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Authors: Antonio Cabanas

Tags: #Histórico

El secreto del Nilo (96 page)

BOOK: El secreto del Nilo
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Bien temprano Neferhor recibió la visita de Neferhotep, que parecía de buen humor.

—Acompáñame, Neferhor, deseo que veas algo. —Este le miró extrañado, ya que no había salido del templo desde hacía meses—. No tengas temor, nadie nos molestará. Confía en mí.

Ambos amigos abandonaron Karnak camino de lal ciudad, que se extendía hacia el sur. La ligera neblina procedente del río hacía que Tebas se despertara envuelta en una bruma que le daba un cierto aire fantasmal. Neferhor caminaba por las callejas como si formara parte de aquel ilusorio paisaje. Junto a Neferhotep, parecía un espectro arrebujado en su frazada; un súcubo cualquiera en busca de algún desgraciado a quien poseer el alma.

Por las callejuelas se encontraron con gente que iba y venía, como ellos, abrigada lo mejor que podía, ya que hacía frío. De las casas salía el humo de las estufas, y el olor de los vertederos que se encontraban casi en cualquier lugar se mezclaba con el de las cocinas y las voces de los vecinos.

No obstante el escriba no se sintió molesto. Al fin y al cabo la mayoría de la gente vivía así; hacinada en pequeñas casas de adobe, entre olores de todo tipo, gritos y estrecheces. Se sentía dichoso de poder pasear por las calles de la ciudad como un ciudadano más, pues hacía mucho tiempo que había olvidado lo que eso significaba. La vida diaria de sus paisanos seguía sus propias pautas. Había que ganarse el pan cada jornada, y bien temprano los hombres abandonaban sus hogares para dirigirse a su trabajo, o a buscarlo allá donde pudiera haberlo.

Sin apenas decirse una palabra, los dos amigos salieron de la capital para coger uno de los caminos que bordeaban el margen del río. Allí la neblina se hacía más espesa y se pegaba al suelo de forma caprichosa para crear bancos que se deshilachaban sin motivo aparente. En invierno, las madrugadas eran frías en Tebas, pero en cuanto el sol despuntaba lo suficiente la temperatura se volvía agradable y la neblina desaparecía.

Al atravesar uno de los campos, los palmerales se dibujaron entre la bruma con formas difuminadas. Surgían cargados de misterio, ausentes en su silencio de cuanto les rodeaba, como si para ellos el tiempo no contara. Aquellos bosques habían sido mudos testigos de la historia de Kemet durante milenios, y allí continuaban.

Neferhor se dejó embrujar por el paisaje hasta sentirse sobrecogido por la intemporalidad que parecía emanar de él. En aquella hora la campiña ofrecía matices que quedaban suspendidos en el difuso ambiente, como si formaran parte de las vaporosas nubes. La tierra y el cielo quedaban unidos a través de sutiles cortinajes en los que se confundían los colores y las formas, para dar una nueva perspectiva que solo podía proceder de la mano de los dioses.

«Cuánto amo a mi tierra», se dijo el escriba, emocionado. Neferhor siempre se había sentido apegado a ella, pero en aquel momento comprendió que su persona se hallaba atada a Egipto por lazos indisolubles que habían sido anudados el mismo día en que naciera. Quizás ese fuese el verdadero motivo que le había llevado a ser devoto de los dioses milenarios. Estos habían sido garantes de cuanto crearan en el valle del Nilo; de las plantas, de todas las especies, e incluso del temido desierto. Habían velado por que el equilibrio natural de aquella tierra se mantuviese incólume, y Neferhor deseaba que así continuara hasta el final de los tiempos.

La proscripción de las divinidades tradicionales había cubierto de luto la mayoría de los campos en tanto las gentes que vivían en ellos se mostraban incapaces de entender lo que ocurría, pues nunca un faraón había pretendido suplantar a los dioses de Egipto.

Después de andar un buen rato, ambos amigos tomaron una vereda que serpenteaba a través de unas tierras de labor hasta que su acompañante se detuvo, como si quisiera mostrar algo al escriba. Este le interrogó con la mirada, y Neferhotep le sonrió.

Entonces empezó a soplar una suave brisa, y el cielo comenzó a despejarse. Allí estaba Ra, como siempre, dispuesto a mostrar su poder contra el que nada había podido el Mundo Inferior. La bruma se desvanecía y la magia que colgaba de ella se volatilizaba para mostrar una realidad bien distinta. Las formas abandonaban su ilusión para mostrarse tal como eran, y los colores recobraron sus tonos habituales, bruñidos por la luz del sol.

El nuevo paisaje que se revelaba a los ojos de Neferhor le era de sobra conocido. Un pequeño campo de trigo se extendía a ambos lados del camino. Era una buena tierra que no obstante parecía abandonada, tan baldía como si se encontrara en los agrestes valles del desierto oriental. Nadie se había preocupado de sembrar en ella después de que las aguas de la crecida se retiraran hacía unos meses, y no habría cosecha que recoger aquel año. Sin embargo el lugar conservaba su encanto, y los pájaros volaban a sus anchas elevando sus trinos para todo el que quisiera escucharlos.

