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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (25 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Huy rio encantado.

—Je, je… No se trata de ninguna broma o intriga. Algún motivo había que esgrimir para ocultar tus simpatías, y la impiedad es tan válida como cualquier otro pretexto.

El joven sintió que le hervía la sangre, y recordó los atropellos que presenció durante su niñez. Aquel le parecía el mayor de todos, pues manchaba su alma de la manera más ruin.

Entonces Huy demostró lo bien ganada que tenía su fama como gran mago y sabio entre los sabios, pues miró a Neferhor de forma tan penetrante que lo desarmó por completo.

—Tu
ba
puede sentirse dichoso, pues pocas veces ha sido otorgado un favor igual. Amón te eligió hace años, no lo olvides. Su omnisciencia es tal, que solo él conoce el camino adecuado para sus hijos, y el tuyo se halla trazado para su mayor gloria.

Neferhor se quedó boquiabierto, ya que no daba crédito a aquellas palabras. En ese momento se sintió insignificante. Mucho más que cuando se dedicaba a trabajar en los campos.

—Escucha —dijo Huy, suspirando con pesar—. La tarea que te encomiendo es de gran importancia, aunque a la postre suponga una excusa para que te acerques al dios y, sobre todo, a su familia. Les servirás bien, demostrando tu lealtad tal y como yo he hecho durante todos estos años. Así ganarás su confianza. Pero no olvides que eres un hijo de Karnak, y que el Oculto te reclamará cuando te necesite.

—¿Soy acaso un confidente al servicio de los profetas del templo? —quiso saber Neferhor, incrédulo.

—Mal colaborador resulab los ltarías entonces —señaló Huy sin abandonar su sonrisa, que ahora mostraba beatífica—. Nadie sabe lo que deparará el futuro, pero puede que llegue un día en el que los intereses de Amón se encuentren en tus manos. Hay nubes amenazadoras que asoman por el horizonte. Nubes tenebrosas, como nunca se han visto, y parecen impelidas por la furia devastadora de Set. Ptahmose, Sejemká, yo mismo, confiamos en ti. Sé cauto y mira siempre por el templo que te recogió y al que sé que amas. Mas apártate de todo aquel que pertenezca a él. Finge rencor hacia su clero, si es necesario, pues ante los demás ellos te despreciarán cual si fueras un
meret
indigno de su favor. Solo si haces lo que te digo estarás a salvo, y podrás ayudar un día a que la Tierra Negra mantenga las antiguas tradiciones que la han hecho milenaria. Kemet no es nada sin sus dioses. Algún día recordarás mis palabras.

Neferhor no supo qué decir, abrumado por aquella retahíla que, al parecer, había sido planeada para él desde hacía tiempo.

—Desde este momento te aplicarás a la búsqueda de cuanto te he pedido. Te abstendrás de mantener ante los demás ese aire santurrón que ya no te corresponde. Sí —recalcó al ver la cara que ponía el joven—: eso significa que podrás comer pescado, puerros, habas y cebollas, o carne de buey, carnero y pichones, que sé que te gustaban mucho, pues no debes mostrarte como el sacerdote que no eres. Conozco tu costumbre de abstenerte de comer este tipo de alimentos, aunque no hubieras sido ordenado. Pero ahora no tiene sentido el hacerlo, ni tampoco el ayuno permanente o las cuatro abluciones diarias que se acostumbran a seguir en los templos. Nada debe hacer recordar que hubo una época en la que viviste en Karnak; sin embargo, me parece bien que te tonsures la cabeza. Aquí las liendres son como una maldición.

El joven observó a su interlocutor en tanto mantenía las palmas de las manos unidas bajo su nariz, reflexionando acerca de cuanto le habían dicho. Más allá de la sorpresa que había supuesto para él aquella conversación, se ocultaban aspectos de los que no tenía conocimiento y que ya habían sido tratados a sus espaldas, independientemente de que fuera para mayor gloria de Amón. Su natural perspicacia le decía que aquel hombre tan poderoso solo le había dibujado algunas pinceladas del escenario en el que, según parecía, se vería obligado a vivir. El guión de la obra le era desconocido, aunque a tenor de lo escuchado el final fuera incierto; y bien sabía él lo fácil que le resultaría cambiarlo al dios del destino.

