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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (78 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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No había duda, allí estaba el hombre que había causado su ruina, el que le había llevado a arrojarse en brazos de los peores demonios. Él había significado su perdición, a la vez que le había mostrado el camino de la traición y el engaño. Después de tantos años, Neferhor se cruzaba de nuevo en su camino, y Hebyu sintió el impulso de correr en su busca para acuchillarlo allí mismo. Mas se contuvo. Sus cuentas pendientes pronto podrían ser satisfechas en otro lugar. Lo había implorado tantas veces, que por fin los genios del Amenti a los que rezaba a menudo escuchaban sus súplicas, y justo en el momento que le resultaba más propicio.

—Los demonios nunca abandonan a sus acólitos —se dijo Hebyu entre dientes mientras observaba cómo Neferhor se alejaba tranquilamente, acompañado por aquel ridículo hombrecillo—. Pronto volveremos a vernos, después de tanto tiempo.

Al cabo de los días, Neferhor tuvo nuevas noticias del nacimiento de Tutankhatón, que le llenaron de pesar. Al parecer el parto había sido muy complicado, y de resultas de ello la reina Sitamón había fallecido. Aquel suceso cambiaba el signo de los acontecimientos, pues de seguro el príncipe pasaría a estar controlado por su abuela, que sin ninguna duda influiría sobre él decisivamente, como ya había hecho con anterioridad con su propio hijo.

El escriba se lamentó en silencio, negándose a aceptar tanta desgracia. Definitivamente los dioses habían decidido abandonar su tierra, y los hombres poco podían hacer ante esto.

A partir de aquel momento, Neferhor decidió olvidarse de la situación política para dedicarse por completo a su familia; ni su trabajo le interesaba, ya que asistir a la descomposición diaria de lo que tantos esfuerzos había costado construir había llegado a deprimirle.

Nebmaat era ahora su centro de atención, y sobre el pequeño se concentraba todo el amor de sus padres. Él era el príncipe, y Tait lo mimaba como si se tratara de una nodriza real dedicada exclusivamente al niño. Era tanta la felicidad que resultaba imposible de creer, dados los tiempos que corrían. Pero Sothis gobernaba aquella nave como el mejor piloto, y su figura se agigantaba cada día a los ojos de su esposo, que la amaba profundamente.

Pero como a veces ocurría en estos casos, un día todo cambió, y la fortuna decidió darles la espalda sin previo aviso, como si las tinieblas se hallaran deseosas de cubrirlos de nuevo, quizá celosas de tanta ventura. Un peligro cierto se cernía sobre ellos, y el abismo al que parecían verse abocados amenazaba con conducirlos al Inframundo.

Atardecía cuando Paatenemheb a bordó a Neferhor cerca de su casa. Se le veía agitado, presa de una excitación que sorprendió mucho al escriba.

—Debéis marcharos hoy mismo —le dijo el oficial sin ocultar su inquietud.

Neferhor lo miró sin comprender, mas al ver la expresión del rostro de aquel hombre se preocupó.

—Corréis un gran peligro. Tenéis que abandonar vuestra casa inmediatamente —continuó Paatenemheb.

—Pero… no entiendo —balbuceó el escriba, intentando comprender lo que pasaba.

—Esta noche vendrán a por vosotros. La justicia del dios te ha señalado; debéis poneros a salvo lo antes posible.

—Pero… ¿por qué?

—Eso no lo sé, pero alguien te ha denunciado, y su acusación ha sido escuchada.

El escriba estaba tan sorprendido que era incapaz de entender nada.

—Debe de tratarse de una persona con cierta influencia, pero desconozco su identidad. Sin embargo tu suerte está echada. Es mejor que desaparezcáis cuanto antes. Todavía estáis a tiempo.

—Pero mi hijo… Mi familia no es culpable de nada y…

—Vienen por ti —le cortó el oficial—, y si te encuentran con los tuyos os destruirán a todos.

