Authors: María Isabel Molina
—¡Me da igual lo que diga Mohamed! ¡No siempre estará para defenderte, perro! ¡Te juro que no consentiré que nadie me arrebate el premio del Califa! ¡Estás avisado, Sidi Sifr!
La ceremonia comenzaba en las murallas. Desde la puerta de la ciudad hasta Medina Azhara el camino estaba cubierto de alfombras. A derecha e izquierda de la ruta una doble fila de hombres vestidos de rojo y azul montaba la guardia; el sol arrancaba chispas de luz a los alfanjes desenvainados de aquellos soldados que parecían estatuas.
En la puerta aguardaba también Rezmundo, el obispo cristiano de Córdoba, junto con el cadí* de los cristianos y algunos servidores. Junto a Rezmundo, con una vasija con agua bendita en la mano, estaban José y otros muchachos vestidos con túnicas blancas y preparados para ayudar al obispo en la ceremonia de bienvenida. Rezmundo hubiese deseado recibir a los extranjeros del Norte con la cruz, pero los musulmanes no consentían la exhibición de las imágenes cristianas.
Los transeúntes se paraban a ver la comitiva de los extranjeros del Norte; los cordobeses estaban acostumbrados a las embajadas de otros países que venían a rendir vasallaje al Califa, pero siempre despertaban cierta curiosidad.
Mucha más curiosidad sentían los visitantes. Si no hubiese sido por el protocolo y por el riguroso orden de la comitiva, más de uno se hubiese perdido por las calles empedradas y bordeadas de casas encaladas.
El obispo Rezmundo se adelantó. Para la ocasión se había vestido las viejas ropas episcopales de tiempos de los godos que sólo se usaban ya en las ceremonias importantes; alzó la mano enguantada de rojo y el ancho anillo antiguo que era el signo de su dignidad brilló al sol.
—En nombre de la comunidad cristiana de Córdoba, nosotros, el cadí de los cristianos de está ciudad y yo, el obispo, os damos la bienvenida, hombres de los condados catalanes. Que Nuestro Señor Jesucristo os bendiga y os guíe en vuestra embajada.
José se acercó con el agua bendita y el obispo introdujo el hisopo en la vasija y roció a los hombres del Norte pasando entre las filas de caballos. Luego se volvió y abrió la comitiva.
Tras el obispo avanzaba el capitán y gobernador árabe de Tortosa que ejercía de embajador del Califa en los condados catalanes. Para la ocasión había elegido un caballo blanco de gran alzada, con las crines tan largas y cepilladas que parecían hilos de plata. Las riendas y la montura eran de cuero rojo repujado, trabajado primorosamente por los artesanos cordobeses.
Detrás del embajador venía la comitiva de los obsequios para el Califa en carros tirados por mulas enjaezadas: veinte eunucos* vestidos con largas túnicas, veinte quintales* de pelo de marta, cinco quintales de estaño, cien espadas francas...
Detrás de los regalos, en filas separadas, caminaban los hombres de armas. A pesar de la sombra de los altos árboles que bordeaban el camino y formaban un túnel de follaje, los catalanes, agobiados por sus ropas de lana, brillaban de sudor.
Desde su llegada se habían resentido del calor. Fijaron el campamento en La Almunia, a la orilla del río, en una pequeña alameda, y Djawar, el introductor de embajadores, les envió todos los días grandes cestos de frutas desconocidas en las tierras del Norte. Y el obispo Rezmundo les remitió ropas de algodón de vistosos colores, regaladas por los cristianos de la ciudad para que se cambiaran.
Pero a pesar de todo algunos habían enfermado. Miraban con recelo las frutas desconocidas y aquellos tejidos livianos. Y ni sus ropas de lana ajustadas al cuerpo, ni su alimentación a base de legumbres secas, carne y pan, ni su poca costumbre de lavarse —que levantaba las burlas de los cordobeses— eran lo más indicado para el cálido verano del Sur.
Tras los obsequios y los hombres de armas, en sus mejores monturas, iban los caballeros catalanes. Y algo separado, en el centro, sobre un gran caballo de guerra y vestido con un manto rojo, cabalgaba Bonfill, el embajador de los condes.
Atraía todas las miradas por su gran corpulencia, su cara blanca y redonda salpicada de pecas color canela y sus cabellos casi tan rojos como el manto. En la mano, ostentosamente, llevaba un estuche de cuero labrado y cerrado por sellos de lacre rojo: era el mensaje que el conde Borrell y el conde Miró, señores de Osona, Girona Urgell y Barcelona*, dirigían al Califa.
