problema semejante nunca podría estar al frente de su ejército en el combate, y durante mucho tiempo Tutankhamón entró en una especie de melancolía que le hizo aún más vulnerable. Entonces el faraón se refugió en brazos de su amada esposa, que lo agasajó con sus mimos y le dio todo su cariño. Juntos recorrían las aguas del Nilo en su pequeña barca y cazaban en los marjales aves acuáticas. El bastón se había convertido en compañero inseparable del dios, y la Gran Esposa Real le ayudó a sobreponerse, como ella misma había tenido que hacer desde su infancia, al hacerle ver que Nebmaatra también tuvo un defecto en uno de sus pies, y que esto no fue óbice para que se convirtiera en un gran faraón.

Neferhor se compadeció aún más del joven rey por este motivo, y sin embargo en cada ocasión el soberano le demostraba su pundonor, y el deseo de alcanzar sus sueños para llevar a cabo con dignidad la misión que le habían encomendado los dioses.

A menudo, el faraóD9n se refugiaba entre sus caballos, para dirigirse a su pabellón de caza en Guiza, desde donde salía con su carro en busca de antílopes y gacelas, sin importarle el peligro que esto representaba para él.

Neferhor siempre pensaría que en aquellos momentos el monarca se sentiría libre; lejos de las miserias humanas con las que se veía obligado a convivir a diario. Allí era feliz, y el viento que lo acariciaba en tanto galopaba por las doradas arenas le susurraba en sus oídos todo cuanto necesitaba escuchar.

Qué duda cabe que aquel cambio en la personalidad del joven faraón no pasó desapercibido a nadie; era lo natural. Tutankhamón estaba a punto de convertirse en hombre, y así era como deberían tratarle en adelante.

Horemheb se adelantó a los demás, como solía ser habitual. La habilidad de aquel hombre era causa de asombro. El general era capaz de poner orden con su mera presencia, y paz con el poder de su palabra. Tenía un don natural para ello que nadie más poseía, y su figura se agrandaba por momentos. Él aseguraba que todo se lo debía a Horus, su santo patrón, y todos se miraban al escucharle decir aquello, puesto que aquel dios también era el protector del faraón. En cuanto el general se percató de los cambios que operaban en el joven, lo atrajo más, como si en verdad se tratara de un camarada de armas de toda la vida. Le hacía partícipe de cualquier movimiento de sus ejércitos, para contarle cuanto ocurría en las habituales escaramuzas del norte de Siria, como si el faraón en persona hubiera combatido en ellas, y hablaban de sus pormenores.

Horemheb alababa con frecuencia la habilidad del dios en el tiro con arco, y su bravura al conducir los caballos de su biga mientras lanzaba sus flechas.

—El Hatti conocerá pronto el poder del faraón. Amón guiará tu brazo en la batalla y pisotearás al vil asiático —exclamaba en ocasiones el general.

Tutankhamón sentía una gran predilección por Horemheb, y un día se encargó de agrandar aún más su figura cuando ante toda la corte le declaró heredero al trono de las Dos Tierras en caso de que muriera sin descendencia. A partir de aquel instante el general acaparó todavía más poder, pues muchos dignatarios buscaron su amistad ante la posibilidad de que Horemheb llegara a ser un Horus viviente.

Mientras, el astuto Ay observaba en silencio, y su hijo Nakhmin se preparaba para lo que consideraba un enfrentamiento inevitable.

—Ahora que gobierno las Dos Tierras con pulso firme, te nombraré grande del Alto Egipto —señaló el faraón.

—¿Estás loco, Tut? ¡Pero si apenas soy un simple escriba! Me harías un flaco favor si tomas una decisión como esa. Es preferible ir paso a paso, hasta el día en que pueda ser merecedor del puesto que me propones. Me conformo con ser escribano en algún tribunal de Menfis.

—¿Olvidas que yo soy la ley en Egipto, amigo mío? Soy el juez supremo de Kemet; el gran
sedjemy
. Yo nombro o depongo a los visires. Ahora siento la presencia de Horus en mi interior, y tomo mis propias decisiones.

Nebmaat se le quedó mirando un momento, y luego perdió su vista por la planicie. Aquel día ambos amigos habían salido de Menfis bien temprano para dirigirse a la cercana Guiza, el lugar favorito del dios. Durante la mañana, Nebmaat había acompañado al faraón en sus cacerías, montado en el mismo carro. El joven escriba sentía cómo el rey se transformaba al poner los caballos al galope, en tanto perseguía a sus presas. Sin lugar a dudas Tutankhamón era un buen auriga, pero la lesión que padecía en uno de sus pies hacía que con cada bote Nebmaat creyera que el rey saldría despedido del carro. Al faraón le costaba mantener el equilibrio, aunque se esforzara en disimularlo. Como había cazado un avestruz, el señor de las Dos Tierras se mostraba eufórico y también dadivoso. Mas ahora ambos amigos descansaban a la sombra, en el pabellón de caza, mientras se refrescaban.

