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Authors: Craig Russell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El señor del carnaval (14 page)

BOOK: El señor del carnaval
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Oliver degustaba su sobrevalorado cóctel y recordaba la caída de su ídolo cuando se dio cuenta de que tenía a alguien al lado.

—¿Es usted Herr Meierhoff? —le preguntó la muchacha, con un acento extranjero que Oliver pensó que era ruso o polaco. Él sonrió y asintió, pero el corazón le dio un brinco. Si no llega a ser por el acento y la falta de bronceado podría haberse tratado de Sylvia en su juventud. No, en realidad era mucho más bella, aunque la belleza no era el baremo que Oliver exigía. Había un montón de chicas guapas a las que podía aspirar. La chica que tenía al lado debía de tener veintidós años, calculó; el pelo pelirrojo claro, los ojos azul cristalino y una tez fresca salpicada de pálidas pecas.

Oliver se encontró escrutándola involuntariamente de pies a cabeza. Llevaba una blusa que caía suelta a partir de su estrecha cintura pero se ajustaba bien a la altura de los pechos y los antebrazos, llenos y redondos. Ella se puso ligeramente de lado, sonriendo coqueta, consciente de lo que él deseaba ver. Llevaba una falda de tubo que se estrechaba a la altura de las rodillas, destacando la rotundidad de los muslos y el magnífico y espléndido culo.

—¿Soy lo que estabas buscando? —le preguntó—. ¿Te gusto?

—Tú, querida —dijo Oliver con una sonrisa bella y ancha—, eres la perfección personificada.

6

Como había llegado a Colonia desde Hamburgo en tren, María no tenía su coche a mano. Eso formaba parte de su estrategia: su coche era un viejo Jaguar XJS que, en un momento de extravagancia que no era propio de ella, se había comprado deliberadamente para atraer miradas. Eso lo convertía en un vehículo demasiado vistoso para el tipo de trabajo de vigilancia que se proponía. Por tanto, pasó buena parte de su primera mañana en la ciudad buscando un coche de alquiler. Hasta los modelos más pequeños y económicos resultaban demasiado nuevos y resplandecientes.

Colonia llevaba horas malhumorada bajo un cielo plomizo y reacio a soltar la nieve que llevaba todo el día amenazando con caer. El estado de ánimo de María estaba igual de enfurruñado, y además le dolían los pies. Podía haberse limitado a llamar desde la habitación del hotel, pero sabía que tenía que ver el coche que iba a utilizar.

Cuando salió de la última oficina de coches de alquiler eran casi las tres de la tarde y el cielo empezaba a pasar de gris a negro noche. No era ninguna de las empresas principales nacionales o internacionales y estaba anexa a un taller mecánico y a un concesionario de coches de segunda mano. La chica de detrás del mostrador se extrañó cuando María le preguntó si podía alquilar el Citroën Saxo azul marino que estaba en el aparcamiento, y una llamada llevó a la oficina a un vendedor que miró a María como si fuera una colegiala. Éste le explicó que aquel coche no se podía alquilar, pues estaba en venta. Quizá porque María miraba el coche a través de la ventana de la oficina decidió soltarle todos sus argumentos de venta y luego le prometió que era un vehículo excepcional para los años que tenía. Cuando María le preguntó el precio, empezó su discurso.

—Déjese de rollos. ¿Cuánto vale el coche? —atajó ella.

María lo miró con una expresión fulminante y el vendedor se ruborizó debajo de sus pecas. Una vez hubo probado el coche, le ofreció 700 euros menos de lo que le había pedido. Al cabo de una hora y media, con toda la documentación en regla, María regresó al hotel al volante de su Saxo y lo estacionó en el aparcamiento que había al doblar la esquina. El coche era perfecto: totalmente anónimo e ideal para vigilancia. La pintura era azul marino pero se había ido apagando y no tenía rayas ni golpes que lo hicieran identificable. María arrancó un vistoso adhesivo del cristal trasero.

Dejó el coche en el aparcamiento y se dirigió al almacén Karstadt de Breite Strasse, dónde buscó un atuendo que combinara bien con el Citroën: camisetas desaliñadas y vaqueros, un gorro de lana y un par de cazadoras gruesas, una de ellas con capucha.

Todas las prendas eran de colores apagados y oscuros. La cajera echó una mirada de extrañeza hacia el caro abrigo de lana que llevaba María y a su bolso de marca mientras pasaba las prendas adquiridas por el lector de códigos de barras.

—Es un regalo para mi sobrina —dijo María con una sonrisa vacía.

7

Era el mejor hotel que Oliver podía pagar en efectivo sin levantar sospechas o llamar una atención no deseada. Se había registrado antes de encontrarse con la chica de compañía de anchas caderas en el night-club y había utilizado una identidad falsa, como solía hacer siempre. Así, cuando la agencia de acompañantes llamó al hotel y pidió hablar con Herr Meierhoff para asegurarse de que era huésped, pasaron la llamada a su habitación. Eso también significaba que no habría situaciones llamativas o vergonzantes con fajos de euros cuando volviera con la chica. Cuando todavía estaban en el club le entregó un sobre con la suma acordada en efectivo. Todo hecho con tranquilidad, siempre con la sonrisa fácil de Oliver.