Djawar, el introductor de embajadores, cabalgaba a la derecha de Bonfill. Bajo el turbante de seda, sus ojos tenían una expresión entre irónica y aburrida que el resto de su cara no dejaba traslucir. Djawar se sentía algo cansado de aquella procesión de embajadas de todo el mundo que venían a inclinarse ante el señorío del gran Califa. Djawar admiraba profundamente la sabiduría de su señor. El Califa Al-Hakam*, Señor de los Creyentes en Alá, no era un guerrero como su padre, sino un gran sabio. La biblioteca de Córdoba había aumentado durante aquellos años hasta convertirse en la primera del mundo; de todos los países llegaban los sabios y se habían creado nuevas escuelas donde enseñaban los mejores maestros; se habían establecido premios a los mejores alumnos y el Señor de los Creyentes pagaba de sus propios bienes los estudios de aquellos muchachos pobres que los maestros recomendaban por su inteligencia y su trabajo, sin importarle la raza o la religión, como aquellos que delante de él, acompañaban al obispo Rezmundo.
Todo aquel protocolo, todas aquellas alfombras estropeadas por las patas y el estiércol de los caballos, todo aquel derroche de riqueza y poder que dejaba sin habla a los extranjeros, resultaba mucho menos costoso que una guerra que horrorizaba al Califa. Al-Hakam prefería los tributos a las conquistas y los libros de filosofía a la espada. Sin embargo, cuando a la muerte de su padre Abderramán, los príncipes de los reinos cristianos del Norte habían creído posible conseguir tierras y botín, Al-Hakam no había desdeñado dirigir personalmente la campaña contra Castilla y, el año anterior, uno de sus generales había asolado los condados catalanes, para recordar a los francos que el poder militar de Córdoba no había menguado.
Esta embajada era el resultado de la campaña. No sólo se consiguió la victoria, botín y cautivos, sino que ahora los condes enviaban regalos y ofertas de paz que significarían mayores tributos.
Djawar se sentía satisfecho de que los cristianos del Norte, con sus costumbres bárbaras, sus cabellos claros, sus burdas ropas pardas y sus espadas de hierro, admiraran la riqueza, las refinadas maneras y la superior civilización del imperio cordobés. Alá había bendecido a sus fieles con la riqueza y la sabiduría. No hacía tantos años que el rey de León había venido a suplicar la curación de su gordura desmesurada.
Djawar estaba orgulloso de su señor y de su país.
La comitiva llegó a las puertas de Medina Azhara. Hisham, el gobernador de Tortosa, descabalgó y entregó las riendas a uno de los criados que aguardaban en la puerta. Todos los caballeros siguieron su ejemplo. Ya a pie, atravesaron los patios del palacio. El camino estaba señalado por las piezas de brocado que cubrían el suelo de mosaicos de mármol. Los catalanes pisaban de puntillas; los hombres de armas de la comitiva no habían visto nunca tejidos semejantes, los caballeros estaban dispuestos a pagar las rentas de la cosecha de una comarca por una pieza de aquellas que pisaban con la que hacer el traje de novia de su dama.
En el salón de audiencias, vestido de seda verde y blanca, y sentado sobre almohadones de raso colocados en una alta tarima de mármol, debajo de la gran perla que el emperador de Bizancio regalara a su padre Abderramán y que pendía de una cadena de oro como si fuese una lámpara, Al-Hakam, Califa de Córdoba, Señor de los Creyentes, sucesor de Mahoma, el Profeta, recibía a sus visitantes.
A la mitad del salón los catalanes se inclinaron con las tres reverencias del protocolo. Mientras los hombres de armas y los portadores de los obsequios quedaban de rodillas a la mitad de la sala, Hisham, el gobernador y Djawar se adelantaron junto con Bonfill, el embajador de los condes y el cadí de los cristianos. El obispo y sus acompañantes quedaron en un lado del salón. José se puso de puntillas para ver lo que sucedía en el centro.
Djawar se inclinó profundamente de nuevo, antes de hablar:
—Señor de los Creyentes, ¡Alá aumente tus días!, ante tus ojos está Bonfill, hombre de los condados francos* de la frontera; lo han enviado sus señores, los condes Borrell y Miró, hijos del conde Sunyer. Trae un mensaje de paz y amistad.
Al-Hakam asintió con una sonrisa.
—Los condes de Barcelona, Osona, Girona y Urgell son muy estimados por nosotros. Han buscado la paz y la unión de sus tierras en lugar de la guerra. Rogamos a Alá que los guarde con salud. Deseamos escuchar su mensaje.
Bonfill se adelantó con el estuche de cuero labrado. Se inclinó y lo tendió a uno de los secretarios que estaban sentados en el escalón inferior de la tarima.
