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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (79 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Cuando sintió las frías aguas del Nilo, el escriba se encomendó a Sobek y se zambulló con sigilo. El nivel del río había bajado desde que la crecida finalizara tres meses atrás, pero las corrientes podían resultar peligrosas, así como los cocodrilos que de seguro estarían al acecho. Por la noche los cocodrilos salían a cazar, y las aguas acostumbraban a encontrarse infestadas de ellos; pero Neferhor no los temía; él tenía un trato con aquellas bestias desde que fuera niño, y estaba seguro de que Sobek le dejaría cruzar sin que le molestaran.

El cauce del río en Akhetatón no era muy ancho, y el escriba alcanzó la otra orilla sin dificultad, tal y como esperaba. Una vez más volvía a verse las caras coln Shai, pero en esta ocasión el escriba no perdió el tiempo en lamentos que no le conducirían a ninguna parte. Él no era más que una brizna de hierba en la Tierra Negra; un tipo insignificante que blasfemaba contra un destino que nunca le pertenecería; su vida no significaba nada. Sin embargo no pudo dejar de pensar en los suyos, a los que había dejado en manos de un pinche de cocina de corazón bondadoso. Tait, Sothis, Nebmaat…, ellos formaban parte de su propio ser y los llevaría en el corazón allá donde fuese. Cada noche, cuando mirara las estrellas abrigadas en el vientre de Nut, vería los rostros de sus seres queridos en cada uno de sus centelleos: la sonrisa de Tait, la carita de su hijo y, sobre todo, la mirada de Sothis, cargada de magia. Estaba convencido de que un día los volvería a ver y que ya nunca se separarían.

5

Durante todo aquel tiempo el escriba había evitado los caminos y zonas transitadas, aunque de vez en cuando resultara imposible no encontrarse con algún campesino mientras regaba su tierra. La siembra ya había terminado, y en ese tiempo los labriegos se encargaban de distribuir el agua que había quedado estancada, abriendo los pequeños diques para que pudiera anegar sus cultivos.

A un aldeano que tiraba de su asno con las alforjas llenas le compró dátiles y un poco de queso, algo rancio, pero suficiente para poder proseguir su andadura hacia Ipu, donde confiaba poder ocultarse. Las tierras que se extendían al sur de la ciudad del Horizonte de Atón le resultaban desoladoras, pues el desierto se mostraba allí más voraz que en otros lugares. Las arenas señoreaban casi hasta las mismas orillas del río, y escarpados acantilados se alzaban más allá para formar valles inhóspitos y pedregosos. No obstante Neferhor se abrió paso por ellos, y cuando las fértiles tierras volvieron a recibirle, el escriba ya no las abandonó, decidido a caminar junto a los márgenes del río cuanto pudiera.

Casi siempre que se encontraba con algún paisano, este lo saludaba, pero Neferhor procuraba evitarlos pues sabía que hablarían acerca de su presencia, y eso podría resultar peligroso. Cada saludo significaba un pequeño rastro en su huida, y al cabo de una semana tuvo el presentimiento de que alguien le seguía. Era como una premonición para la que no tenía explicación, pero su instinto le decía que los
medjays
iban tras su pista, y ello le empujó a ser más precavido.

Sin embargo, con el paso de los días, Neferhor comenzó a angustiarse. Los
medjays
tenían una bien ganada fama como cazadores de hombres, y eran capaces de aguantar las condiciones más extremas, allí donde otros no podían. Si le perseguían no descansarían hasta encontrarle, y entonces el escriba decidió volver a cruzar el río para vigilar desde la otra orilla.

En una zona donde el Nilo se estrechaba para formar pequeños islotes, Neferhor lo franqueó con facilidad, y luego aminoró su marcha en tanto observaba con atención el margen opuesto. Durante su andadura el escriba había pensado una y mil veces en el futuro que se le presentaba, oscuro donde los hubiere, y también en los suyos, que parecían insuflarle ánimos a cada paso que daba. Eran ellos los que le impulsaban a continuar sin desfallecer, a pesar de que se encontraran prisioneros de una locura que también los amenazaba.

7

Al atravesar todos aquellos nomos, Neferhor no pudo evitar desesperarse por cuanto ocurría. Él no era el único que huía, sino que toda la Tierra Negra escapaba en cierta forma de las tenebrosas sombras que se habían apoderado de ella.

Aquel era el corazón del Egipto más antiguo, donde se había forjado su civilización, pero todos los milenios pasados ahora no tenían valor alguno. Los viejos templos se hallaban abandonados, rodeados por un silencio extrañamente pesado, y solo esperaban pacientemente a que, un día, les desposeyeran de sus piedras para que estas fueran utilizadas en la erección de cualquier otro monumento, o como simple abono.