Oliver se mostró simpático, hablador y encantador toda la velada, como de costumbre, y presintió que su compañera de alquiler estaba un poco extrañada sobre los motivos que llevaban a un hombre tan atractivo y urbano como él a pagar por sexo. Pero también en esto había dejado muy claras sus exigencias. Sin embargo, en el taxi, Oliver se quedó en silencio y contempló las vistas de Colonia deslizándose detrás del cristal, y se volvió ocasionalmente a mirar y a sonreír a su compañera. Ella le había dicho que se llamaba Anastasia, y él comentó lo bonito que era el nombre mientras para sus adentros pensaba que probablemente era tan verídico como Meierhoff. La calma de Oliver, comparada con el momento anterior, provenía de su necesidad de anticipar la satisfacción de su deseo. Oliver consideraba esos momentos como los más placenteros de todos, casi mejores que la propia satisfacción. Era la combinación perfecta de una lujuria creciente y cada vez más sólida y la exquisita anticipación de un refinado banquete cuyos aromas ya le habían alcanzado. Ahora era intensamente consciente de la presión del muslo lleno y maravilloso de Anastasia contra el suyo.

Le dio al taxista una propina generosa pero no exagerada. Oliver hacía todo lo posible para que nadie lo recordara con demasiada claridad. Él y Anastasia se dirigieron directamente a los ascensores, sin detenerse en recepción, de nuevo con toda la discreción de la que fue capaz.

—Tomaremos una copa en la habitación —le explicó Oliver en el ascensor.

Anastasia le sonrió con una picardía artificiosa y le puso la mano en la entrepierna.

—Tal vez la copa tenga que esperar —dijo, apretándolo un poco con los dedos—. Por cierto, si disfrutas realmente con lo que obtengas esta noche, estará muy bien que me des una propina extra.

En la habitación las cortinas seguían abiertas, y la visión de la estación central de tren y la silueta imponente de la catedral se levantaban oscuras sobre el cielo nocturno. Oliver le devolvió la sonrisa mientras cerraba la puerta de la habitación detrás de él.

«Espero —pensó para sus adentros mientras cerraba la puerta y echaba el pestillo—, que ésta no grite como la última».

8

«Todos necesitamos ser otro, aunque sólo sea durante un par de horas, perdernos en la carne de otro en una habitación anónima de hotel». Andrea siempre tenía este pensamiento en la mente durante los primeros instantes cuando se encontraba con un cliente. Andrea no se veía a sí misma como prostituta: jamás se permitiría que la vendieran como si fuera carne. Al fin y al cabo, ella no era lo que normalmente se considera como femenino. Pero no todo el mundo tenía el mismo ideal de feminidad: el trabajo que hacía para la agencia tenía su nicho de mercado. Ella no era una mujer normal y los hombres que pagaban para estar con ella tampoco buscaban sexo normal. Andrea era muy consciente de que la agencia para la que trabajaba estaba especializada en el segmento más raro de la industria sexual, y no le gustaba pensar qué otros gustos eran probablemente capaces de satisfacer. Siempre había sospechado que
A la Carte
estaba gestionada por delincuentes, pero su contacto con ellos se limitaba a las llamadas que le hacían al móvil y a los sobres que ella les enviaba con un porcentaje de sus ganancias. Sabía que la habían ido a buscar, a ella o a alguien como ella. El primer contacto fue en el gimnasio en el que se entrenaba con unas cuantas chicas más para una competición local, y el primer paso lo dio un hombre de aspecto sórdido que se llamaba Nielsen. Éste iba vestido con traje y corbata pero tenía una complexión fortachona y chulesca y cara de gánster. Habló con Andrea y con otras tres chicas, y Andrea se dio cuenta de que éstas eran las únicas que tenían la misma cantidad de masa muscular que ella. Nielsen dijo primero que buscaba a alguien que hiciese de modelo para un fotógrafo. Fue bastante específico sobre el tipo de poses que necesitaba, pero eso no molestó a Andrea, que estaba acostumbrada a desfilar con un bikini que apenas tapaba su cuerpo fuertemente musculado: que la miraran sin él no le molestaba especialmente. Fue después de la segunda sesión de fotos cuando Nielsen le comentó que el negocio principal de
A la Carte
era, de hecho, facilitar
escorts
, mujeres de compañía para una clientela muy exigente.

Colonia fue la primera ciudad alemana en cobrar impuestos sobre los ingresos de las prostitutas, pero /I
la Carte
no era nada regular en lo que se refería a guardar un registro. Eso significó que Andrea consiguió evitar ser registrada como trabajadora sexual a tiempo parcial y, por lo tanto, sus ingresos extras no fueron gravados con impuestos. El dinero que ganaba como prostituta le resultaba más que útil para complementar los ingresos que ganaba con su café; pero Andrea sabía que no lo hacía sólo por el dinero.

