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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantasía

El segundo imperio (7 page)

BOOK: El segundo imperio
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Davella abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Yo… yo… Sí, general.

—Bien. Ahora lárgate.

Los escribas, el escritorio y una botella de vino aparecieron con remarcable celeridad. Corfe salió al balcón, mientras detrás de él el comedor se transformaba en una especie de despacho, y los empleados de palacio corrían de un lado a otro como hormigas asustadas por un palo en el hormiguero.

Otro día frío en el exterior, con escarcha descendiendo de las montañas Címbricas. Corfe podía ver a la enorme multitud, todavía concentrada en la plaza de la catedral, con sus voces mezcladas en un zumbido de ruido informe. La mitad de ellos eran refugiados de Aekir, todavía sin hogares propios ni perspectivas de salir de la pobreza. Aquello cambiaría, si él podía hacer algo al respecto. También eran su gente; él mismo había sido un refugiado, y nunca podría olvidarlo.

—¿Qué sucede, general? —preguntó la alegre voz de Andruw. Corfe se volvió. Su amigo llevaba un viejo uniforme de campaña y botas cómodas, pero su insignia de coronel lucía nueva y brillante. Parecía que la hubiera cosido él mismo. Parte del hielo que rodeaba el corazón de Corfe se fundió ligeramente. Haría falta un día realmente aciago para poner de mal humor a Andruw.

—Sólo intento solucionar algunas cosas antes del funeral —dijo a Andruw—. Esa gente va en serio, aunque ni ellos mismos lo sepan todavía. ¿Has traído los papeles?

—Están sobre la mesa. Dios, necesito dormir esta noche. Y algo de aire fresco para ahuyentar el olor de toda esa tinta y papel. ¡Hay auténticos montones!

—Piensa en él como si fueran municiones. Ah… Disculpa, Andruw.

Un hombre ricamente vestido, que llevaba un bastón de mando de ébano, había sido admitido por los pajes en la habitación con toda la pompa de un potentado oriental. Era muy alto, muy delgado, y moreno como un merduk. Un nativo de Kardikia, o tal vez del sur de Astarac, supuso Corfe.

—¿Gabriel Venuzzi?

El hombre se inclinó ligeramente, un mero movimiento de cabeza.

—Así es. Vos, según creo, sois el general Cear–Inaf.

—El mismo. Ahora escuchadme, Gabriel, tenemos un problema entre manos y creo que podréis ayudarme a solucionarlo.

—¿De veras? Me alegra oír eso. ¿Y cuál es la naturaleza de ese problema, general? Su majestad me ha ordenado que os preste toda la ayuda que esté en mi poder, y naturalmente yo debo obedecer sus órdenes al pie de la letra.

—Ahí está vuestro problema, Gabriel. Ahí abajo. —Corfe indicó con un gesto la vista que se dominaba desde el balcón. Venuzzi se dirigió a las puertas abiertas, estremeciéndose levemente al notar el aire frío que entraba a través de ellas, y miró hacia la ruidosa multitud de abajo.

—Me temo que no os entiendo, general. No soy un oficial de la milicia, sino simplemente el senescal de palacio. Si queréis que dispersen a la multitud, tal vez deberíais dirigiros a vuestros oficiales. Yo no trato con plebeyos.

Su altanería era casi impresionante. Corfe sonrió.

—Ahora sí.

—Disculpad mi ignorancia. Sigo sin entenderos.

—No pasa nada, Gabriel. No me importa explicarme. —Corfe levantó el montón de papeles que Andruw había traído consigo. Los dos se habían pasado la madrugada buscándolos en el archivo de los registros de contabilidad del palacio, una madriguera mohosa y que parecía una tumba, dedicada al almacenamiento de estadísticas—. Tengo aquí los registros de todos los alimentos almacenados en el palacio. No sólo del palacio, en realidad, sino en los depósitos reales de toda la ciudad, y también del reino. Gabriel, querido amigo, el palacio ha acumulado cientos de toneladas de trigo, cereales y carne ahumada, y… y…

—Y pescado salado, galletas, aceite de oliva y vino —añadió Andruw—. No olvides el vino… Hay ochocientos toneles grandes, general.