Sin embargo, haría bien en seguir los consejos de aquel hombre. Si su hado no le pertenecía, al menos procuraría no desairarle con ninguna torpeza.

—Bien —dijo Huy de repente, como queriendo dar por finalizado aquel encuentro—. Sejemká me aseguró no haber conocido a nadie que demostrara un mayor interés por los textos antiguos que tú. Que eres capaz de pasar horas entre cálamos y papiros. Confío en que seas la persona idónea para llevar adelante este cometido. Mañana mismo saldrás hacia Menfis en una embarcación real y tendrás autoridad para revisar cuantos archivos consideres oportunos. Podrás detenerte en Ipu si lo deseas —apuntó con cierta malicia—, aunque ya te adelanto que el tiempo nos apremia.

Neferhor tuvo la sensación de que el anciano conocía más acerca de la vida del joven que él mismo.

—Partiré sin dilación, noble Huy —se apresuró a decir el muchacho—. Mas no acierto a comprender cómo un simple escriba podrá hacer valer sus derechos en un trabajo como este.

—¡Ah, qué distraído soy! Se me olvidó decirte que ya no eres un simple escriba; has sido nombrado escriba real. Esta misma mañana firmé la orden. Todas las puertas de Egipto se abrirán ante tu sello.

Cuando el joven se marchó, Huy permaneció durante un buen rato absorto en sus pensamientos. El muchacho le agradaba, y además era capaz de apreciar en él las cualidades por las que le había elegido. Conocía su vida pasada, sus años de estudio en Karnak, su niñez en los campos de Ipu y hasta la historia de su padre Kai. Desde luego estaba enterado de los lamentables acontecimientos ocurridos hacía años, y sus trágicas consecuencias. Los hechos fueron acometidos por Karnak para tratarlos de la mejor manera posible. Un episodio que revolvía el estómago del anciano y que el clero de Amón había cerrado sabedor del terreno que pisaba. Desgraciadamente, en el país de la Tierra Negra ocurrían casos como aquel, que enervaban a Huy sobremanera. Para un hombre justo, como era él, los tipos como Pepynakht debían ser perseguidos por la ley hasta sus últimas consecuencias. Pero comprendía la actitud de prudencia tomada por Ptahmose. Él ordenó dar sepultura apropiadamente a la familia del niño, y abrir a este los caminos que conducían a la consecución de sus deseos, en la confianza de que con los años el recuerdo resultara lejano.

Huy se lamentó con pesar. Corrían tiempos en los que cualquier decisión tenía sus consecuencias. Neferhor no tardaría mucho en darse cuenta de ello, aunque ignorara lo que se escondía detrás de cada jugada. Estas eran cada vez más atrevidas; hasta el punto de que el anciano había tomado la decisión de intervenir.

Las fuerzas eran de tal magnitud que no habían tenido reparo alguno en posicionarse para apoyar a los príncipes que aspiraban al trono. Esto no era nada nuevo, como ya sabía, pero conocía el insospechado desenlace que podría acarrear.

A pesar del enorme poder que ostentaba la reina Tiyi, el heredero a la doble corona de Kemet no era hijo suyo. Tutmosis, que así se llamaba el primogénito, era vástago de la princesa mitannia Gilukhepa, hija del rey Shuttarna II, con la que el faraón se había casado en su décimo año de reinado para convertirla en Gran Esposa Real. Tutmosis era un joven capaz en el que Amenhotep III tenía depositada toda su confianza. El príncipe había sido educado en Menfis, donde detentaba el cargo de sumo sacerdote de Ptah y jefe supremo de los Arqueros. Su augusto padre había reconocido públicamente su buena disposición hacia él, y juntos habían llegado a celebrar el ritual en el que se inhumaban los restos del primer toro Apis en el Serapeum. Un acto de gran relevancia, ya que Apis era considerado como una reencarnación del dios Ptah, el patrono de Menfis. Tutmosis era el heredero y, como tal, atendía al título de Hijo Mayor del Rey.