—Como se entere mi padre de que he vuelto a montar en la biga contigo, tendré un buen problema —dijo Nebmaat como distraído.

Tutankhamón lanzó una carcajada.

—¡Ya somos hombres, Nebmaat! Además, ¿a quién debes obediencia? ¿A tu padre o al dios de la Tierra Negra?

Nebmaat se lamentó, negando con la cabeza.

—Le di mi palabra, Tut, pero últimamente acabas por salirte siempre con la tuya.

—¡Ja! Así debe ser, ¿no te parece? Además, los médicos me han asegurado que debo fortalecer mi pierna y no dejar que el mal que ataca mi pie me postre como si fuera un viejo.

Nebmaat no dijo nada, pues se sentía muy triste por el estado de su amigo. Desde hacía un tiempo, Tutankhamón había contraído unas fiebres que le postraban en cama durante días, en los que deliraba. Sus allegados aseguraban que su abuela, la reina Tiyi, también las había padecido, y los
sunu
de palacio hacían constantes ofrendas a Sekhmet para que liberara al faraón de todas las enfermedades que sufría.

—Observa la inmensidad de este lugar —dijo el faraón, mientras señalaba la planicie y las cercanas pirámides—. A mi padre también le gustaba venir aquí. Aseguraba que el Atón hacía que las moradas de los antiguos faraones brillaran más que ningún otro monumento de Egipto. Nadie ha vuelto a construir algo semejante —concluyó en tanto contemplaba embelesado la gran pirámide.

—La esfinge me parece más enigmática —apuntó Nebmaat.

—Y a mí. Ella vigila el oriente y simboliza los poderes solares. Siempre que la miro me acuerdo de mi antepasado, el príncipe Tutmosis. Menuda historia.

—La conozco.

—A Tutmosis también le gustaba cazar, como a mí. Creo que tenemos muchos puntos en común —se ufanó Tutankhamón—. Te confiaré que yo también me dormí a la sombra de la esfinge una tarde, como en la historia de Tutmosis.

—¿Y vino a visitarte Harmakis, igual que le ocurrió al príncipe? —se burló NebmanCat.

—Qué va. El dios no se dignó aparecer, aunque no me hiciese falta, pues yo ya era faraón. —Nebmaat asintió divertido—. Yo creo que no necesitaba pedirme nada —continuó Tutankhamón—. Como verás, la esfinge no se halla cubierta por la arena, y no era preciso que Harmakis me propusiera liberarla a cambio de hacerme rey. Sin embargo, siempre que me siento a la sombra noto el poder del dios. Él es el «Horus que está en el horizonte».

Nebmaat observó durante un rato la enorme escultura de piedra que desafiaba al tiempo y a los elementos, y pensó que junto a ella el faraón se liberaba de sus preocupaciones y del asedio constante de sus consejeros. El joven escriba le preguntó si no se sentía agobiado por ello.

—Da lo mismo lo que sienta. Entra dentro de mis obligaciones —contestó el rey, muy digno.

Nebmaat miró hacia el horizonte distraídamente, pues hacía tiempo que conocía los intereses de la corte. Como le ocurriera a su padre, él también se compadecía del joven monarca.

—El Divino Padre, Ay, me aconseja que procure mantener el equilibrio en el reino, y que guarde mis emociones dentro de mi corazón. Me advierte de que los hombres más próximos al faraón son siempre los más peligrosos. A veces me gustaría ser como tú; libre de responsabilidades.

—Tu naturaleza divina te lo impide —bromeó Nebmaat—, pero te advierto que para el resto de los mortales la vida no resulta tan fácil.

Tutankhamón hizo un ademán con la mano, como para quitar importancia a aquellas palabras.

—Pronto marcharemos a la guerra —le confió el faraón a su amigo—. Estoy deseando ponerme al frente del ejército, como hicieron muchos de mis antepasados. Horemheb asegura que ya estoy preparado para ello.

Nebmaat le miró sorprendido.

—Todavía no es oficial —continuó Tutankhamón—, pero dentro de muy poco saldremos de Menfis hacia Retenu. Obtendremos una gran victoria, ya lo verás. A mi regreso celebraremos el triunfo y te nombraré
sedjemy
de los tribunales de la capital. Los dioses acabarán por sonreírnos a todos. —Su amigo se quedó pensativo—. Hoy mismo ordenaré al supervisor del Tesoro que cobre el impuesto sobre toda la tierra desde el Delta hasta Asuán. Necesitaremos todos nuestros
deben
para costear la campaña —continuó el rey en tanto hacía señas para que un lacayo le acercara su bastón. Acto seguido se levantó con gesto de disgusto—. El gran Nebmaatra tenía uno de sus pies en peores condiciones —apuntó Tutankhamón.

—El momento de gloria que tanto esperabas ha llegado —le dijo Nebmaat para animarle.

