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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (113 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Esa misma tarde, Neferhor escribió a Horemheb para informarle de las malas noticias. Cuando el mensajero partió, el escriba se quedó un rato pensativo. Los acontecimientos tomaban un curso inesperado, y en Kemet el que más o el que menos sacaba sus propias conclusiones. El clima de velada inquietud que el
sehedy sesh
tan bien conocía se presentaba de nuevo, como ya ocurriera antaño, y muchos se preguntaban si en verdad la Tierra Negra no se hallaba maldita. La herejía había traído consigo a los demonios, y estos no se marcharían hasta que el último vestigio del apóstata desapareciera de Egipto.

El escenario cambiaba como por ensalmo. Nadie parecía dar ninguna oportunidad al joven faraón, que correría la suerte que los dioses hubieran determinado para él. Así eran las cosas, y solo cabía prepararse.

A los pocos días del accidente, Tutankhamón entró en una especie de delirio. Sufría una fiebre muy alta, y los
sunu
se veían incapaces de controlar la infección de la terrible herida de la pierna. Las convulsiones que el dios sufriera con anterioridad aparecieron de nuevo, y el pesimismo se apoderó de palacio y de todos los corazones que amaban al faraón. Ankhesenamón apenas se separaba de su lado, y Ay pasaba gran parte del tiempo junto al soberano, que había terminado por entrar en un estado de inconsciencia del que apenas salía.

Neferhor recibió un escueto mensaje de Horemheb, por el que se daba por enterado, eso fue todo; mientras, Kemet se encaminaba otra vez hacia las sombras.

Una fría mañana de
meshir
, segundo mes de
Peret
, finales de diciembre, la tragedia se consumó. No supˀh]uso ninguna sorpresa para nadie, aunque cuando un faraón partía Egipto perdía su nexo de unión con los dioses, y el pueblo se creía vulnerable. Toda suerte de desgracias podían suceder hasta que el nuevo rey se sentara en el trono, y por ello los llantos y el luto cubrieron la Tierra Negra al saber que el joven Tutankhamón había muerto.

—El halcón ha volado —le dijo Maya a Neferhor cuando le dio la noticia.

Al parecer había fallecido empapado por un sudor que cubría la piel con una pátina macilenta, como de muerto en vida. Anubis se lo llevaba para rendir cuentas ante Osiris, como si fuera un paisano más, y como de costumbre el juicio siempre esperaba al final del camino, daba igual que se tratara de un faraón o de un pobre
meret.

Neferhor se apresuró a escribir a Horemheb. Durante los días que Tutankhamón había permanecido inconsciente, Ay se había movido con cautela, y en medio del secretismo que envolvía cada paso que daba el Divino Padre, el escriba se temía lo peor. Esta vez sus palabras estaban llenas de incertidumbre y preocupación. El dios había muerto, y el general debía regresar de inmediato para hacer valer sus derechos al trono de las Dos Tierras. Se hallaba en juego nada menos que la doble corona, y si Horemheb no volvía antes de que se celebraran los funerales, otro se apoderaría de ella. El destino de Egipto era más incierto que nunca, y el escriba no dudaba de que los chacales que durante años habían estado esperando su oportunidad se lanzarían a su conquista como carroñeros. El triunfo siempre era para los audaces, y Horemheb perdería sus opciones si no llegaba a tiempo.

Sin embargo, como en la anterior ocasión, el general se limitó a darse por enterado y contestar con una misiva que desconcertó al escriba.

Mi presencia en Retenu se hace necesaria. Permaneceré al frente de mis tropas hasta asegurar nuestras actuales fronteras. Espero poder regresar antes del verano para rendir pleitesía al nuevo dios.