Al fondo de la finca había una casa. Era igual que la de la mayoría de los campesinos, y junto a ella se levantaban los establos, pues se oía el mugido de una vaca en la distancia. El escriba se imaginó sin dificultad el lugar, y aguzó su mirada ante lo que parecían varias figuras que deambulaban por el exterior de la choza. Miró a su amigo de nuevo, y este le invitó a proseguir por la vereda que conducía hasta la granja.

Sin decir una palabra Neferhor atravesó aquel campo sin apartar la vista de las figuras que se movían en las proximidades de la cabaña. Debían de ser campesinos que se disponían a realizar alguna de sus habituales tareas, aunque al comprobar el lamentable estado en el que se encontraban las tierras de labor, el escriba pensó que poco era el trabajo que había que hacer allí.

Ya próximo a la casa, Neferhor pudo apreciar la escena con mayor detalle. Los aldeanos se habían detenido en sus quehaceres y ahora los observaban avanzar hacia ellos con curiosidad. Dos hombres hablaban entre sí en tanto le señalaban, mientras las mujeres sujetaban sendos cántaros que debían de contener leche recién ordeñada.

El escriba miró hacia su amigo, pero este se limitó a asentir de nuevo. Entonces una nueva figura salió de la casa y al momento Neferhor sintió cómo su corazón se aceleraba. Era una mujer esbelta, y sus movimientos acapararon su atención de inmediato. Solo conocía a una persona que se moviera así, y sin poder remediarlo apretó el paso en tanto la sangre comenzaba a agolparse en sus
metu
, impulsada por las emociones. Sin embargo, no era posible. ¿Qué tipo de hechizo obraba allí? Todo debía de formar parte de la magia que envolvía los campos aquella mañana brumosa. ¿Qué podía ser si no?

Entonces la esbelta silueta reparó en él y se irguió
al instante para prestarle toda su atención. Fueron apenas unos segundos, pues enseguida la mujer avanzó con paso cada vez más decidido en su dirección, sin atender a cuanto la rodeaba.

Al verla aproximarse, Neferhor sintió cómo la ansiedad se apoderaba de él por completo. La luz de la mañana recortaba su inconfundible figura, y sus andares lánguidos de felino. Al punto, el escriba sintió un irrefrenable impulso de correr hacia ella cual si fuera un chiquillo. El cielo se abría un poco más a cada zancada que daba para mostrarle lo mejor a su corazón. Todo lo bueno le era ofrecido inesperadamente por aquel destino contra el que se había rebelado en tantas ocasiones. Ahora Shai le entregaba un tesoro, el mayor que podía esperar, en tanto creía escuchar las carcajadas de los dioses a través de aquel cielo abierto que él podía tocar con sus manos. De allí surgía aquella visión, no cabía duda, para en esta ocasión hacerse realidad, igual que si se tratara de un regalo divino imposible de cuantificar. Para el escriba no tenía precio, y cuando vio cómo aquella mujer se aprestaba a correr a su encuentro, el ensueño se esfumó para dar paso a una realidad que colmaba todas las fantasías con las que Neferhor se había alimentado durante tanto tiempo. El sueño no había sido tal, y a la postre despertaba para dejar atrás la pesadilla de cuanto había vivido. Todo resultaba un milagro portentoso al que se veía incapaz de encontrar una explicación. Fue en ese momento cuando musitó su nombre, aquel que le quemaba los labios cada vez que lo pronunciara durante las largas noches de ausencia; Sothis.

Cuando Sothis salió de la casa reparó en los dos hombres que se aproximaban por la vereda. Al momento se puso alerta, como había visto hacer a los guepardos antes de iniciar la caza en el lejano sur, y acto seguido salió a su encuentro con el corazón gozoso y una sonrisa dibujada en los labios. Aquel hombre le pertenecía por completo, y al fundirse con él en un abrazo volvió a sentir hasta qué punto este necesitaba de ella y también el sufrimiento que había padecido. Él era el amor de su vida, el único al que estaba dispuesta a rendirse, y al que debería proteger mientras viviera.

Neferhor se dejó emborrachar por los cálidos brazos de su esposa. Entre ellos se abandonaba a su suerte, dispuesto a empaparse de toda su magia, la que él sabía que ella poseía, y a la que ya nunca podría renunciar. Fundidos en aquel abrazo sobraban las palabras, pues sus
kas
se unían para decirse cuanto necesitaban saber. Hacía mucho que ambos formaban una sola identidad, y eran conscientes de que el uno sin el otro estaban incompletos. Así lo había querido Hathor o quién sabe si Shai, el eterno bromista. Mas en aquella hora su encuentro llegaba cargado de un significado especial, hasta el punto de desbordar sus emociones de forma incontenible, sin dejar nada para sí, y cuando aquella noche se amaron hasta quedar extenuados, ambos se juraron que nunca más se separarían y que, ocurriera lo que ocurriese, sus caminos serían el mismo, que recorrerían junto a sus hijos; allá donde los condujera.