Todos estaban amenazados, y el escriba clamó al cielo, al tiempo que apretaba los dientes por la rabia que sentía. Era un sentimiento que le reconcomía, nacido quizá de su propia impotencia y del paso de toda una vida. De repente se notaba cansado, como si llevara un
khar
de piedras sobre sus espaldas y fuera incapaz de deshacerse de él. Era una lucha sin tregua, y entonces se dio cuenta de que llevaba aquel saco desde que fuera un niño. Poco a poco este se había ido llenando, con el transcurrir de los años, hasta acumular odios y sinsabores que permanecían en su corazón, ocultos desde hacía demasiados
hentis
. Era su propio
ba
el que se revelaba en aquella hora para pedirle que mirara dentro de aquel fardo, pues el tiempo de satisfacer las cuentas pendientes había llegado.

Cuando Neferhor arribó a Tjebu, la pequeña capital del nomo Uachet, décimo del Alto Egipto, pudo percibir todas estas emociones con mayor claridad. La proximidad de su tierra despertaba en él ansiedad, a la vez que invitaba a los recuerdos a abrirse paso a través del velo tejido por el tiempo.

Lo primero que hizo el escriba fue ir al barbero, y luego cambió sus ropas por un simple
kilt
como el que acostumbraban a llevar los campesinos. Compró pan e higos, y después se dirigió hacia la orilla del río para sentarse bajo la sombra de una palmera. Comió con apetito, en tanto observaba distraídamente la otra ribera, donde no se veía a nadie. El olor del pan recién horneado le reconfortó, pues le gustaba mucho, y al rato se sintió más animado, ya que Ipu quedaba próxima.

En el cercano embarcadero una pequeña gabarra repleta de grano estaba siendo descargada mientras unos pescadores faenaban un poco más allá, en sus pequeñas balsas de tallos de papiro, con desigual suerte. La vida en aquella región era sencilla, y poco tenía que ver con la que se desarrollaba en las grandes ciudades. La gente se mostraba hospitalaria y resultaba fácil sonreír, y también hablar con los demás, sin que tuviera que existir un motivo especial para hacerlo. Él casi lo había olvidado, y se sintió feliz de comprobar que en Tjebu sus paisanos continuaban viviendo como siempre lo habían hecho.

Pero Neferhor debía proseguir su camino sin dilación, y a la mañana siguiente salió bien temprano hacia Ipu, adonde esperaba llegar en tres días. Se apartó de los caminos para recorrer los campos de labor, junto al río, como le gustaba hacer de niño, y en muchos de ellos vio el abandono y también la desolación. Aquellas tierras pertenecían en su mayor parte al clero de Amón, y su confiscación había traído consigo que la generalidad de los campesinos que los trabajaban hubieran dejado sus hogares ante los abusos perpetrados por los supervisores del faraón. El trabajo escaseaba, y el grano se había encarecido como resultado de las malas cosechas. El escriba sintió la extraña soledad de aquellos parajes, y pronto volvió a sumirse en la melancolía.

Cuando los frondosos palmerales del nomo de Min se presentaron ante él, aquella melancolía desapareció para dar paso al optimismo. El bosque salía a recibirle como si se tratara de un hijo pródigo al que no hubiera visto en muchos
hentis
. Aquella era su tierra, y Neferhor sintió cómo su corazón se alborozaba y sus
metu
se llenaban con todo lo bueno que le traían sus recuerdos. El aire allí le parecía diferente, y hasta el río adquiría un tono particular, verde azulado. Sin poder contenerse se aproximó a la orilla para, seguidamente, sumergirse en sus aguas como tantas veces hiciera de chiquillo. Él pertenecía a aquel lugar, y durante un tiempo se abandonó a la suave corriente que lo llevó hasta una pequeña playa en la que se secó al sol.

Sin embargo, en aquellos parajes también señoreaba el silencio. Era como si todo Egipto hubiera sucumbido a su poder de manera extraña. Las voces de los campesinos parecían perdidas, y hasta el habitual griterío de los niños se había marchado para hacer de las granjas hogares fantasmales; tierras sin alma.

Camino de Djarukha, el escriba se cruzó con varios paisanos que le saludaron con amabilidad, y el escuchar su característico acento le emocionó. Djarukha era una pequeña localidad próxima a Ipu cuyas tierras pertenecían a Tiyi. Allí había nacido la que fuera Gran Esposa Real, y muy cerca se hallaba el lago que Nebmaatra había construido para ella en el undécimo año de su reinado, justo en el que naciera Neferhor. Ahora él tenía treinta y cuatro años, y pensaba que ya no le quedaba mucho de vida, aunque la ilusión por volver a ver a los suyos quizá le permitiera vivir un poco más.

En Djarukha había más animación, quizá porque los hombres deambulaban por las calles con la esperanza de poder ganarse el jornal de la forma que fuese.

En una esquina varios paisanos molían grano, y del interior de la panadería salía un olor delicioso. El escriba se aproximó con la intención de comprar pan y un poco de queso, ya que estaba hambriento.

—Son tres
quites
de cobre por las hogazas y otros dos por el queso —le dijo el panadero, muy serio.

El escriba le miró sorprendido.

—¿Medio
deben
por dos panes y el queso? —inquirió incrédulo.

—Así es, hermano. Ni más ni menos.

—Pero eso es un abuso —protestó el escriba, que no daba crédito a lo que escuchaba.

—¿Qué quieres? Son los tiempos que corren, malos donde los haya.

—Aun así me parece un atropello.

