Read EL SEÑOR DEL TIEMPO: El Iniciado - TOMO I Online
Authors: Louise Cooper
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
—Pero Keridil, ¿qué significa esto? Hablas de que el peso de la opinión se puede inclinar contra Tarod…, pero ¿qué ocurriría entonces?
Hubo una larga pausa antes de que Keridil respondiese:
—En verdad, Themila, no lo sé. Esto ya no depende de mí. No tengo derecho a tomar decisiones por cuenta del Consejo de Adeptos.
—¡Tú eres el Sumo Iniciado!
—Sí y que Aeoris me valga, ¡lo soy! Pero, cuando fui investido de mi cargo, juré que gobernaría nuestro Círculo de acuerdo con la voluntad de sus miembros. En teoría puedo tener autoridad para anular las decisiones del Consejo, pero, en la práctica no me atrevo a hacerlo. Sea cual fuere la decisión de la mayoría del Consejo, debo acatarla. Si no lo hiciese, ¡no sería digno de mi cargo!
A pesar de toda su preocupación por Tarod, Themila comprendió lo difícil que era la situación de Keridil. Ella podía defender a quien quisiera, según los dictados de su corazón y de su conciencia; pero Keridil no podía hacerlo, y estaba claro que las presiones contrarias de la amistad y el deber le ponían en un brete.
A menos que… pero no; Themila rechazó por absurda la idea que se le había ocurrido de pronto. Siempre había habido una amistosa y sana rivalidad entre Keridil y Tarod, pero no pasaba de aquí. A fin de cuentas Keridil era el Sumo Iniciado. ¿De qué podía sentir envidia?
Se levantó.
—Perdóname, Keridil. Estoy cansada, a pesar de mis preocupaciones, y presumo que también tú lo estás. Tienes razón: hay que convocar un pleno del Consejo, y cuanto antes mejor. Sea cual fuere el resultado, esperemos y recemos para que quede pronto resuelta la cuestión.
Keridil se levantó también y se acercó a ella para besarla afectuosamente en la mejilla.
—Cuento con tu ayuda, Themila. A veces creo que tu voz es la única sensata en un mundo enloquecido.
—Buenas noches, querido hijo…
Se volvió y salió de la estancia.
Cuando Themila se hubo marchado, Keridil se sentó a la rayada y gastada mesa que tantos Sumos Iniciados habían ocupado antes que él, y se tapó la cara con las manos. Sabía que, si su padre hubiese estado en su lugar, se habría arrodillado delante de la lámpara votiva y rezado a Aeoris para que le guiase, pero Keridil no tenía la serena convicción de Jehrek. Y había demasiadas ideas contradictorias en su cabeza que le impedían una clara reflexión.
Tarod… una criatura del Caos…
El concepto todavía parecía absurdo, pero la prueba era irrefutable. Y eran demasiados los factores que convergían en el espantoso cuadro: la manera en que había llegado Tarod al Castillo, su extraordinario y rápido ascenso en las filas de los Iniciados, el fondo de rebeldía que le había opuesto a los sistemas del Círculo… Tarod era, y siempre había sido, diferente. Y ahora sabían cuál era en realidad la diferencia.
Esta noche, Tarod había afirmado su lealtad al Orden y al Círculo del que formaba parte. Pero Keridil había visto la lucha interior que sostenía su amigo mientras hacía esa afirmación, y esto le aterrorizaba. Tal vez, en un futuro próximo, Tarod se mantendría firme en su lealtad, y Keridil no dudaba en absoluto de que había sido sincero. Pero ¿no podía llegar un tiempo en que las otras fuerzas, las antiguas fuerzas, volviesen a tirar de él? Ya le habían marcado una vez, y el resultado había sido una tragedia. Si esto volvía a ocurrir, como era posible, incluso contra la voluntad de Tarod, ¿no podían ser aún peores las consecuencias?