4

Neferhor y su familia se instalaron en Karnak, en la vieja casa donde el escriba había vivido durante los últimos meses. Aunque los antiguos dioses seguían prohibidos, ningún soldado del faraón había vuelto para perseguir la memoria del Oculto. Todo se mantenía en una extraña calma que algunos aprovecharon para regresar a Ipet Sut y retomar sus labores. Aunque el templo continuaba cerrado al culto, no hubo impedimento para que se restauraran los desperfectos sufridos durante aquellos años, y la vida comenzó a abrirse camino de nuevo en Karnak. Con su acostumbrada reserva los sacerdotes volvier)on a reunirse para reanudar sus antiguos ritos mistéricos y alabar a Amón por su magnificencia. La luz volvía a brillar en el templo, aunque solo fuera para los iniciados, y este hecho fue más que suficiente para que el clero del Oculto se aprestara a trazar las líneas maestras de su futura política. Se intuía que la nueva corregente sería proclive al diálogo, y pronto las sombras se despejarían.

Neferhor agradeció la ayuda de Penw hasta donde su situación se lo permitió. Con pocos bienes contaba para recompensarle, sin embargo le agasajó de palabra de tal forma que el hombrecillo se sintió tan abrumado como si le hubieran cubierto con oro.

—¡Oh, sapientísimo hijo de Thot! Tus palabras me hacen enmudecer por la emoción. Nunca pensé que un elegido como tú pudiera hablarme de esta manera —dijo el pinche con su acostumbrada teatralidad.

—Siempre estaré en deuda contigo, noble Penw. La lealtad es un bien tan preciado como escaso.

Aquello de noble Penw caló muy dentro del corazón del pinche real, que se sintió henchido de orgullo y muy ufano, sobre todo después de que durante toda su vida no hubiese recibido más que insultos y advertencias.

—Mi pérdida no ha sido tanta como supones, gran Neferhor. Debe de ser porque me estoy haciendo viejo, pero una mañana comprendí que mi tiempo en palacio estaba cumplido. El ambiente se había vuelto irrespirable, mucho peor que cuando la reina Tiyi tenía la corte sembrada con sus intrigas. Era el momento de abrirse a nuevos horizontes.

Neferhor lo miró sorprendido pues, que él supiese, Penw solo entendía de asuntos de cocina e intrigas palaciegas.

—La cosa estaba empezando a ponerse peligrosa —confesó el hombrecillo como si le hubiera leído el pensamiento—. ¡Vivíamos a golpe de trompeta! Cada vez que algún miembro de la familia real abandonaba el palacio había que salir a aclamarlo sin dilación, pues si no lo hacías los
medjays
te amenazaban con molerte a palos.

El escriba asintió, pues se hacía cargo.

—Mahu y su policía controlan Akhetatón desde la Ciudad Norte hasta Maru-Atón, y se encargan de que los vítores y loas al dios sean elevados como corresponde. Te digo, sapientísimo escriba, que tienen aterrorizada a la ciudadanía.

Neferhor frunció los labios, pues ya era conocedor de estos detalles.

—Llegó un momento en el que la gente era capaz de denunciar al vecino para así parecer más afín al régimen. ¡Imagínate! Hubo quien hizo buenos negocios con ello, no te vayas a creer, ya que cualquiera que tuviese afecto por su vida acaparaba figuras votivas de los reyes y su familia, y las colocaba en su casa, bien a la vista. Yo mismo tenía varias estelas del Atón, dadas las circunstancias; los alfareros y ceramistas no daban abasto.

—Aun así, dejaste cuanto poseías para proteger a los míos.

—No me hagas sonrojar; te lFo ruego, gran señor. Yo no soy nada. Fue la
nebet
la que me abrió los ojos. Ella es capaz de ver donde otros no pueden, y yo no hice más que tomar en consideración sus palabras. Además, tu familia no podía continuar escondida como si fueran ratones. Te lo digo yo, que por algo me llaman Penw. Akhetatón se había convertido en una ciudad peligrosa.

El escriba lo miró fijamente mientras pensaba en cuanto escuchaba.

—Ahora estoy feliz junto a mi hermano, al que hacemos compañía en su soledad —prosiguió el hombrecillo—. Él trabajaba en las tierras del templo, pero desde que cerraran este tuvo que arreglárselas lo mejor que pudo. Por fortuna conservó una vaca, de forma milagrosa, pues las huestes del Atón esquilmaron cuanto pudieron.

Neferhor volvió a asentir, comprensivo.

—Aunque corren malos tiempos, me ganaré el pan honradamente —le aseguró Penw—. Bes proveerá.

Neferhor le dio un abrazo y el pinche empezó a hacer pucheros por la emoción que sentía.

—No te preocupes, noble Penw. De ahora en adelante seré yo quien vele por ti.

La sorpresa que le había reservado Neferhotep entraba dentro de lo inesperado. Neferhor nunca hubiera podido sospechar algo semejante, por muy misterioso que pudiera ser su amigo.

—Llegado el momento Amón se pronunció como correspondía —le aclaró Neferhotep—. Tú imploraste su ayuda y él te mostró el camino, tal y como te aventuré que ocurriría.

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