—Y ni siquiera mencionaré el brandy, el cerdo salado y los higos —terminó Corfe, aún sonriendo—. Ahora explicadme, Gabriel, por qué es necesario almacenar esas increíbles cantidades de provisiones.

—Hubiera pensado que era algo obvio, general, incluso para vos —dijo lentamente Venuzzi, sin mover un pelo—. Son reservas reales, destinadas a aprovisionar diariamente el palacio, y también apartadas para el caso de un asedio.

—¿Todo eso para mantener a los habitantes del palacio bien alimentados? —preguntó Corfe con tono tranquilo.

—Por supuesto. Hay que mantener ciertas formas, incluso en tiempo de guerra. No podemos… —al llegar a aquel punto el flaco rostro de Venuzzi se abrió en una sonrisa astuta— no podemos permitir que la nobleza pase hambre, después de todo. Pensad en la imagen que daríamos al mundo.

—No se trata de pasar hambre. Se trata de acumular provisiones para alimentar a decenas de miles cuando uno sólo tiene que cubrir las necesidades de unos pocos centenares. —Había un tono en la voz de Corfe que hizo que todas las personas de la habitación se detuvieran. Su sonrisa había desaparecido.

Venuzzi retrocedió un paso ante aquella terrible mirada.

—General, yo…

—Mantened la boca cerrada. Por si no lo habíais notado, estamos en guerra, Venuzzi. Voy a dar órdenes de que se recojan todas esas provisiones almacenadas y se distribuyan entre los refugiados de Aekir y cualquier otra persona en Torunn que las necesite. Las órdenes se clavarán en lugares públicos esta mañana. Los escribientes ya han escrito cincuenta copias. Me han dicho que necesito vuestra firma antes de poner en marcha el proceso.

—¡No la tendréis! ¡Esto es un ultraje!

Corfe se acercó al senescal.

—Firmaréis —le dijo, en una voz tan baja que nadie más en la habitación pudo oírlo—, u os convertiré en soldado raso, Venuzzi. Puedo hacerlo, ¿sabéis? Puedo reclutar a quien me apetezca.

—¡Estáis fanfarroneando! No os atreveríais.

—Ponedme a prueba.

El silencio crepitó en la habitación. Los nudillos de Venuzzi estaban pálidos como el hueso en torno a su negro bastón de mando. Finalmente se volvió, se inclinó sobre el escritorio y tomó una pluma. Su firma, larga y retorcida, apareció sobre la orden situada encima del montón.

—Gracias —dijo Corfe en voz baja.

El senescal le lanzó una mirada de puro veneno.

—La reina se enterará de esto. ¿Creéis que no tengo amigos en este lugar? No sabéis nada. ¿Qué sois sino un paleto advenedizo, con las uñas aún sucias de barro? Estúpido.

Luego se volvió sobre sus talones y salió de la estancia entre una nube de pajes. Las grandes puertas se cerraron de golpe tras él.

Andruw suspiró.

—Corfe, la diplomacia no se te da muy bien.

El general inclinó la cabeza.

—Lo sé. Soy sólo un soldado. Nada más. —Luego miró a su subordinado a los ojos—. ¿Sabes, Andruw? Hay un cementerio nuevo fuera de las murallas, junto a la puerta sur. Lo crearon los refugiados de Aekir. Ya tiene más de seis mil tumbas. Muchas de las personas que se están pudriendo en esas tumbas murieron de hambre. Mientras nosotros celebrábamos banquetes en palacio. De modo que no me hables de diplomacia, ni ahora ni nunca. Simplemente ocúpate de que estas órdenes estén distribuidas por toda la ciudad a mediodía. Me voy a ver a los hombres.

Andruw lo vio marcharse sin más palabras.