Neferhor pareció tomar conciencia de la situación.

—Sin duda tú podrás hacer algo por ayudarnos, Paatenemheb. Ocupas un alto cargo junto al dios y podrás aclarar este error. Tienes poder para evitarlo.

Paatenemheb negó con la cabeza.

—Ha sido una suerte que viera tu orden de detención junto con la de otros hombres. La leí por casualidad mientras esperaba verme con Mahu esta mañana.

—Entonces habla con él —le interrumpió el escriba, sin ocultar su excitación—. Tú le conoces y podrás hacerle ver el error que comete.

—Nadie puede hacer nada por ti, Neferhor. La orden venía firmada por el faraón en persona.

El escriba se quedó atónito, pero enseguida trató de sobreponerse a lo que le resultaba inaudito. Si había alguien cuyas palabras fueran dignas de crédito, ese era Paatenemheb, y lo mejor sería tomarlas en consideración, tal y como le advertían.

Neferhor mostró al oficial ambas palmas de sus manos en señal de gratitud.

—No es momento de hacer preguntas que no puedo contestar. Esto ocurre todos los días sin que muchos sepan el porqué; solo debéis pensar en salvar vuestras vidas. Mantente vivo y quizás algún día volvamos a vernos.

Con estas palabras se despidió Paatenemheb, mas Neferhor permaneció unos instantes junto a su casa, reflexionando acerca de cuanto le habían dicho. La tarde comenzaba a caer, y aquella noche la oscuridad amenazaba con engullirlos a todos.

4

Las siluetas se desplazaban en las sombras tan deprisa como podían. Todos se miraban angustiados, aunque no fueran capaces de distinguirse con claridad, pues la noche era oscura, y sobre la capital se había extendido una pequeña neblina procedente del río que hacía que la atmósfera pareciese más tenebrosa.

Con el niño sujeto contra su pecho, Sothis seguía a su marido sin decir palabra, pues ella sabía muy bien cuándo sobraban estas. Había que huir, y eso era cuanto necesitaba conocer. Tait parecía la más asustada, pero el escriba la tranquilizó para asegurarle que no tenía nada que temer, que pronto estaría a salvo. Hesat los acompañaba, y juntos se dirigieron hacia el único lugar donde la familia del escriba encontraría cobijo; la casa de Penw.

Todo había ocurrido con tal premura que Neferhor apenas pudo dar explicaciones. Lo único que sabía era lo que le había dicho Paatenemheb, y su aviso podía significar la salvación para todos ellos. Antes de abandonar su hogar, el escriba sacó del arcón todas las joyas que pudieran transportar; había algunas muy valiosas, y con ellas su familia podría hacer frente a un futuro que se presentaba más incierto que nunca. También cogió varios documentos, y antes de salir echó un último vistazo al lugar donde habían sido tan felices.

De camino a casa de Penw, Neferhor y su familia tuvieron que esconderse en varias ocasiones hasta que pasaran las patrullas. Atemorizados, veían cómo las luces de las antorchas creaban un resplandor fantasmagórico entre la neblina que los envolvía, como si en verdad se trataran de luces del Inframundo. Los
medjays
recorrían la ciudad, incansables, y de vez en cuando se escuchaban los lamentos de los detenidos y también algunas risotadas.

Cuando por fin tocaron a la puerta del pinche real, Neferhor respiró aliviado. Todo había resultado milagroso; hasta el que Nebmaat no hubiese llorado durante todo el camino.

—¡Bes bendito! —exclamó Penw en cuanto los vio—. ¿Qué suerte de maleficio es este?

El escriba le explicó apresuradamente cuanto sabía.

—¡Inaudito! —volvió a jurar el hombrecillo—. Es un atropello sin precedentes contra el que nada puedes hacer.

—Así es, noble Penw. No tenemos adónde ir. Este es el único lugar seguro para mi familia.

Aquello de noble Penw le gustó mucho al pinche, que no pudo ocultar su emoción.