Horemheb

Neferhor se quedó sin palabras. Después de todos aquellos años el escriba trataba de entender las razones que impulsaban al general a tomar una postura semejante. No le cupo duda de que debía de tenerlas, pero no acertaba a adivinarlas. Shai le ofrecía el reino de Egipto en aquella hora, y Horemheb lo desdeñaba de manera sorprendente; el general prefería quitarse de en medio como si no le interesara en absoluto el poder de la Tierra Negra. Ese era el mensaje que enviaba a la corte, y los dignatarios se miraron asombrados ante el desinterés que mostraba el hombre más poderoso de Kemet.

Sin embargo, otros no desaprovecharon una oportunidad como aquella, y el Divino Padre hizo valer sus derechos al trono como único miembro con vida de la antigua familia real. Ay se movió con rapidez, en tanto su sobrino nieto permanecía en coma, para asegurarse el poder de forma definitiva. Se hizo nombrar Hijo del Rey, de manera que no hubiera dudas acerca de la importancia que su corregencia en la sombra había tenido durante los últimos tiempos. Se entrevistó con los sacerdotes de Karnak, que incluso consintieron en que Ay inscribiera su nombre junto al de Tutankhamón en algunos alquitrabes del templo para formalizar su control del país. El Divino Padre habˀƀía obtenido el poder antes de que su antecesor muriese. Amón le daba su beneplácito, y a cambio Ay prometió abandonar por completo Akhetatón, como si nunca hubiera existido. Él era el heredero por ley, y nadie se atrevió a disputar el poder al antiguo maestro de Caballería.

Ay ofició los funerales de Tutankhamón, y de esta forma se convirtió en legítimo sucesor del fallecido faraón. Él sería el nuevo señor de las Dos Tierras, a pesar de que ya fuera un anciano.

Durante los setenta días que duró la preparación del cuerpo del difunto rey, antes de que este fuera depositado en su tumba, Egipto vivió una gran actividad. Era necesario tener todo a punto para el sepelio; los sarcófagos, ajuares, capillas..., y sobre todo el sepulcro. Este fue el mayor problema, ya que la tumba que inicialmente había ordenado construirse Tutankhamón se encontraba lejos de estar terminada. Maya, como canciller de la necrópolis real, se encargó de preparar en aquel breve período de tiempo un sencillo hipogeo que pudiera acoger los restos reales. Un pequeño túmulo con tan solo cuatro cámaras situado en el Valle de los Reyes fue dispuesto para salir del paso. Ese sería el lugar elegido para el eterno descanso del joven faraón; un discreto enterramiento para un niño que había tenido que gobernar durante un tiempo de convulsiones políticas como no se había conocido. Maya y su ayudante Tutmosis adecentaron lo mejor que pudieron la cripta, y la llenaron con todos los enseres personales de Tutankhamón; sus cosas más queridas. Recuerdos de sus padres, e incluso de su abuela, fueron colocados con cuidado junto a sus arcos, carros y bastones, que necesitaría para poder caminar en la otra vida. Nada fue omitido, pues hasta se depositaron semillas de diversas hierbas por si el faraón las precisaba para bajar su fiebre. El mismo Maya, en compañía de Nakhmin, fue elegido para dejar
ushebtis
en la tumba antes de que se sellara para siempre. Al fin Ay se había convertido en faraón, y para gobernar Kemet eligió el nombre de Kheperkheprura, «perpetuas son las manifestaciones de Ra», lo cual no extrañó a nadie.

Neferhor asistió a las ceremonias con el corazón aún compungido por la irreparable pérdida, y también confuso por cuanto había ocurrido. Junto a él, su hijo lloró amargamente la pérdida de su amigo, el faraón niño, con quien había compartido sus juegos desde la infancia. Sus peores presagios se habían cumplido, pues Nebmaat sabía que el fatal accidente había rondado a Tut en demasiadas ocasiones. La vida había reservado al monarca un reinado ilusorio en un escenario de hienas. Sin embargo, él nunca le olvidaría, y siempre guardaría en su corazón aquella sonrisa franca y el coraje de un muchacho que quiso ser dios.

