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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (117 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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—Harías bien en seguir alguno de sus preceptos, aunque solo fuera por agradecimiento, y para limpiar tus
metu
, que deben de encontrarse en un estado lamentable.

—En eso tienes toda la razón, pues dentro de mis posibilidades no me he privado de nada. Durante mis largos años al servicio del gran Nebmaatra, comí y bebí a cuerpo de rey, muchos días, e incluso probé lo que el faraón no se había terminado; manjares excelsos que, desgraciadamente, no pueden encontrarse aquí. Claro que esto es un templo.

—Estás saturado de inmundicia. Un mes de lavativas constantes necesitarías tú.

—¡No, hijo del divino Thot! Me consumiría por completo si lo hiciera, dado lo pequeño que soy. Además, ahora disfruto de una dieta sana, con verduras y legumbres y el buen pan del que me ocupo.

뀀T—¿Y el vino? ¿Dónde lo dejaste, bribón?

—Ay, esa es mi debilidad, pero me sacrifico, no te vayas a creer.

Neferhor asintió en tanto lo miraba con condescendencia. Penw se había ganado buena fama por su pillería y capacidad para el enredo, aunque tuviera gran habilidad a la hora de desempeñar su trabajo. En pocos años se había hecho con el control de la panadería del templo, y organizaba a sus trabajadores como si se tratara de un general al mando de sus divisiones. «De algo habrían de valerme los años de supervivencia en las cocinas del faraón», solía decir el hombrecillo muy orgulloso. Pero, aparte de la infinidad de anécdotas que le rodeaban, Penw era muy apreciado en Karnak, pues el pan que salía del horno era de la mejor calidad, y el antiguo pinche economizaba en los ingredientes como nadie.

—Mi hermano murió hace unos años —prosiguió Penw—, y la generosidad del Oculto nos alcanzó de pleno, pues el templo nos permitió quedarnos en casa de Bata. Lo querían mucho, y ahora vivo junto con mi mujer y mi hija, que vino a instalarse con nosotros después de enviudar. Se casó con un buen hombre al que se llevó Sekhmet en quince días; una desgracia. Me harías un honor si nos visitaras; así te presentaría a mis nietos; tengo dos.

Neferhor le dio unas palmaditas y le prometió que lo haría.

—Fue un acierto huir de Akhetatón con la señora. Mi mujer da loas a diario por la decisión que tomamos. Quién lo hubiera podido suponer, pero de todos los que trabajaban en la cocina del dios, solo dos se salvaron de la gran plaga. Sothis nos libró de una muerte cierta y cambió nuestra vida. Aquí hemos sido felices, y disfrutamos de cincuenta y cuatro días de fiesta al año. La
nebet
posee una magia poderosa; espero que se encuentre bien.

Durante un buen rato ambos conversaron de sus vidas, y también prometieron que no pasaría tanto tiempo antes de volver a verse.

—Ahora que eres gran celebrante, confío en que te dignes a desayunar mi pan antes de iniciar las liturgias del templo; me sentiría dichoso por ello —señaló Penw.

—Disfrutaré de nuestros recuerdos mientras almuerzo tu pan. Qué más puedo desear. Como te dije una vez, noble Penw, siempre permanecerás en mi corazón.

13

Djoserkheprura-Setepenra le recibió en el palacio de Per Hai rodeado de la magnificencia de un verdadero dios. Cuando entró en la sala del trono, Neferhor cayó de bruces, como dictaba el protocolo, para mostrar su espalda al faraón. Este le invitó a alzarse al momento, y se aproximó al escriba.

—Quiero felicitarte por tu nombramiento, viejo amigo —le dijo el rey—. Ya ves las sorpresas que nos depara Shai. Todos danzamos ante él, al son que nos toca.

—Así es como ocurre, majestad, y en esta hora me maravillo ante lo que ha acontecido.

—Todo sigue su curso, aunque convendrás conmigo en que la empresa no ha resultado fácil.

El escriba asintió, ya que el camino de Horemheb hacia el poder había estado repleto de inconvenientes y sobresaltos. En cuanto al suyo, solo podía referirse a él como a un milagro.

—Hoy Kemet se levanta de nuevo orgulloso de su nombre —apuntó el faraón—, dispuesto a recuperar la gloria de antaño. El país necesita de todos sus hijos para salir adelante, y los mejores deben ser recompensados. ¡Pero ay de los traidores! —Neferhor se le quedó mirando, impertérrito, como si se encontrara ausente—. Es mi deseo que permanezcas a mi servicio para ayudarme a llevar a cabo la tarea que me he propuesto. Expulsaré la injusticia de esta tierra y castigaré duramente a todo aquel que cometa abusos. Mi padre Amón me ha hablado para decirme lo bueno que resulta para su corazón tu nombre, y me ha convencido para que obre en consecuencia. Por ese motivo me complace nombrarte escriba real y portador del Abanico a la Derecha del rey. Tus palabras siempre resultarán gratas a mis oídos.

De esta forma, Neferhor fue elevado a uno de los mayores rangos que podía esperar un funcionario. Portar el abanico a la derecha del faraón significaba convertirse en uno de sus consejeros y hombre de confianza. Un gran honor que convirtió al escriba en una de las personas más influyentes de Egipto.