Más tarde, aquella misma noche, un grupo de hombres se reunió en la capital en la discreta habitación del piso superior de una próspera taberna. Vestían ropas de montar ordinarias, largas capas ensuciadas en la calle y botas altas. Algunos iban armados con sables militares. Estaban sentados en torno a una mesa larga iluminada por las velas, marcada por los restos de pasadas juergas. Un fuego humeaba y crepitaba en una parrilla detrás de ellos.

—Es intolerable, absolutamente intolerable —dijo uno de los hombres. Un tipo colorado y de barba gris, de unos cincuenta años. Era el coronel Rusio, de la guarnición de la ciudad.

—Dicen que es hijo de un campesino de Staed —añadió otro—. Aras, tú estuviste allí. ¿Crees que es cierto?

El coronel Aras, veinte años más joven que cualquier otro hombre presente, parecía al mismo tiempo incómodo y deseoso de agradar.

—No puedo decirlo con certeza. Todo lo que sé es que maneja a esos endemoniados salvajes suyos con extraordinaria habilidad. Señores, ya sabéis que había aplastado a los rebeldes del sur incluso antes de que yo llegara. Estoy dispuesto a admitirlo. ¡Con quinientos hombres!

Y Narfintyr tenía más de tres mil, pero no pudo hacer nada.

—Casi parece que lo admiráis, coronel. —Una voz que era un ronroneo sedoso. El conde Fournier, jefe del servicio de inteligencia toruniano, o lo que quedaba de él. Se acarició la pulcra barba, puntiaguda como una lanza, y observó atentamente a su joven colega.

—Tal vez… tal vez lo admiro —dijo Aras, tropezando con las palabras—. En la Batalla del Rey impidió que mi posición fuera arrollada cuando me envió a sus fimbrios. Y luego obligó a retroceder a los arqueros nalbeni, que atacaban por la izquierda. Eran veinte mil.

—Sus fimbrios —murmuró Rusio—. Buen Dios. También te envió mis cañones, Aras, ¿o lo habías olvidado?

—Espero que no tengas sentimientos contradictorios en este asunto, mi querido Aras —dijo Fournier—. Si es así, no deberías estar aquí.

—Sé a quién debo lealtad —dijo rápidamente Aras—. A mi propia clase, al orden social del reino. Al bienestar general del país. Simplemente señalo unos hechos, eso es todo.

—Me alivia oír eso. —Fournier levantó la voz—. Caballeros, estamos aquí reunidos, como bien sabéis, para tratar de ese… ese ave fénix que ha surgido entre nosotros. Tiene habilidad militar, sí. Tiene la protección de nuestra noble reina, sí. Pero es un plebeyo que prefiere dirigir a salvajes y a fimbrios antes que a sus propios compatriotas, y que carece por completo de ningún vestigio de respeto por los valores tradicionales de este reino. ¿Tengo razón, don Gabriel?

El senescal de palacio asintió, con su hermoso rostro sofocado por la ira.

—Habéis leído las órdenes; están por toda la ciudad. Está distribuyendo las reservas reales en este mismo momento, abriendo los almacenes y entregando las provisiones a cualquier mendigo de la calle que pueda levantar una mano.

—Esa generosidad le granjeará muchos amigos entre los elementos más humildes de la población —dijo otro miembro del grupo. Un individuo bajo y robusto, con un parche negro sobre un ojo y el cráneo afeitado. El coronel Willem, que había comandando las tropas que permanecieron en la capital cuando el ejército marchó hacia la Batalla del Rey—. Un movimiento astuto, desde luego. Ese tal Corfe tiene cerebro.

—¿No habéis hablado con la reina? —preguntó Fournier a Venuzzi—. Después de todo, lo que Corfe está regalando es propiedad suya.

—Claro que he hablado con ella. Pero está encaprichada con él, os lo digo de veras. Me ha ordenado que no me opusiera a él.

—Debe manejar un arma muy poderosa, aparte de la espada de Mogen que ella le regaló —gruñó Rusio, y los hombres de la mesa soltaron una risita, a excepción de Fournier y Venuzzi, que parecieron molestos.