Keridil consiguió a duras penas dominar el súbito y violento impulso de arrojar su copa de vino a la chimenea, llevado de su frustración. Le dolía la cabeza y le era imposible pensar con claridad; tal vez debería seguir el ejemplo de Themila e irse a dormir…
Estaba a medio camino de la puerta cuando se acordó de Sashka Veyyil.
Su boda con Tarod tenía que realizarse en cuanto se hubiesen hecho los últimos preparativos… El mismo tenía que oficiar, ligar a la joven, con un lazo indisoluble, a un hombre que…
Que no es el del todo humano,
dijo una vocecilla en el interior de Keridil.
Un hombre cuya alma debe su existencia al Caos…
Bruscamente, Keridil se sentó de nuevo. ¿Era posible que Sashka supiese la naturaleza del hombre con quien se había prometido? No; ni siquiera el propio Tarod lo había sabido hasta esta noche, al menos de una manera consciente. Y si ella se enteraba, ¿qué pensaría y qué haría? Si abandonaba a Tarod, ahora, cuando él quizás la necesitaba más que nunca, podía destrozarle. Keridil conocía la intensidad de los sentimientos de su amigo con respecto a la joven. Y sin embargo…, ¿era justo permitir que contrajese matrimonio a ciegas, sin saber la verdad?
Un fastidioso gusanillo se agitó dentro de Keridil, desmintiendo sus motivos. ¿Trataba realmente de ser justo y altruista, o eran los antiguos celos los que se ocultaban detrás de sus pensamientos? ¿ Le preocupaba el bienestar de Sashka, o era más bien su propio enamoramiento de una mujer que podía, de pronto, estar a su alcance, si le era revelada la verdad sobre Tarod?
Descargó un puñetazo sobre la mesa y, se mordió el labio al sentir un fuerte dolor en el brazo. El era el Sumo Iniciado, como todo el mundo parecía empeñado en recordarle. Tenía el deber de decir la verdad, de no ocultar nada, y este deber hacía que toda consideración personal fuese irrelevante. Y si no podía tranquilizar su propia conciencia en lo tocante a Sashka, al menos podía —debía, se dijo— informar a Kael Amion, su Superiora. Después, el asunto ya no dependería de él y podría vivir tranquilo.
Abrió un cajón de la mesa y sacó varias hojas de pergamino. Extendiendo una de ellas delante de él, mojó una pluma en el tintero que tenía al lado y poco a poco, cuidadosamente, empezó a escribir una carta. Trabajó sin parar durante un buen rato y, cuando al fin hubo terminado, espolvoreó con arena las tres hojas que había escrito y las introdujo en una pequeña bolsa de cuero marcada con la insignia personal del Sumo Iniciado.
¿Enviaría el mensaje? De nuevo le remordió la conciencia, y acarició la bolsa con la mano, a punto de extraer los pergaminos y arrojarlos al fuego. Pero una imagen mental de la cara de Sashka le contuvo. ¿Acaso no estaba cumpliendo simplemente su deber al informar a Kael de lo que sucedía? Su padre no habría hecho menos…
Keridil vacilaba todavía cuando se abrió la puerta y vio el rostro sorprendido y preocupado de Gyneth.
—Señor…, creí que te habías acostado.
Las palabras del anciano tenían un ligero tono de reprimenda paternal, y Keridil sacudió la cabeza.
—Hay mucho que hacer, Gyneth. Esta noche…, bueno, no importa. Supongo que pronto te enterarás. —Miró de nuevo la bolsa—. Gyneth…
—¿ Señor?
Tenía que decidirse… Keridil se levantó.
—He de enviar un mensaje a la Señora Kael Amion, en la Residencia de la Hermandad de la Tierra Alta del Oeste. Es muy urgente…
—Despertaré inmediatamente a un mensajero, señor. Saldrá antes de una hora y estará allí en menos de dos días.