El segundo candidato a la corona de Egipto era el príncipe Amenhotep; un adolescente místico y enfermizo, pero a la vez impetuoso y de trato difícil. Amenhotep se había educado en Iunu, Heliópolis, bajo la influencia de los cultos solares predicados por los sacerdotes heliopolitanos. El faraón lo había nombrado sumo sacerdote de Ra, «el que está al frente de los observadores» o «gran vidente». Su madre no era otra que Tiya oitai, y al ser el joven príncipe su único hijo varón, esta había colocado en él grandes esperanzas.

Había sido de todo punto inevitable que alrededor de ambos príncipes se tejiera una tupida red de intereses y ambiciones en la que participaban personajes de toda índole, que se encontraban alineados dentro de dos grupos antagónicos, los cuales llevaban luchando entre sí desde hacía siglos. Uno de ellos lo formaba el clero de Amón, que apoyaba sin disimulo al príncipe Tutmosis, en quien veían un fiel defensor de las tradiciones religiosas. El otro lo constituían los sacerdotes de Heliópolis que respaldaban a Amenhotep, a pesar de no ser el primogénito. Este príncipe había resultado ser un furibundo seguidor del culto que ellos difundían, y no ocultaba su animadversión por el templo de Karnak y su política. Él gustaba de proclamarse como «hijo verdadero del rey», algo con lo que la reina Tiyi se encontraba encantada.

La proximidad del jubileo del dios hacía de la figura del heredero una pieza fundamental que, con seguridad, cobraría un gran protagonismo, a la vez que aumentaría su influencia. El faraón no contaba con su hijo Amenhotep para sucederle en el trono, y así lo habían previsto tiempo atrás los sacerdotes de Amón. Durante los últimos ocho años, estos habían acaparado mucho poder gracias, en parte, a las decisiones que el mismo Huy había tomado. A todos los títulos que ostentaba, Ptahmose había añadido recientemente el de alcalde de Tebas, y Huy había pensado que había llegado el momento de equilibrar un poco las fuerzas, a fin de evitar episodios que era preciso que no se repitiesen.

Con el príncipe Tutmosis como claro sucesor del dios Nebmaatra, Huy decidió destituir a su amigo Ptahmose de sus títulos civiles, para dejarle al cargo, únicamente, del templo de Karnak. Su sustituto sería Ramose, un paisano suyo, también natural de Athribis, a cuya familia conocía bien. Su padre, Neby, era el alcalde de Menfis, y en otra época fue supervisor de los Graneros de Amón en el Bajo Egipto. Aunque Ramose era natural del norte, Neby lo era del sur lo cual, unido a su antigua relación con el clero de Amón, haría que este no se sintiera amenazado por el cambio que se preparaba. Huy esperaba que este paso fuera bien visto por todos; a la vez que ayudaría a mantener el clima apropiado para que la celebración del
Heb Sed
se desarrollara con arreglo a unas tradiciones que él sentía amenazadas.

El anciano salió de sus meditaciones para pensar de nuevo en el joven escriba. Le agradaba aquel muchacho que, según le habían confiado, era capaz de prever las crecidas. Huy se sonrió al recordarlo. Neferhor; hasta le gustaba su nombre.