Pero Horemheb tenía muy claro hacia dónde dirigir sus pasos y lo que deseaba de su amada Tierra Negra. Todo el rencor oculto durante decenios, que nadie había podido nunca sospechar, salió de su escondrijo, furibundo, para convertirse en venganza ciega. El antiguo general estaba dispuesto a aplicar la ley marcial si con ello eliminaba definitivamente a los partidarios del viejo régimen. Deseaba borrarlos de la faz de la tierra, aunque para ello tuviera que recorrer cada circunscripción y entrar en cada casa. Ni uno solo dejaría de recibir su castigo, pues les hacía responsables de toda la corrupción que asolaba al país de las Dos Tierras.

Nada más subir al trono, Djoserkheprura legitimó su corona a la vieja usanza; tomando por esposa a una princesa de sangre real. El general la encontró en la figura de la única hija que le quedaba al difunto Ay con vida, Mutnodjemet, que continuaba soltera. Aunque su linaje no fuera de rancio abolengo, la princesa cumplía con el requisito, y eso era cuanto importaba al viejo militar quien, además, encontró a su esposa de muy buen ver, aunque dudaba de que pudiera darle un heredero, dada su edad.

A Mutnodjemet ser Gran Esposa Real le pareció muy bien, y apenas tuvo en cuenta el que su hermano hubiera muerto a consecuencia del enfrentamiento con aquel que se convertía en su cónyuge. Ella sobresaldría sobre el resto de las mujeres del reino, y si le complacía podría volver a tener tantas enanas como le pareciese.

Así fue como el faraón comenzó a gobernar Kemet; con sus derechos legitimados y el beneplácito del dios Amón.

Al poco dio orden de iniciar las persecuciones contra todos aquellos a quienes Horemheb hacía responsables de la ruinosa situación del país. En su opinión los últimos cuatro reinados habían sido culpables de cuanto había ocurrido en Egipto, y contra estos desató su ira.

Como ya sucediera antaño, los guardias del faraón recorrieron la Tierra Negra, desde el Delta hasta Asuán, en busca de los traidores, y legiones de obreros fueron enviadas a destruir cualquier vestigio de aquella época maldita. De este modo, Akhetatón fue desmantelada por completo, y todas las tumbas de los nobles que habían apoyado aquella revolución imposible fueron saqueadas sin piedad. Los nombres de sus ocupantes fueron borrados con escoplos y martillos, como si nunca hubieran existido, para que jamás encontraran el descanso, y sus estatuas acabaron mutiladas.

Grandes personajes como Huy, el que fuera virrey de Kush en tiempos de Tutankhamón, también quedaron expuestos al rencor del dios, que tampoco respetó la memoria de sus antecesores. En Ipu, la cuna de Tiyi y su familia, el nuevo dios se empleó a fondo para acabar con cualquier vestigio de sus nombres, y todos los monumentos que guardaran alguna relación con los herejes quedaron devastados.

Horemheb envió a sus huestes a la tumba de Ay para que la expoliaran y desfiguraran las imágenes de sus paredes en las que se representaba al viejo rey y a su esposa. Nada que recordara a aquella religión infame sería perdonado, y por ello también atacaron la pequeña tumba donde reposaban Akhenatón y su madre, la reina Tiyi. Las figuras y representaciones del «faraón perverso», como Horemheb le llamaba, acabaron destrozadas, y su nombre borrado allí donde se encontrara. Sin embargo, Horemheb no se atrevió a profanar sus restos, y los cuerpos de los antiguos reyes quedaron en sus sarcófagos.

El joven Tutankhamón se libró de aquel saqueo. Su túmulo fue respetado, en un extraño gesto de compasión que le dedicó Horemheb. Al fin y al cabo, el faraón niño había demostrado poseer más coraje que el resto de los herejes que habían gobernado, y eso salvó su tumba, aunque no el resto de su memoria.

Horemheb se apropió de todas las estatuas y monumentos de sus predecesores, incluido el templo funerario construido por Tutankhamón, para borrar sus nombres y escribir el suyo sobre ellos. Estaba decidido a eliminar de la historia a los faraones malditos, y ordenó que no constasen en los anales de la Tierra Negra, y que su nombre fuera suprimido de las listas reales. Horemheb se convertía de esta forma en el heredero de Amenhotep III, en su sucesor ante los dioses, y así quedaría escrito en la piedra para la posteridad. Los reyes de Akhetatón serían sinónimo de abominación.

Todos los templos erigidos al Atón se desmontaron, y el nuevo dios aprovechó sus bloques de piedra para levantar sus propios monumentos. Él era el nuevo adalid del clero de Amón, y dedicó todos sus esfuerzos a este dios. El faraón inició las obras del segundo pilono y construyó el noveno, al tiempo que usurpó diversas obras de sus antecesores. Este plan metódico de destrucción fue llevado a cabo como si se tratara de una campaña militar. Horemheb se mostró implacable con sus enemigos, y no quiso que quedara de ellos ningún vestigio que pudiera hacer renacer algún día la semilla de otra revolución. Hasta las imágenes de Nakhmin se persiguieron con saña.