Al final Ay se había alzado en el trono, después de permanecer en la sombra durante toda su vida. Al escriba aquel detalle se le antojaba otra broma del destino, y una prueba más de hasta dónde podía llegar la ambición humana. El Divino Padre había enseñado a todos lo que la habilidad y los pasos bien medidos podían proporcionarle, y al enterarse de su visita a Karnak no dio crédito a lo que allí aconteció. Un personaje como Ay, que había estado detrás del antiguo régimen y sus persecuciones, así como de la traición de la bella Nefertiti, terminaba por conseguir las bendiciones de Karnak para gobernar Egipto. Ay, un anciano que, Neferhor estaba convencido, mantenía en su fuero interno la fe en el Atón, era dios de Kemet entre las alabanzas generales. De nuevo el Oculto volvía a sorprenderle con sus decisiones, a la vez que llenaba su corazón de confusos pensamˀientos.

Para Wennefer, las cosas eran distintas. La sabiduría del padre Amón iba más allá de la comprensión humana y él se regocijaba por ello.

Los hechos se habían precipitado de forma inesperada y había que extraer las conclusiones correctas. Los faraones iban y venían, pero solo Amón permanecía incólume. Su clero se recuperaba poco a poco de los tiempos oscuros y también sus posesiones, que empezaban a producir los primeros rendimientos. Era preciso continuar por aquel camino, pues el recuerdo de la fatal herejía se hallaba aún próximo, y también el de los que la hicieron posible.

El Oculto conocía bien a Ay, como conocía al resto de los corazones. Para él no había secretos, y si sonreía al Divino Padre en esta ocasión era porque convenía a sus intereses.

Ay era un hombre anciano cuya función no había acabado aún. Amón lo necesitaba antes de poder mostrarse, por fin, en toda su gloria.

Desde Karnak se enviaron mensajeros. Ahora más que nunca los impulsos debían permanecer adormecidos. Las razones solo a Amón pertenecían, y había que cumplirlas, aunque resultaran difíciles de entender.

Para Ankhesenamón su vida terminó con la de su amado Tutankhamón. En cierto modo sus destinos habían corrido parejos, entre convulsiones políticas, intrigas y recuerdos de los felices tiempos vividos en Akhetatón. De repente, todo se había disipado hasta hacerle pensar que en verdad había formado parte de un sueño. Una quimera de la que Ankhesenamón despertaba, perdida en cuanto la rodeaba, horrorizada al entrever cuál era el futuro que le esperaba.

La Gran Esposa Real iba a conservar su título, pues tomaría por esposo al nuevo faraón, Ay, que era su propio abuelo. Era lo lógico, ya que de este modo Ay ratificaba sus derechos al trono al casarse con una mujer de linaje real. Ankhesenamón tenía sangre de dioses en sus venas, y de este modo otorgaría al anciano la divinidad.

Para aquella joven de veinticinco años la vida dejó de tener sentido, y a partir de aquel funesto momento entró en un estado de desolación del que nunca podría salir. El viejo Ay era su marido, pero ella jamás podría darle un hijo.

El nuevo dios ni tan siquiera consideró aquella opción. Él había estado felizmente casado con la dama Ty durante más de cincuenta años, y ambos habían sido muy dichosos. Ay ya tenía un hijo en el que depositar sus ambiciones, y una hija por la que sentía debilidad.

Nakhmin era general de los Ejércitos del Sur, y su Divino Padre reforzó su figura ante los militares para declararle oficialmente su heredero.

Tal y como había prometido, Ay ordenó el cierre de las pocas oficinas que quedaban en Akhetatón y el traslado de los
medjays
que aún las custodiaban. Era el fin del Horizonte de Atón, y el saqueo de tumbas que empezó a producirse le animó a transportar los restos de algunos miembros de su familia a un lugar más seguro. Como supervisor de la Necrópolis, Maya se encargó de la empresa, y de este modo Akhenatón y su madre,ˀ,Z la reina Tiyi, fueron enterrados de nuevo en una pequeña tumba en el Valle de los Reyes, próxima a la de Tutankhamón, donde podrían ser mejor vigilados. El olvido se cernía ya de forma inexorable sobre la vieja capital. Era el precio que Ay estaba dispuesto a pagar por convertirse en dios.