4

La embarcación se deslizaba por las aguas casi como un susurro. La corriente era tan suave que la nave avanzaba perezosa, río abajo, como envuelta en los velos de la lentitud. Navegaba con desgana, como si quisiera dejarse embriagar por el paisaje que la flanqueaba, empapada de magia y ensueño. Olores, sonidos, sensaciones que solo allí se percibían y que llevaban milenios acompañando al Nilo en su viaje a través de la tierra de los dioses. Se respiraba una quietud cargada de misterio y a la vez de vida, y Neferhor atiborraba sus pulmones con ella después de tantos años sin gozar de su presencia. ¡Cuánto amaba aquella tierra! Capaz de hacer discurrir las aguas en meandros sinua oitesposos y cubrirse en las orillas con el manto verde de la vida, lamido a su vez por doradas arenas donde nada crecía.

Aquel viaje le acercaba de nuevo a ella, tal y como siempre la había conocido, como un don que se ofrecía a todo aquel que estuviera dispuesto a aceptarlo. Era la estación de la siembra,
Peret
, y en los campos los agricultores enterraban las semillas en la tierra negra que cubría las fincas después de que las aguas se hubieran retirado. Toda la familia, junto con su ganado, pisoteaba la simiente entre aquel preciado barro antes de que se endureciese, hasta dejarla bien plantada. Neferhor lo había hecho tantas veces, que al ver a unos niños que jugaban sobre el limo recordó los tiempos en los que él hacía lo mismo, rodeado por los suyos, y sintió añoranza.

Ahora que el Nilo bajaba con menor caudal, volvían a formarse las habituales islas y los bancos de arena, tan apreciados por los cocodrilos, en los que gustaban de sestear al sol mientras vigilaban el río. Siempre había sentido fascinación hacia ellos, y ahora entendía por qué. Muchos reyes lo habían experimentado antes que él, e incluso llegaron a incluir el nombre de Sobek en su titulatura real. El cocodrilo representaba la fuerza y la tenacidad, aptitudes que ansiaban poseer los faraones, aunque también existieran aspectos maléficos y las más oscuras leyendas acerca de ellos.

Al pensar en esto, Neferhor se sonrió. Siempre tan aficionado a investigar en los antiguos papiros, el joven halló uno de aquellos relatos que tanto le divertían. En él se narraba cómo, tras asesinar a su hermano Osiris, Set cortó su cuerpo en catorce pedazos y los diseminó por el Nilo, para que Isis no pudiera encontrarlos. Mas la divina esposa de Osiris, ayudada por Thot y su hermana Neftis, encontró todos los miembros menos uno, el falo, que había sido devorado por Sobek, ya que este no tenía noticia de a quién pertenecía. Como castigo por semejante acto, a Sobek le cortaron la lengua; este era el motivo por el cual los cocodrilos tenían dicho apéndice tan corto.

Aquella fábula le gustaba particularmente, más que las otras que aseguraban que no fue Sobek quien devoró el miembro de Osiris, sino un pez pargo o un oxirrinco.

Al pensar en tales cuestiones sus recuerdos viajaban hasta Karnak, el templo donde las había aprendido, y que ahora que navegaba por el Nilo le parecía un lugar extrañamente lejano.

En realidad era como si se despertara de un sueño y se encontrara de nuevo en el Egipto donde siempre había vivido. En él se escondían su niñez y la remembranza de unos años en los que se había sentido feliz rodeado de aquella naturaleza que volvía a mostrarse ante él tal y como la evocaba.

Sin embargo, el chiquillo que un día correteara por las orillas había quedado atrás; incluso su nombre, Iki, había sido enterrado; perdido, quizás, entre los frondosos palmerales que se apretujaban más allá de los márgenes del río. Ahora era Neferhor, escriba real, y por ello un hombre poderoso que se deslizaba sobre las aguas en una embarcación del faraón, acompañado por funcionarios a sus órdenes. Era curioso que aquellas gentes sencillas que lo habían bautizado con semejante sobrenombre se postraran ahora al paso de la nave, pues era un barco del dios. Él, que tantas veces había hecho lo mismo, se sentía extraño ante esta circunstancia pues no en vano su almen Niloa continuaba siendo la de un
meret
, un vulgar campesino, como tantas veces le habían recordado.

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