Tutankhamón sonrió abiertamente y lo miró con picardía.

—Hay otra noticia que deseo confiarte. Pero me tienes que prometer que no se lo dirás a nadie, joven escriba.

—Te lo juro por el divino Thot, mi santo patrono, gran faraón.

—¡Ja, ja! Se trata de algo que me colma de alegría. Ankhesenamón, mi amada esposa, está embarazada.

6

Neferhor hacía una exposición de la situación mientras Horemheb lo escuchaba con atención. El permanente estado de agitación en el que se hallaba todo el Oriente Próximo invitaba a las revueltas, y la Casa de la Correspondencia del Faraón recibía con interés cualquier movimiento que se produjera en la región. La política conspiradora que la diplomacia egipcia alentaba en algunas naciones comenzaba a dar sus frutos, y el
sehedy sesh
informaba al general de un hecho de la mayor importancia.

—No hay ninguna duda de cuanto acabo de decirte, Horemheb. Ha estallado una rebelión en el este de Mitanni contra sus conquistadores hititas. El Estado de Asiria la apoya, tal y como esperábamos desde hacía algún tiempo.

El general sonrió abiertamente.

—Nuestros embajadores consiguen lo que los militares no podemos —señaló—. Sabíamos que Asiria se sentía fuerte. Poco a poco irá reclamando su espacio vital.

—Los pactos que hemos forjado con ellos nos serán de gran utilidad en el futuro. Los asirios pueden mantener viva la llama de la confrontación entre sus vecinos y el Hatti, en una guerra que desgastará aquella región. La rebelión que se ha iniciado nos favorece.

—Y nos da la oportunidad de resarcirnos de las incursiones hititas en nuestro territorio de Amki. Suppiluliuma tendrá que enviar sus tropas a Oriente a combatir de nuevo a los mittanios, y nosotros aprovecharemos la oportunidad para reconquistar la ciudad de Kadesh. Ese lugar es la llave de Retenu —matizó el general—. Te felicito, gran Neferhor. Nunca me defraudas.

Este hizo un gesto burlón.

—Sin duda se nos presenta una buena ocasión para recuperar esa plaza. Pero tú mejor que nadie conoces el precio que podríamos pagar. Las arcas distan mucho de hallarse tan boyantes como para emprender una aventura semejante.

—Así es. Ayer mismo Nebkheprura, vida, salud y prosperidad le sean dadas, ordenó a Maya cobrar impuestos sobre toda la tierra cultivable de Kemet —señaló el general. El
sehedy sesh
hizo un gesto con el que daba a entender sus recelos—. Ya sé que no será suficiente, pero una oportunidad como esta nos obliga a no desaprovecharla. El precio no importa si resulta del agrado de los dioses —apuntó Horemheb con el tono enigmático que gustaba de emplear en ocasiones. Neferhor lo miró fijamente—. Nuestros queridos vecinos comprobarán que no nos olvidamos de ellos, ni tampoco de lo que nos pertenece. Suppiluliuma no podrá atender dos frentes con garantías. Eso nos permitirá tomar Kadesh y dar confianza a los pocos vasallos que nos quedan —indicó el general—. Además, el dios se mostrará al frente de su ejército como corresponde a Ehun verdadero faraón guerrero. Eso a todos les llenará de temor.

El escriba se quedó perplejo.

—¿Nebkheprura al frente de las tropas?

—Así es, amigo mío.

—Pero... eso es una locura. El dios se encuentra imposibilitado para caminar. ¿Cómo podría combatir? Su vida correría peligro.

—Bueno, en la guerra todos lo corren.

—Un muchacho que apenas puede andar, al frente de las tropas..., me parece un riesgo exagerado.

—Nebkheprura ya tiene diecisiete años. A esa edad un faraón debe demostrar su coraje, y Tutankhamón lo posee —aseguró Horemheb sin inmutarse.

—Conozco al dios, y me temo que su arrojo no sea suficiente en una empresa como esta.

—Yo me encargaré de que el rey esté bien protegido en todo momento, buen Neferhor. Te advierto que el faraón desea partir lo antes posible.

El escriba permaneció pensativo durante unos instantes.

—Ya veo —dijo al fin—. Kemet sigue su camino allá donde le lleve.

—Así debe ser. Tú tendrías que saberlo mejor que nadie.

—Entonces Ay quedará como regente de la Tierra Negra. Él dirigirá el país en vuestra ausencia.

—Ya lo hace a diario —rio Horemheb, divertido—. Aunque cuento contigo, como siempre. —Neferhor arqueó una de sus cejas—. No pongas esa cara —prosiguió el general—. Tutankhamón regresará a Egipto antes de lo que piensas, pero yo continuaré en Retenu hasta que podamos afianzar nuestras posiciones. Harías bien en evitar que el dios se deje influenciar por quien no le conviene. Todo sigue su curso y así debe continuar. Egipto no se puede permitir un solo paso atrás.

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