Neferhor asistió, horrorizado, a aquella brutal represión del recuerdo de cuanto había ocurrido en Egipto durante los últimos treinta años. Sin poder evitarlo evocó los tiempos en los que tuvo que huir de Akhetatón por culpa de la intransigencia. Los hechos se repetían en la historia, una y otra vez, porque son los hombres quienes la hacen, y estos se comportan siempre de la misma manera.

Para el escriba, el largo período iniciado por Akhenatón había significado una desgracia para su país. Se trataba de una época que debía ser olvidada, pero se hallaba lejano a compartir la persecución sistemática de la memoria de nadie. Neferhor pronto cumpliría cincuenta y nueve años. Demasiados para comenzar un futuro basado en el resarcimiento. Un día le expuso sus razones al dios, que lo escuchó con atención.

—Me siento cansado de los asuntos de palacio, majestad. Son demasiados años, y a mi edad todo hombre aspira a disfrutar de sus sueños.

Horemheb hizo uno de sus habituales gestos mordaces.

—Vives el sueño que todos quisieran tener, amigo mío.

Neferhor negó con la cabeza.

—No me refiero al brillo del triunfo, ni al poder entre los hombres, gran faraón. Conoces bien mis anhelos. Los que en el fondo siempre he perseguido y que, por uno u otro motivo, no me ha sido posible alcanzar.

El dios se incorporó un poco para mirar fijamente al escriba, y este sintió por primera vez la fuerza que el faraón poseía en su interior. Sus ojos le parecieron dos bujías de inusitado fulgor.

—¿Qué es lo que deseas entonces?

—Si en algo consideras a este escriba, majestad, permíteme retirarme a Karnak, para cumplir así con mis funciones de gran celebrante y servir a nuestro padre Amón. Entre los muros de Ipet Sut encontraré lo que siempre he buscado.

—¿Y qué es eso que buscas?

—El conocimiento.

Horemheb observó a su amigo en silencio durante unos momentos. Luego se levantó de su asiento y se dirigió hacia el escriba.

—Será como desees, buen Neferhor. Pero antes me ayudarás a inmortalizar mi nombre para la posteridad. Tu mano quedará también grabada en ella, y todos sabrán que un hombre sabio y de corazón recto me ayudó a hacer justicia en la tierra de Egipto. Juntos sentaremos las bases para que Kemet tenga leyes que eviten los abusos, aquellos que nosotros hemos sufrido alguna vez, y que tan bien conocemos. Redactaré un edicto que será gloria del género humano, y que otros pueblos copiarán para crear sus propias leyes. Tú lo transcribirás junto a mí, viejo amigo. Esa es mi palabra, y así ha de cumplirse.

14

La vida había vuelto a demostrar una vez más las sorpresas que es capaz de ofrecer a cada individuo. No existen caminos a los que no pueda acceder aquella, y siempre se reserva una última jugada.

La ascensión al trono de Horemheb bien pudiera calificarse como una de aquellas sorpresas que ocurren por casualidad, aunque para muchos esta no exista. Todo acabó por confluir en su persona y, sin embargo, la senda que siguiera el general no había resultado fácil. Para un plebeyo como él, llegar a tomar el poder en Egipto resultaba poco menos que una quimera, y más si se tenían en cuenta las particulares circunstancias que lo habían rodeado. Pero así era como había ocurrido. Ahora, el astuto militar se había convertido en Djoserkheprura, y era dios en la Tierra Negra.

Su obsesión por regresar a la ortodoxia religiosa había quedado clara desde el primer momento. Pero más allá de su espíritu militar, Horemheb volvió a demostrar que era un gran legislador. Como escriba siempre se había considerado un estudioso de las leyes, y conocía al detalle cuáles eran los problemas que ahogaban, no solo al Estado, sino también a los ciudadanos. Horemheb era capaz de controlar la administración y gobernar con mano firme la nave de las Dos Tierras. Sus planes iban mucho más lejos de configurar un simple Estado dominado por la religión. Quería construir una Tierra Negra en la que la ley fuera uno de sus pilares fundamentales, y para ello eran necesarias las reformas y hacer comprender a la anquilosada sociedad egipcia que Kemet nunca sería el mismo. La revolución atonista le ofrecía la posibilidad de hacerlo, y el nuevo faraón no lo dudó un instante. Con ello reforzaría su propia seguridad, ya que el edicto que iba a promulgar limitaría el poder y los abusos que los funcionarios llevaban perpetrando desde hacía siglos. Una nueva era de justicia nacía bajo su mandato.

—Que tu mano sea guiada por la sabiduría de Thot para que mis palabras lleguen a todos los corazones, y las gentes se alcen en alabanzas a mi nombre por haber desterrado la iniquidad. Noble Neferhor, hoy tu cálamo será partícipe de mis disposiciones para que me acompañes en esta hora. Juntos nos presentaremos ante Maat con el corazón justo y la verdad en nuestro ánimo, tal y como la diosa espera de aquellos que quieran legislar en su nombre. Este es mi decreto:

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