Gyneth avanzó y tomó la bolsa de manos de Keridil, y entonces sintió éste que le quitaban un gran peso de encima.
—Sí… —dijo, volviéndose para contemplar el fuego—. Sí. Creo que así estará bien.
S
entado en sus habitaciones y esforzándose en relajar los músculos, Tarod no podía dejar de pensar en las horas que le esperaban. La espera era lo peor. La reunión del Consejo había sido convocada para la puesta del sol y, desde el mediodía, había sentido crecer su tensión interior, hasta que alcanzó un punto en que creyó que sería irresistible. Una y otra vez se había levantado y caminado inquieto hasta la ventana, para observar el sol que permanecía obstinadamente en lo alto del cielo y deseando, inútilmente, que se hundiese en el ocaso. Y una y otra vez había repasado mentalmente lo que había pensado decir cuando compareciese ante el Consejo de Adeptos para ser juzgado.
Estaba seguro de que esta noche le someterían a juicio, aunque oficialmente se había disimulado este término. Incluso Keridil había parecido reconocerlo cuando, temprano por la mañana, había venido a las habitaciones de Tarod para informarle de la reunión. Había algo extraño en los modales de su viejo amigo: lo había visto inmediatamente en el rostro de Keridil, y era lo que él había temido. Se había abierto un abismo entre los dos, separándoles, y en este abismo estaba el espectro de Yandros.
Ahora se había acostumbrado ya Tarod a la mezcla de repugnancia y confusión que sentía cuando pensaba en aquel ente de cabellos de oro. Era lo bastante sincero para no negar que tenía una deuda con Yandros, aunque la hubiese contraído por las malas artes de éste; pero como Adepto al Círculo que había jurado servir a Aeoris, todo lo que representaba Yandros era anatema para él.
Y sin embargo, por mucho que lo intentase, no podía negar el poder que residía en él extraído del alma-Caos que estaba dentro de la piedra del anillo de plata, como tampoco podía negar la verdad de las revelaciones de Yandros acerca de su naturaleza. El conocimiento de que su propia alma era del Caos había sido al principio como una pesadilla real. La noche pasada, a hora avanzada, había alcanzado su nadir, una profunda crisis en la que todas las implicaciones de lo que había sabido le habían provocado tanta aflicción y tanta desesperación que se había hincado de rodillas, al lado de su cama, rezando en silencio a Aeoris para que viniese la muerte a liberarle. Pero Aeoris no le había escuchado; él no había tenido valor para quitarse la vida, y la crisis había pasado al llegar la aurora, dejándole un débil pero seguro destello de esperanza. Fuese cual fuese su origen, era lo bastante humano para guardar fidelidad y sentir emociones y tener conciencia, y la noche pasada se había dado cuenta, en el Salón de Mármol, de que el control de los poderes caóticos de la piedra-alma estaban solamente en sus propias manos. Había desafiado a Yandros, se había librado de la influencia del Señor del Caos y, también, del pacto con el que Yandros había pretendido obligarle. Si quería volver la espalda a las antiguas afinidades, dedicar su existencia a Aeoris, ninguna fuerza del mundo podría impedírselo.
Pero ¿vería el Círculo las cosas bajo la misma luz? Por mucho que afirmase Tarod su fidelidad siempre habría facciones reacias a dejarse convencer. Sin embargo, él debía convencerles, y no solamente por su propio bien. En el fondo de su corazón, sabía que Yandros no aceptaría la derrota; había sido expulsado una vez pero volvería y Tarod temía que, en un conflicto directo, el Círculo sería incapaz de plantarle cara. Yandros tenía razón en una cosa: los seguidores de Aeoris habían perdido buena parte de sus antiguas facultades, y éstas serían más necesarias que nunca si el Caos proyectaba recobrar su sitio en el mundo. Y si los Iniciados no podían recuperarlas a tiempo, posiblemente no necesitaría Yandros la ayuda de Tarod para lograr su malévolo objetivo.