El secretario comprobó los sellos antes de romperlos y abrir el estuche delante de todos. Desenrolló el pergamino y lo leyó de una ojeada antes de entregarlo, con una reverencia, al Califa. Si contenía algo ofensivo, Al-Hakam no debía verlo.
El Califa examinó muy detenidamente el mensaje. Los monjes de Santa María de Ripoll se habían esmerado en la caligrafía, que resplandecía de dorados y rojos. El pergamino estaba tan cuidadosamente trabajado que era suave como la seda. Al-Hakam enrolló de nuevo el pergamino y se lo entregó a los secretarios. El Califa conocía la mayor parte de las lenguas cristianas, aunque en las audiencias, por el protocolo, se servía del traductor.
Se recostó en los almohadones y contempló en silencio a los catalanes hasta que Bonfill y sus hombres se sintieron incómodos.
—Sois bienvenidos, hombres de los condados francos de la frontera. Mis servidores os atenderán como merecéis; deseo que vuestra estancia en Córdoba os resulte inolvidable. Os darán nuevos vestidos, ya que los vuestros no son muy apropiados para nuestro clima. Acepto la paz y la amistad que me ofrecen vuestros señores; a partir de ahora ya no serán necesarias las fortificaciones de la frontera; el rey de los francos, vuestro señor natural, estará satisfecho y, como leales amigos, vuestros señores los condes me darán cuenta de cualquier traición que se prepare en Castilla, León o Navarra. Yo he olvidado ya la guerra que los condes nos hicieron y en la que fue voluntad de Dios que nuestros hombres alcanzasen el triunfo, y ruego a Alá, el Misericordioso y el Compasivo, que los conserve con salud y que gobiernen en paz sus tierras durante muchos años —hizo una larga pausa antes de seguir—. Mis notarios se encargarán de los escritos necesarios y evaluarán con justicia y equidad los tributos que los condes deberán enviar a Córdoba.
El cadí de los cristianos tradujo a Bonfill las palabras del Califa; luego se inclinó profundamente e hizo una señal a los catalanes para que hiciesen lo mismo.
La audiencia había terminado. Lo que faltaba, el regateo para conseguir mejores condiciones en los tributos que el Califa exigía, se trataría con los secretarios. Caminando hacia atrás para no dar la espalda al Señor de los Creyentes, los catalanes salieron del salón del trono como el que sale de un sueño. Todavía deslumbrados por el lujo y la magnificencia de la corte, dejaron que los llevaran a sus habitaciones.
Tras ellos fue José, que hablaba el latín mejor que los otros chicos, con un mensaje del obispo Rezmundo para el obispo de Vic.
Se estaba bien en el claustro. Un tibio sol de primavera daba calor a los corredores, olía a hierba nueva y a plantas en flor y el olor a moho del invierno parecía haberse refugiado en los sillares interiores de las esquinas. Como un lejano rumor se escuchaba el ruido de las herramientas de los canteros y los albañiles que trabajaban en la nueva iglesia. Dos hombres paseaban despacio por el lado del claustro en el que daba el sol. Llevaban el largo hábito negro de los monjes y su pelo entrecano brillaba al sol que arrancaba destellos a los gruesos anillos episcopales que los dos llevaban en el dedo.
El más alto dijo:
—La bendición del Señor me ha acompañado durante el viaje. El tiempo fue bueno y en los pasos de las montañas la nieve estaba ya casi fundida.
—Será un buen año para las cosechas —comentó el más bajo.
El monje alto sonrió.
—Vayamos a las cosas importantes. No hay por qué perder el tiempo hablando de las cosechas.
—No es perder el tiempo. ¿Acaso podemos tratar de otra cosa?
—Puede que sí. Durante el viaje a la corte tuve ocasión de hablar con tranquilidad con nuestro buen conde Borrell. Puedo afirmar que, aunque por distintos motivos, está de acuerdo con nosotros y apoyará nuestras peticiones.
—¿Con permiso del rey Lotario?
—No lo digáis con tanta amargura, querido abad Arnulf*; el buen conde Borrell debe rendir vasallaje y besar las manos del rey Lotario, su señor natural. La esposa del conde, Doña Letgarda, es una bella dama franca; el conde pidió al rey Lotario su bendición para el matrimonio. Yo estuve presente y aproveché para visitar al arzobispo de Narbona*.
—¿Era necesario?
—Es nuestro arzobispo, recordadlo, Arnulf. Tuvimos una entrevista cordial y me entregó una donación para nuestras nuevas iglesias. Eso es bueno. Nuestros monasterios son muy pobres.