—Esta es tu casa, gran Neferhor. Lo mío es tuyo. Aquí os encontraréis a salvo.

El escriba puso una mano sobre el hombro del hombrecillo y le sonrió.

—Ya lo sabía. Eres el único amigo que tengo, y por eso te confío a mi familia.

Todos se miraron sin comprender, excepto Sothis, que permanecía impasible.

—¿Qué quieres decir? No irás a marcharte —señaló Penw—. Esas hienas te perseguirían sin darte tregua.

—Es a mí a quien buscan —replicó Neferhor con un gesto con el que daba por finalizada la discusión—. A ellos no los perseguirán; al menos de momento. Prométeme que cuidarás de los míos.

Penw se estiró, muy digno.

—Como si fueran de mi sangre.

Neferhor puso sus manos de nuevo sobre los hombros de su amigo.

—Si han de huir, procúrales un lugar seguro donde esconderse. Tú sabrás protegerlos, lo sé.

—¡Oh, hijo de Thot! —exclamó Penw, compungido—. Quién sabe si dentro de poco nosotros no tendremos que huir también.

Tait protestó por primera vez.

—No quiero que nos dejes —suplicó la joven—. Iremos contigo a donde sea, pero no nos abandones ahora.

Neferhor la abrazó con lágrimas en los ojos. Entonces la voz de Sothis resonó imperiosa.

—Tu padre tiene razón. Nos atraparían enseguida, y todos seríamos detenidos. Conozco las leyes de los hombres cuando no hay nadie dispuesto a juzgarlas. Debes atravesar el río antes de que amanezca, esposo mío, aquí estaremos bien.

Neferhor se acercó a Sothis y la estrechó entre sus brazos.

—Mantente vivo y no temas por nosotros. Nos volveremos a ver —le susurró la nubia—. Mi diosa te protegerá.

El escriba la miró a los ojos una vez más, y al sentir la determinación de su mirada no tuvo dudas de que aquella mujer cuidaría de su familia.

—Volveré a por vosotros. Lo juro por los dioses en los que todavía creo. Allá donde os halléis, os encontraré.

Luego dio un beso en la frente a su hijo y se despidió de Penw.

—Ve con cuidado —le dijo este—. Los
medjays
son como chacales. Siguen los rastros con facilidad, y no se detienen hasta capturar a sus presas. Dicen que son capaces de olfatear una pista, y que antes o después atrapan a sus víctimas.

Neferhor los miró a todos, sin inmutarse apenas.

—A mí no me cogerán.

Cuando llegaron a casa de Neferhor era ya noche cerrada. Una ligera neblina se extendía por el Barrio Sur, de suerte que cuando avanzaban las luces de las teas los envolvían en un aire de irrealidad con el que se sentían satisfechos. Cualquiera hubiera podido asegurar al verlos que eran espectros de la noche, o ánimas perdidas en busca de sus cuerpos, a los que no eran capaces de reconocer desde hacía siglos. Solo el apagado sonido de sus pisadas los hacía parecer reales, pues se mantenían en silencio, aunque con los sentidos alerta a cuanto los rodeaba.

Llamaron a la puerta repetidas veces, pero al no obtener respuesta Hebyu ordenó tirarla abajo sin contemplaciones, algo habitual en los últimos tiempos. Los
medjays
tardaron poco en abrirse camino, y cuando entraron en la casa aullaron como si se tratara de una manada de chacales. Anubis se presentaba en aquella hora en compañía de sus hermanos, y era necesario que así lo supiesen. Pero nadie salió a recibirlos, y ni siquiera los escuchó. La casa estaba tan vacía como una tumba abandonada, y ello encrespó los ánimos de los policías.

—Registrad este antro de sediciosos hasta el último rincón —ordenó Hebyu tras soltar un bufido.

Sus hombres le obedecieron al instante, y toda la casa acabó revuelta, con sus enseres desperdigados de mala manera. Uno de los
medjays
volvió a aullar al encontrar algunas joyas dentro de un arcón. Hebyu acudió presto con el cuchillo en la mano.