—La reina tiene lo que ha estado deseando durante años —dijo Fournier con tono gélido—. Poder nominal, y no sólo de hecho. Ahora es la gobernante de Torunna, y no se limitará a manipular los hilos detrás del trono, sino que se sentará en él. Y ese tal Cear–Inaf será el puño del nuevo régimen. Fijaos en lo que os digo, caballeros, las cabezas de muchos de los que estamos aquí pueden estar a punto de rodar.

—Tal vez literalmente —murmuró Rusio—. Fournier, decidme. ¿Van a reabrir la investigación del intento de asesinato?

—Creo que no —dijo Fournier, sonrojándose.

—Fuisteis vos y el rey, ¿no es así?

—¡Qué acusación tan monstruosa! ¿Creéis que me rebajaría a…?

—Caballeros, caballeros, ya basta —intervino Willem, exasperado—. Somos aliados. No puede haber acusaciones ni recriminaciones. Debemos responder a esta pregunta: ¿cómo librar a Torunna de ese advenedizo?

—¿Queremos librarnos de él ahora mismo? —preguntó nerviosamente Aras—. Después de todo, está ganando la guerra.

—Buen Dios, coronel —espetó Rusio—. Al final creeré que habéis sucumbido al hechizo de ese tipo. ¿En qué estáis pensando? ¿Ganar la guerra? Dejamos a ocho mil muertos en el campo de batalla hace pocos días, incluyendo a nuestro rey. ¡Ganar la guerra!

Aras no replicó. Estaba blanco como la nieve.

—Debe ser por medios legales, sean cuales sean —dijo suavemente Fournier, rompiendo el incómodo silencio que siguió—. Y sin poner en peligro la seguridad del reino. Después de todo, estamos luchando por nuestra propia supervivencia en estos momentos. Es posible que Aras tenga razón. Ese Corfe tiene su utilidad, eso no puede negarse. Y, si os digo la verdad, no creo que las tropas siguieran a nadie más en este momento.

Rusio se revolvió al oír aquello, pero no dijo nada.

—De modo que, por el momento, hemos de trabajar con él. Mientras tenga la confianza de la reina es prácticamente intocable, pero no existe ningún hombre sin debilidades. Aras, nos dijisteis que había perdido a su esposa en Aekir.

—Sí. Nunca habla de ello, pero oí que su amigo Andruw lo mencionaba.

—Muy bien. Ésa es una vía que vale la pena explorar. Hay algo de culpabilidad en él, obviamente, de ahí su generosidad con la escoria de Aekir alojada en la capital. Y vos, Aras, debéis trabajar para acercaros más a él. Es evidente que lo admiráis, de modo que ya tenéis un punto de partida. Recordad que no pretendemos destruir a ese hombre; simplemente, nos parece que ha sido ascendido por encima de lo que le corresponde.

Aras asintió.

—Y aseguraos de tener claro de qué lado estáis —gruñó Rusio—. Una cosa es admirarlo, y otra permitirle pisotear las instituciones que mantienen unido a este reino. —Un murmullo de asentimiento recorrió la mesa. Willem levantó la voz.

—Esta tarde han llegado a la ciudad otros seiscientos salvajes de las Címbricas, deseosos de luchar a sus órdenes. El intendente Passifal los está equipando mientras hablamos. Os lo digo de veras, caballeros, si no frenamos a ese joven acabará convirtiéndose en una especie de dictador militar. Ni siquiera necesita confiar en el apoyo de sus compatriotas. Entre esos salvajes y sus fimbrios domesticados, tiene una base de poder que se sale por completo de la cadena de mando habitual. Esos hombres no quieren servir bajo nadie más, lo vimos claramente en la última reunión de estado mayor presidida por el rey, aquí en la capital. Ahora está agitando a la chusma que huyó de Aekir, cuando debería estar enviándolos al sur y dispersándolos. Ahí hay un plan muy bien trazado. Mi opinión es que pretende apoderarse del mismo trono.

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