El nuevo faraón mantuvo a la mayoría de los cargos anteriores. Ay estaba decidido a que el suyo fuera un reinado sin sobresaltos, incluso mantuvo unas aceptables relaciones con Horemheb, quien durante casi todo el gobierno del viejo rey permaneció en Menfis, junto a las tropas de los acuartelamientos del norte.

Egipto se sumió en una calma que resultaba engañosa, y que no obstante sirvió para que la restauración iniciada por Tutankhamón se viera casi completada. Muchos de los seguidores recalcitrantes del Atón ya habían muerto, y los que quedaban se habían amoldado a los tiempos, dispuestos a conservar las prebendas que poseían, como había hecho el propio faraón.

La figura de Nakhmin se hizo cada vez más señera, y aunque no cumpliese ninguna función como corregente, a nadie se le escapaba que su padre lo estaba preparando para sucederle. Su hermana, Mutnodjemet, cobró relevancia en la corte, donde se paseaba como una verdadera
sat nisut
, Hija del Rey, aunque ya no lo hiciera en compañía de sus enanas, que habían pasado a mejor vida. Era una dama que levantaba miradas concupiscentes allá donde iba, y a todos continuaba extrañando que nunca se hubiese casado, lo cual levantaba no pocos chismes en la corte. Próxima a la cuarentena, Mutnodjemet era una mujer mayor para la época que, no obstante, se mostraba en lo mejor de la madurez. Las señoras de la corte se hacían lenguas al respecto, y muchas aseguraban que la princesa debía de tener tratos ocultos con hechiceras, pues no era posible conservarse tan lozana.

Con su padre como señor de las Dos Tierras, Mutnodjemet oficiaba como hija del dios allí donde se encontrara. Aquel era su momento, y aunque no poseyera la belleza de su hermana, la inolvidable Nefertiti, tenía unas formas que para sí las hubiera deseado la difunta. Ahora la corte le pertenecía, y no había banquete o fiesta que se preciara a la que no estuviese invitada. Sin duda la princesa estaba decidida a ir con los tiempos, y no tuvo ningún inconveniente en ser nombrada cantora de Amón, como correspondía a las antiguas damas reales que se preciaran. Ella había utilizado a los hombres a su conveniencia, y siempre había pensado que la vida era un regalo que no debía desaprovechar. El destino le había dado el privilegio de disfrutarla, y su carácter autoritario y caprichoso había hecho todo lo demás. Con su padre como faraón, la sangre divina de este corría por sus venas, y la princesa se encargaba de recordárselo a todo aquel que se cruzara en su camino.

Al poco tiempo de reinar Ay, su joven esposa y nieta, Ankhesenamón, murió inesperadamente. Unos argumentaban que había fallecido a causa de un extraño mal, y otros que por melancolía. A la reina no le quedaba nada por hacer en el mundo de los vivos, más que añorar un pasado al que ella misma ansiaba regresar cuanto antes. Librarse de los lazos que le habían impuesto desde su propia familia se convirtió en su máximo anhelo, y Anubis se apiadó de ella para llevársela en silencio en busca del amor de su vida. Para alguien como ella, el pesaje de su alma se convertía en un mero trámite. Más allá, en los Campos del Ialú, el joven Tutankhamón la aguardaba junto a su carro para llevarla a cazar, como tantas veces hiciera en vidˀnta. Ya no se separarían jamás, y grabadas en su trono de oro quedarían sus imágenes, y el amor que se profesaron, quizá para que algún día los tiempos dieran fe de ello. Ankhesenamón por fin volvería a ser feliz.

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