—Aquí hay plata y collares de malaquita, gran Hebyu. Es un buen botín, podemos darnos por satisfechos —le dijo el policía, excitado.

Mas su jefe se le acercó amenazador, con una expresión de odio en el rostro.

—Nadie se irá sin acabar el trabajo que hemos venido a hacer.

—Pero… no hay nadie en la casa. Está claro que han escapado antes de que llegáramos. Hay comida recién hecha en la cocina. Podríamos cenar aquí, y luego continuar con…

Hebyu cogió al
medjay
por el cuello y lo empujó contra la pared.

—Debemos perseguirlos de inmediato, o esta noche cenaréis en el Amenti —le susurró.

El grupo salió de la casa entre exabruptos y juramentos. Tal y como había dicho el
medjay
, la cena estaba aún caliente, por lo que debían de haber abandonado la casa hacía no mucho. Hebyu reprimió su cólera a duras penas, y enseguida la emprendió a patadas con unos macizos de flores próximos a la entrada. Al parecer Neferhor tenía familia, y con ella no podía ir muy lejos. Pudiera ser que se hubieran escondido en algún lugar de la ciudad, quizás en casa de alguno de sus amigos, aunque el
medjay
dudara de que un reptil como aquel pudiera tenerlos.

Hebyu escupió al suelo al pensar en ello, y al punto dio orden de que le siguiesen. Si Neferhor quería escapar debía cruzar el río, esa era su única posibilidad, y correr a esconderse hasta que por fin su búsqueda cesara. El
medjay
sonrió despectivo, pues él sabía que su persecución no terminaría jamás.

—Sé adónde te diriges —se dijo Hebyu, malicioso—, y allí nos encontraremos.

Acto seguido dio orden a sus hombres para que se dirigieran hasta los muelles. Había que cruzar el Nilo en cuanto la niebla se disipase.

Neferhor atravesó la ciudad como la presa que huye para salvar la vida. Atento a cualquier sonido, el escriba corría por las calles intentando atisbar entre la espesa oscuridad que le rodeaba; pero era imposible.

De vez en cuando el escriba se detenía para recuperar el aliento y adivinar dónde se encontraba, mas esto parecía cosa de
hekas
, pues la niebla se pegaba a su cuerpo decidida a que su huida resultase procelosa desde el primer momento.

El escriba pensaba con rapidez mientras trataba de dirigirse hacia el río. Debía vadearlo si quería tener alguna posibilidad, y luego encaminarse al sur, a Ipu, donde le resultaría fácil esconderse durante un tiempo, hasta que se olvidaran de él. Después regresaría a por su familia.

Mientras corría, Neferhor trazó todo su plan de huida con precisión. Pensaba que, una vez al otro lado del Nilo, sus perseguidores desistirían en su búsqueda, pues dados los tiempos que corrían la policía necesitaba la mayor parte de sus efectivos en Akhetatón; o al menos en eso confiaba.

A mitad de carrera la visibilidad aumentó, y durante unos instantes el escriba pudo orientarse mejor. El río se encontraba cerca, y enseguida alcanzó su orilla para al poco volver a ser devorado por la niebla. Allí se hacía más espesa, y Neferhor previó que no se levantaría hasta bien entrada la mañana, pues la brisa parecía haberse perdido en algún recodo del río, quizá porque Amón ya no enviaba su aliento, el refrescante viento del norte, como acostumbraba. El Oculto no le había olvidado, y en aquella hora tenebrosa extendía su poder sobre la tierra de Egipto para proteger a sus hijos más queridos, aquellos que nunca le traicionarían. ¿Cómo era posible, si no, tanta casualidad? Neferhor se convenció de que Amón estaba con él en aquella hora, ordenando las circunstancias; desde la advertencia de Paatenemheb hasta la extraña niebla que lo ocultaba en su huida.

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