—Nadie te obliga a comprarlo.

Neferhor hizo una mueca de disgusto, y el panadero intentó justificarse.

—Si te parece caro hoy, verás el precio que alcanzarán el año próximo. El grano empieza a escasear, y dado el estado de abandono en el que se encuentran muchas de las tierras de labor, la situación empeorará. Adquirir un saco de cereal ya me cuesta una fortuna, y luego tengo que pagar a los jornaleros para que lo conviertan en harina.

—¿Y cómo es que no tienes mujeres para esa labor? —quiso saber el escriba, ya que eran estas las que usualmente molían el grano.

El panadero lanzó una pequeña carcajada.

—Las mujeres que pueden están empleadas en las casas de la cerveza, ya sabes. Ahora los hombres deben trabajar en lo que sea. —Neferhor lo miró con desaprobación, y el tendero hizo un gesto teatral—. Los antiguos dioses se han despedido de nosotros sin decir ni adiós —señaló el panadero en tono confidencial—. Ahora todo es diferente. De cada saco de harina apenas puedo obtener más de treinta hogazas de pan —se justificó.

Neferhor asintió en silencio, ya que sabía que se podían hacer muchas más; por lo menos cincuenta.

—Ya veo —dijo este como si estuviera resignado—. En ese caso te daré un
deben
.

El panadero le miró sin comprender.

—Me hago cargo de tu posición —le aseguró el escriba—, por ese motivo te ofrezco un
deben
por tu pan y tu queso, y por el viejo cuchillo que tienes allí. A ti de poco te sirve ya, y a mí me resultará útil para cortar las hogazas. El precio me parece justo.

El panadero echó un vistazo a aquel cuchillo que tenía más años que él, y tras rascarse la coronilla aceptó. Aquel era un tipo listo, pero sin duda resultaba un buen negocio. Ambos se despidieron, y Neferhor se marchó satisfecho, en tanto cortaba un pedazo de pan. La hoja estaba afilada, y sonrió para sí.

Mientras comía el pan y el queso, el escriba pensó acerca de su situación. Después de haber llegado hasta allí se sentía a salvo, aunque debería ser cauto. Los
medjays
no habían dado muestras de vida y esto le hizo creer que habrían decidido abandonar su búsqueda, tal y como él juzgó en un principio. Ahora lo mejor sería pasar desapercibido y llegar hasta la que un día fuera su casa, donde se ocultaría por un tiempo.

Pero, como era costumbre en el contumaz Shai, el destino había decidido volver a empujar al escriba hacia lo inesperado; o quizá, simplemente, a animarle a rebuscar en su corazón entre unos hechos que nunca podría olvidar.

Todo ocurrió como por casualidad, aunque el escriba ya poco creyera en ella. Neferhor disfrutaba de su ssencillo almuerzo bajo un sicómoro cuando unas voces vinieron a sacarle de sus cábalas con sobresalto.

—¡Paso, paso, paso! —gritaban—. ¡Paso al muy noble Pepynakht!

Al escuchar aquel nombre, Neferhor miró hacia la calle por la que la pequeña comitiva intentaba abrirse camino entre los viandantes.

—Paso —advertían—, o nos veremos obligados a usar los bastones.

El escriba se incorporó para ver mejor, en tanto observaba cómo unos paisanos tiraban de sus asnos para dejar vía libre a la comitiva que se aproximaba. Se oyeron algunos juramentos y el silbido de las varas, y al poco apareció un palanquín transportado por cuatro hombres, y un lacayo que les abría camino.

—Paso al noble Pepynakht —repetía a la menor oportunidad—,
sehedy sesh
del catastro de Djarukha.

Neferhor se ocultó tras el tronco del árbol, sin dejar de mirar a la comitiva. Sus ojos atendían a cada uno de sus movimientos y sin pretenderlo las facciones de su rostro se crisparon de forma terrible, como si se hubiera desencajado de manera inesperada. Un sentimiento de rencor surgió de su interior y al poco el odio le invadió por completo. Era imposible resistirse a él y Neferhor notó que la sangre se agolpaba en sus sienes, y que la razón se le nublaba sin remisión. Era como si los personajes de un pasado que creía ya olvidado cobraran vida otra vez, dispuestos a rememorar para él la historia de una infamia.

Su memoria rescató escenas que le eran bien conocidas, y el semblante de sus seres queridos se hizo tan nítido como si nunca le hubieran abandonado. Sin embargo llevaban muertos más de veinte años; eliminados impunemente por la mano de un canalla que había llegado a hacer de sus vidas un infierno. Este había sido la ley en aquellas tierras y, a lo que parecía, continuaba ostentando un poder que siempre le acompañaría. Kai, Yah, Repyt, surgían de su corazón para mirarle a los ojos con la desesperación del condenado. Había angustia en sus miradas, como si aquellas almas buenas se sintiesen aún aprisionadas por la injusticia y el oprobio, y hubieran sido incapaces de alcanzar la paz del justificado por Osiris. Neferhor los había apartado de sí demasiado tiempo, y en aquel momento se daba cuenta de que él mismo formaba parte de un drama que todavía no había finalizado.

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