Andrea había sido reservada por dos horas y la agencia sabía que luego llamaría para confirmar que le habían pagado y que ya se había separado del cliente. No es que nadie se preocupara mucho por ella, era más que evidente que era capaz de cuidarse sola, pero sabía que si alguna vez se enfrentaba a algún problema tenía a un par de matones a su disposición.

Siempre pensaba en sus clientes como hombres pequeños, y probablemente ellos también se veían así. No tenía nada que ver con su altura —ese cliente medía al menos 1,80 m—, tenía que ver con la manera en que se veían a sí mismos, como ella los veía.

El cliente tenía cuarenta y tantos años y era delgado y pálido; llevaba un traje de calidad media, lo mismo que la habitación del hotel. Estaba sentado al borde de la cama con una expresión que mezclaba el nerviosismo y la excitación. Andrea no hizo nada para relajarlo, como era de esperar. Le confirmó su nombre y le exigió el sobre con el dinero: siempre cobraba en efectivo. Comprobó la suma y se metió el sobre en el bolso.

—Desnúdate —le ordenó, mientras se quitaba el impermeable, los vaqueros y un jersey de lana grueso. Debajo iba vestida con un conjunto de correas de cuero negro con hebillas que dejaban al aire los pechos y los genitales. Como era habitual, se había entrenado bien antes de encontrarse con su cliente y tenía los músculos bien untados de aceite, duros y tensos. El hombre de la cama la miró con una expresión de asombro. Ahora estaba desnudo y Andrea miró su erección con una expresión de desprecio.

—Levántate —le ordenó. El obedeció—. Puedes tocarme.

El cliente recorrió su cuerpo con dedos temblorosos. No le tocó los pechos, ni sus partes púdicas, sino los brazos, el estómago, los muslos. Ella permanecía sólida, firme e impertérrita. La verdad era que Andrea disfrutaba con su trabajo; disfrutaba de la sensación de poder y de control que le daba. Sabía que Colonia estaba lleno de
dominatrix
, pero eso era distinto. Sus clientes no se excitaban cuando les ordenaban que limpiaran retretes o que pulieran zapatos. Lo suyo era menos psicológico y más físico. Ellos ansiaban su cuerpo, querían tocarla. A veces acababan penetrándola y otras, como ésta, el cliente pedía algo muy especial.

El hombre retiró las manos pero sus ojos siguieron deleitándose con el volumen de su cuerpo.

—¿Estás listo? —le preguntó. El asintió con la cabeza.

—Pero no en la cara… —dijo, con voz temblorosa.

—No en la cara —repitió ella—. Lo sé.

Hubo una breve pausa. Andrea visualizó la imagen del joven lleno de acné que había montado una escena en su café y luego pegó un puñetazo en el vientre de su cliente. Él pegó un grito ahogado y se encogió ligeramente. Andrea se dio cuenta de que no le había dado lo bastante fuerte; que no le estaba dando todo lo que había pagado. Cambió la imagen en su cabeza por otra mucho más antigua. Volvió a golpear a su cliente y el hombre se quedó doblado, reprimiendo un grito de dolor.

Andrea lo empujó hacia la cama, se sentó a horcajadas encima de él y lo volvió a golpear. Una y otra vez.

9

Fabel tardó casi cuatro horas en hacer el viaje entre Hamburgo y Norddeich, un poco más de lo habitual. No era un trayecto que le gustara demasiado hacer en invierno, a menos que fuera en tren, pero con el reciente ataque al corazón y la edad avanzada de su madre se sentía obligado a ir allí cada vez más a menudo y la idea de pasar seis horas de soledad en el coche de ida y vuelta le apetecía. Suponía tiempo para pensar.

Sin embargo, a medida que el cielo fue ensombreciéndose, sus ganas empezaron a disiparse. Frisia es llano, no tiene colinas y queda a la merced del temperamento del mar del Norte. A medida que Fabel cruzaba el paisaje en el que se había criado, un viento del oeste al que no detenía nada ni remotamente parecido a una colina empujaba sobre la dirección del coche y las ráfagas de lluvia contra el parabrisas se iban convirtiendo en aguanieve.

Fabel conducía sin la radio ni el CD encendidos, con el ceño fruncido para ver mejor a través de la lluvia y la pista gris que era ahora la A28. Necesitaba aquel tiempo para pensar. Había decidido pasar el viaje imaginando dos futuros: el que Bartz le había ofrecido, en el que los gustos caros de Fabel tenían más opciones de cumplirse y en el que estaría liberado de aquel mundo de horror y violencia; y en la otra oferta, la de Van Heiden y el BKA, que le resultaba mucho más atractiva de lo que le gustaba admitir. Era halagador, por mucho que lo negara, que lo consideraran la persona más experta de su ámbito profesional. Fabel se esforzó por visualizar los dos futuros de manera objetiva. Al hacerlo, hizo un esfuerzo por no pensar en otra cosa: el asunto Colonia. Era una distracción que ahora no le convenía pero que no dejaba de asomar por su cabeza.

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