Tarod miró fijamente su anillo pensando que era al mismo tiempo su más grande enemigo y su más grande aliado. Sin él, se vería libre de los antiguos lazos que habían tratado de ligarle a los poderes de las tinieblas.
Pero, con él, tenía un arma que en definitiva podía ser la única fuerza lo bastante poderosa para luchar contra el Caos. Bueno, como hombre y hechicero por derecho propio, tenía fuerza; pero, con la piedra-alma, esta fuerza era infinitamente mayor. No se atrevía a prescindir de ella. Y con la ayuda de los otros Adeptos, creía que podía eludir su influencia maléfica y permanecer fiel a sí mismo y al Círculo.
Tenía que convencer al Consejo de que estaba en lo cierto. Tenía que vencer las sospechas y los prejuicios con que tendría que enfrentarse esta noche, y creía que podría lograrlo. Con el apoyo de Keridil y Themila (nadie más capacitado que ellos para hablar en su favor, ya que solamente ellos habían visto a Yandros en persona), el Consejo se convencería, fuesen cuales fueren los esfuerzos de…
Entonces llamó alguien a la puerta y él levantó la cabeza, sorprendido. Una rápida mirada a la ventana le mostró que el cielo se estaba tiñendo de rojo al empezar a ponerse el sol, y el pulso de Tarod se aceleró.
—Adelante…
Dos jóvenes Iniciados de segundo grado vistiendo la librea de ordenanzas del Consejo y llevando sendas antorchas, entraron en la habitación, y uno de ellos hizo una reverencia.
—Nos han enviado para escoltarte, Señor. Se está reuniendo el Consejo de Adeptos.
Tarod se levantó, sorprendido y un poco desconcertado de que Keridil prestase tanta atención al ceremonial.
Normalmente no se seguía un protocolo minucioso, a menos que se tratase de un asunto realmente grave, y la idea de que Keridil lo hubiese considerado necesario inquietó a Tarod. Pero si quería ganarse la confianza del Consejo, era mejor que acatase las órdenes…
Buscó su capa de gala y se la echó sobre los hombros; después se alisó los revueltos cabellos con las manos.
—Muy bien —dijo—. Estoy dispuesto.
Había pocas personas en el Castillo, aparte de los criados, cuando los jóvenes Iniciados, marcando el paso, escoltaron a Tarod hasta la cámara del Consejo, contigua a las habitaciones del Sumo Iniciado en el ala central. Al acercarse a la cámara por el pasillo cada vez más oscuro, Tarod se sorprendió todavía más al ver una guardia ceremonial de siete hombres, con las espadas desenvainadas, delante de la doble puerta. Esperó con creciente aprensión a que se cumpliesen las formalidades de identificación y admisión después de las cuales se abrieron al fin las puertas y se les permitió la entrada.
Tarod se detuvo en seco en el umbral. La cámara del Consejo era una de las salas más grandes del Castillo y ahora estaba llena a rebosar. Sobre un estrado, al fondo hallábase sentado Keridil, y, a su lado, los Consejeros de más categoría. La capa de oro y la cinta en la cabeza, propias de su rango, le hacían parecer remoto y un poco irreal. En una plataforma más baja, delante del estrado, estaban los otros miembros del Consejo; entre ellos reconoció Tarod a Themila, de afligido aspecto, y a dos asientos de distancia, los rojos cabellos de Rhiman Han.
Y llenando el resto del salón, en las plazas tradicionalmente reservadas a los no consejeros que deseaban asistir a las reuniones, estaban otros Iniciados. Tarod presumió que casi todo el Círculo debía de estar presente, sentados o de pie, según el espacio de que disponían, y dejando solamente un estrecho pasillo entre la puerta y el estrado de los Consejeros. Todas las caras estaban vueltas hacia él, mirándole con curioso interés, y Tarod dominó un estremecimiento.